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Hace 54 años, un mono misionero se convertía en el primer astronauta argentino

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Hace 54 años, el 23 de diciembre de 1969, cinco meses después de que el estadounidense Neil Amstrong pisara la Luna e inmortalizará la frase: “Un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad”, un monito caí misionero llamado Juan se convertía en el primer astronauta argentino y el único ser vivo de la tierra colorada en inscribirse en la carrera espacial.

Juan tenía 1,4 kg de peso y 30 cm de tamaño. Capturado en la selva misionera por la Gendarmería Nacional, fue enviado al espacio en un vuelo suborbital desde el Centro de Experimentación y Lanzamiento de Proyectiles Autopropulsados, ubicado en el departamento Chamical, en La Rioja.

El vuelo de Juan no era el primero en la carrera espacial que acaparaba por entonces la atención del mundo. Antes que él, otros animales habían sido enviados al espacio con distinta suerte, empezando por la célebre perrita Laika, capturada en las calles de Moscú, que fue el primer ser vivo en orbitar el planeta y morir en órbita.

De los veinte monos enviados al espacio en los años ’60, solo la mitad pudo regresar con vida.

Viaje cósmico

El desarrollo de cohetes comenzó en 1961 en la fábrica militar de aviones, creada en 1927, en Córdoba. En febrero, se lanzó el primer prototipo, Alfa Centauro, que alcanzó los 13 kilómetros de altura. Fue el comienzo de la era espacial argentina.

A este primer cohete, le siguió toda una familia: Beta Centauro, en 1962; el Gama Centauro, en 1963; el Orión II, en 1965; el Rigel, en 1967; el Canopus II, que llevó a Juan en su increíble viaje; y el Castor, en 1972, que superó los 500 km de altura.

El vuelo del mono misionero se anotó en el marco del Proyecto BIO. Antes, habían volado el ratón Belisario y la rata Dalila, pero ninguno alcanzó la categoría de viaje de cósmico.

La historia del mono misionero fue relatada en la película de Diego Julio Ludueña: “Juan, el primer astronauta argentino”, disponible en youtube.

El vuelo

A comienzos de 1967, el país había logrado un lanzamiento exitoso de baja altura, unos 2.300 metros, llevando como pasajero al ratón Belisario, y buscaba seguir perfeccionando los sistemas de cohetes con el objetivo de colocar satélites en órbita.

En aquellos años, los científicos no descartaban emular las hazañas de soviéticos y estadounidenses y poner un argentino en el espacio.

La decisión de enviar un mono, monitorear sus signos vitales durante el vuelo y traerlo de nuevo con vida se tomó, precisamente, en esta línea.

Juan viajó a bordo del Canopus II, un cohete sonda de unos cuatro metros de largo y 50 kg de carga útil, totalmente desarrollado en el país.

Cinco meses antes, el Apolo 11 había llegado a la Luna y el estadounidense Neil Amstrong se transformó en el primer hombre en pisar el suelo lunar, y el segundo en viajar fuera del planeta, luego del cosmonauta soviético Yuri Gagarín, que ocho años antes, el 12 de abril de 1961, completó una órbita terrestre a bordo de la cápsula Vostok 1, dando inicio a la carrera espacial.

El viaje del mono Juan fue un hito para el país, ya que para ese entonces solo Estados Unidos, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y Francia habían logrado enviar seres vivos al espacio.

El equipo se proponía monitorear los signos vitales de Juan durante el vuelo y regresarlo con vida a la superficie.

Para esto, se conectaron varios nodos al cuerpo del animal, cuya información era transmitida al centro de mando mediante un sistema telemétrico desarrollado especialmente para la misión, que luego fue adoptado por la Fuerza Aérea Argentina para monitorear el estado de sus pilotos de combate.

Juan viajó sedado, pero consciente. Llevaba un chaleco impermeable y estaba sentado en un asiento diseñado para reducir los efectos de la aceleración.

El mono misionero iba dentro de una cápsula llamada Amanecer, presurizada y con una reserva de oxígeno para 20 minutos, que coronaba la punta del cohete.

 

Durante los primeros cinco minutos, la nave alcanzó una altitud superior a los 7 km, tras lo cual se apagaron sus motores y continuó el ascenso por inercia.

A esa altura, los instrumentos registraban una temperatura de 800 °C, aunque dentro de la cápsula la sensación térmica nunca pasó de los 25°C, algo más que la media de Misiones.

Durante su apogeo, el cohete alcanzó una altura de 82 kilómetros, la última frontera del espacio exterior. Luego, el motor se separó de la carga útil y empezó su caída hacia la tierra, mientras que el resto del cohete desplegó unos frenos aerodinámicos para mantener la estabilidad y comenzar a descender lentamente hacia la superficie.

El mecanismo, que simulaba los pétalos de una flor, reducía la velocidad y permitía una caída casi vertical, perfecta para el posterior despliegue de un pequeño paracaídas.

Hasta ese momento, Juan seguía respirando el oxígeno de la cabina y una vez alcanzados los 3.000 metros de altura, se abrió una escotilla y una turbina comenzó a ventilar el interior del habitáculo del mono.

Juan volvió a respirar aire natural y dejó de depender de la reserva de oxígeno de la cápsula, que cayó como una pluma en la salina La Antigua, a 60 km de donde había despegado, en Chamical.

Retiro en el zoo

Una vez recuperada, la cápsula fue trasladada a la base. Cuando se abrió la escotilla, los científicos se encontraron con Juan en perfecto estado, mirando con curiosidad a todos. El mono todavía estaba bajo los efectos del sedante. Todo el vertiginoso viaje había durado en total 15 minutos.

Luego de la espectacular aventura, Juan vivió más de dos años en el zoológico de Córdoba como su principal atracción. Ningún sitio recoge una fecha exacta de su muerte. La cápsula y el ingenioso mecanismo que permitió al mono misionero sobrevivir al experimento se exhiben en el Museo Universitario de Tecnología Aeroespacial de Córdoba.

 


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Los ferrys, entre el óxido y el olvido a 111 años de su llegada a Posadas

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El viernes 18 de octubre pasado, se cumplieron 111 años de la llegada a Misiones de los ferrobarcos Roque Sáenz Peña y Ezequiel Ramos Mejía, los populares ferrys posadeños, que durante ocho décadas fungieron de puente fluvial entre Posadas y Encarnación, llevando y trayendo los convoyes del Ferrocarril General Urquiza que hacían el trayecto Buenos Aires – Asunción.

Construidos en Glasgow, Escocia, entre 1907 y 1910, los buques se embarcaron en 1913 en una increíble travesía a través del Atlántico para llegar a Buenos Aires y después a Posadas.

Eran tiempos convulsos en ambas orillas del Paraná. En Argentina, durante el gobierno de Roque Sáenz Peña, se había llegado al límite de la frontera agrícola y era el inicio de una larga depresión económica que se extendería hasta 1917 y cuya consecuencia más inmediata fue el incremento de la desocupación y su correlato de conflictividad social.

En Paraguay, gobernaba un periodista: Eduardo Schaerer Vera y Aragón, originario de Caazapá, hasta hoy el territorio más pobre del país. Y mientras Buenos Aires inauguraba su primera línea de subte, Asunción tenía una sola cuadra de pavimento de madera que la prensa bautizó con una expresión en francés: “Petit Boulevard”, donde se agolpaban las tiendas más refinadas y en cuyos escaparates se exponía el mundo.

Los buques llegaron a Misiones en 1913, tras una larga travesía por el Atlántico.

Alejadas de los centros de poder, Posadas y Encarnación forzaban, por entonces, los límites de un territorio agreste, poblado por inmigrantes llegados de otros extremos del planeta.

La inauguración, el 2 de octubre de aquel año, del embarcadero de Pacu Cuá, cuyos restos todavía se conservan en el mismo estado de abandono que los ferrys posadeños, supuso el incremento del intercambio económico entre ambos países, con el transporte de productos de todo tipo.

De hecho, los primeros convoyes fueron cargueros hasta que se sumó el transporte de pasajeros. El tren tardaba unas 50 horas en recorrer los 1.518 kilómetros entre Buenos Aires y Asunción.

Las naves tenían una tripulación de aproximadamente 25 personas cada una.

“Contribuyeron al crecimiento económico de Misiones, con el transporte de granos, aceite de tung, fertilizantes; más adelante entró el tren de pasajeros, que llegaba a Posadas todos los miércoles y embarcaba a Asunción, volviendo los domingos”, comenta Analía Colazo Bidegain, presidenta del Ferroclub Nordeste Argentino, heredero de los ferroaficionados posadeños y que se ocupa de la salvaguarda de la memoria y el patrimonio ferroviario.

Analía es hija de Sixto Ramón Colazo, que durante 45 años fue jefe de la zona fluvial en Posadas y como tal estuvo a cargo de la coordinación de cada viaje de los ferrys.

Ex trabajadora ferroviaria, Analía cuenta que creció en los emblemáticos buques mellizos. “A los cuatro años hice mi primer viaje: me subía con el capitán, iba al otro lado y volvía”, recuerda.

“De chico no entendías, pero al crecer se adquiere conciencia y creo que no hay hijo de ferroviario que no ame o respete lo que fue el trabajo de nuestros padres y a estos barcos”, afirma.

Destino final

En internet hay un sinfín de material sobre ambos buques, entre crónicas periodísticas, imágenes, videos e, incluso, fotografías de la inauguración de 1913, del Archivo General de la Nación.

Entre todos, el video titulado “El ferry del adiós”, publicado hace más de 10 años, recoge el invaluable testimonio de dos de sus protagonistas: el jefe Colazo y el capitán Vicente Arzamendia, ambos fallecidos en 2011, con un mes de diferencia.

En el material, de unos 16 minutos de duración, ambos hombres cuentan los pormenores del trabajo que implicaba el cruce del río, la labor a bordo y aportan datos precisos sobre el funcionamiento de los antiguos buques.

El video repasa también el papel de ambos buques en importantes eventos históricos: el transporte de suministros y heridos de la Guerra del Chaco, que enfrentó a Paraguay y Bolivia entre 1932 y 1935; y las labores de rescate de evacuados durante la gran inundación de 1983, que puso en jaque a todo el litoral argentino.

“Hace diez años que estoy de capitán de los ferrobarcos”, relata Arzamendia y la imagen lo muestra en el puente de mando, en plena faena por el río. “Llegué en 1956 y me embarqué como profesional baqueano durante seis años hasta que asumí como capitán”, cuenta.

“Tenemos un capitán, un oficial baqueano, un jefe de máquinas, un primer maquinista, un timonel, un contramaestre, dos cabos de asadores, seis marineros, cuatro foguistas, un mozo y un cocinero; es un total de veinte tripulantes”, contabiliza, a su vez, Colazo.

El capitán Vicente Arzamendia, en el centro, y el jefe de la zona fluvial Posadas, Sixto Colazo, a la derecha.

“Son muy necesarios porque cada uno tiene su tarea específica”, valora el entonces jefe de la zona fluvial y detalla: “El personal de cubierta realiza su tarea de carga y descarga; el personal foguista es el que mantiene la presión en la caldera a través de la leña que le va suministrando”.

Los buques, de 63 metros de eslora y 18,15 metros de manga, consumían unas cuatro toneladas de leña cada ocho horas. “La temperatura en la sala de calderas alcanza oscila entre los 60 y 80 grados centígrados”, ilustra Colazo y explica que, debido a esto, los tripulantes asignados a esta área, alternaban en turnos de 15 minutos. “Salían a tomar aire y volvían”, cuenta Colazo.

En la cinta disponible en Youtube, el hombre se anticipa al destino de ambos ferrys, sacados de servicio en 1989 con la inauguración del puente internacional San Roque González de Santa Cruz, y pide que “se hagan todas las gestiones necesarias para que los barcos se conviertan en museos y no terminan en chatarras como ha ocurrido en otros lugares”.

“Cuando mi padre fallece le hice la promesa de seguir luchando por ellos”, señala su hija Analía que, por entonces, ya estaba alejada de la actividad ferroviaria y vivía en Buenos Aires. “Y así empecé, yendo y viniendo, hasta que después me radiqué en Posadas para estar más cerca”, apunta.

Parque temático

Hoy, en su apostadero de Nemesio Parma, el Roque Sáenz Peña es el que parece mejor conservado, aunque Analía Colazo asegura que las apariencias engañan y que, en realidad, es su mellizo, el Ezequiel Ramos Mejía, el que mejor se mantiene a flote.

La escena sugiere todo lo contrario. El óxido parece haberse apoderado por completo del Ramos Mejía, que, además, perdió totalmente el puente de mando y exhibe parte de su estructura convertida en un amasijo de hierros retorcidos.

Su mellizo, el Roque, en cambio, conserva resabios de la pintura que lucía cuando ambos buques estaban amarrados en la costanera de Posadas, donde hoy se ubica la plazoleta que rinde homenaje al Papa Juan Pablo II.

La época del restaurante y el museo a bordo del Roque Sáenz Peña.

En aquel entonces, en la cubierta del Roque funcionaba un restaurante, que llegó a ser muy concurrido, y en su interior albergaba una extraordinaria muestra de maquetas a escala de joyas ferroviarias de todos los tiempos. Un nombre sobresalía en aquel entonces: el arquitecto Narciso Aguilar, fallecido en 2010.

En 2014, fueron declarados Patrimonio Histórico Provincial y Fluvial, y Bien Histórico Nacional, en 2021, por ambas cámaras del Congreso.

Sin embargo, nada se hizo por ponerlos en valor. “El tema es que se requiere una gran inversión”, señala Analía Colazo, que a través de su fundación presentó a la Secretaría de Transporte de la Nación un proyecto para extraer los buques del agua y montar en el predio de la estación de Miguel Lanús un parque temático ferroviario.

Analía Colazo Bidegain, ex ferroviaria y presidente del Ferroclub Nordeste.

“La idea es sacarlos del agua y mediante un convenio con las escuelas técnicas reparar el caso y recrear una laguna para que la gente que no conoció pueda conocer esta parte tan importante de la historia de Misiones”, explica Analía.

Según dice, luego de la asunción de las nuevas autoridades en diciembre pasado, volvió a entrevistarse con la cartera de Transporte del gobierno de Javier Milei y le comunicaron que “no hay intención de hacer nada”.

El hundimiento

En 2019, se hundieron en el mismo lugar donde se encuentran hoy. Reflotarlos, implicó la intervención de un equipo de buzos y técnicos navales que trabajaron durante tres días, dentro y fuera de las embarcaciones, soldando fisuras del casco y desagotando agua con bombas de achique que no pararon nunca.

Desde entonces, descansan ahí, amarrados en una orilla olvidada, a una veintena de kilómetros de la parte del río donde una vez brillaron y se convirtieron en leyenda.

Para cualquiera que no conozca su historia son nada más que un par de despojos oxidados esperando lo inevitable en un recodo alejado, como conveniente, del escrutinio público.

Los ferrobarcos se balancean en las aguas de Nemesio Parma, soportando estoicos el implacable paso del tiempo, como dos hermanos condenados que aguardan, pacientes, el hachazo final del verdugo.

 


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Juanfer Quintero pagó la operación de cataratas a un misionero

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Pedro, un misionero de 56 años con síndrome de down conocido como “Papi” en el paraje Yacutinga, necesita una operación para recuperar la visión que perdió hace unos seis meses. En las últimas horas, su historia se viralizó en las redes sociales hasta llegar al jugador colombiano Juan Fernando Quinteros (Juanfer), quien decidió enviar los fondos para que Papi se opere.

Todo comenzó con un video que difundió José Pisak en su cuenta de Instagram contando un poco la situación en la que se encuentra el “fanático incondicional” del Club Atlético River Plate.

“Lamentablemente, (Papi) tiene cataratas en ambos ojos y necesita operarse lo antes posible. Cada operación cuesta $1.300.000 y por eso estamos pidiendo la ayuda de todos”, explicó José Pisak en un posteo que acompañó con un video de Papi para que sus seguidores lo conozcan.

A lo que añadió: “Hace más de 6 meses que Papi no ve, cualquier colaboración es bienvenida para que pueda recuperar la vista y seguir disfrutando de su vida y de su pasión por River”.

El audiovisual recorrió las redes acogiendo todo tipo de comentarios de solidaridad de los internautas que querían aportar su granito de arena para ayudar a que Papi recupere la visión.

Sin embargo, el momento que sorprendió a todos, incluso al mismo José, fue el mensaje del exjugador de River, Juanfer: “Yo lo pago”, escribió y, en otro comentario, arrobó a una persona para que “cuadre” los detalles para enviar los fondos que cubrirían la costosa cirugía.

Al comentario del jugador de fútbol, José, un fanático más del Millonario, contestó: “No puedo creer que hayas visto esto. Sos gigante. Gracias”.

Tras comunicarse con la persona que Juanfer le indicó y con el correr de las horas, el joven que se hizo eco de la historia de Papi comunicó a través de sus historias de Instagram que el centrocampista y actual jugador de Racing giró el dinero con el cual se llevará a cabo la operación.

“Hoy a la mañana hizo la transferencia. Eso ya tiene todo la familia, la cuenta a la que se transfirió es directa de Papi. Ahora, sigue el segundo paso que es la fecha de la operación y volver a mirar a River, que es lo que más quiere”, celebró José.

 

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Menocchio Cue, el imperio caído

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Imposible adivinar lo que alguna vez fue. Todo alrededor fue pasto del tiempo. El complejo de lo que fuera el imperio yerbatero de los Menocchio en General Urquiza es hoy un conjunto de ruinosos edificios, mayormente devorados por la vegetación, que apenas traslucen algún despojo de la gloria perdida.

Tampoco hay testimonios dispuestos a enfrentar el miedo que todavía infunde el apellido que da nombre a esa postal de pueblo fantasma, que una implacable sucesión de acontecimientos convirtió en una especie de sitio maldito.

La sombra del más célebre de los asesinos misioneros, Luis Raúl Gusano Menocchio, que hoy cumple dos condenas a cadena perpetua en una cárcel patagónica, acecha en el imaginario de quienes deambulan entre las ruinas buscando algo útil que puedan arrancarle al olvido.

Lo que fuera la mayor y más moderna yerbatera de Misiones fue abandonada por los Menocchio a principios de los años ’80 del siglo pasado, cuando el padre del Gusano fue acusado de un megafraude contra la extinta Comisión Reguladora de la Producción y Comercialización de la Yerba Mate (Crym) y de haber estafado al Banco Nación por $12 millones de la época.

Los Menocchio abandonaron, raudamente, la provincia y se instalaron en Asunción, Paraguay, al amparo de la dictadura de Alfredo Stroessner, que transitaba por esos años la recta final de su reino de terror, y donde el mayor de los hijos del matrimonio se convertiría en el más frio y siniestro homicida que haya pisado jamás la tierra sin mal.

El complejo se remató en 1985, pero nunca recuperó la magnitud de los buenos viejos tiempos. En su época de esplendor supo tener 600 hectáreas de yerba, el más moderno de los secaderos, grandes depósitos de almacenaje, viviendas para el personal, que al cierre se contabilizaba en unos 400 trabajadores, y hasta un puerto propio.

Hoy, entre los oxidados silogismos de ruedas y poleas; los vidrios rotos, por donde se cuela el viento y el sol se infiltra para dibujar fantasmagóricas figuras; los depósitos, máquinas y hornos abandonados; y los mudos letreros que advierten sobre peligros pasados, solo avanza la telaraña y reina el silencio.

 


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