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Un año y medio de ataques a fondo contra la clase obrera

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Por: Aníbal “Tato” Zeretzki

@TatoZeretzkiPo

 

En este año y medio de mandato del presidente Milei asistimos a un ataque a fondo contra los derechos de los trabajadores de nuestro país a través de un conjunto leyes que por la magnitud del impacto que tendrán sobre las condiciones de trabajo constituyen una verdadera reforma constitucional.

La reforma laboral no es una “actualización” de convenios colectivos de trabajo obsoletos sino, al contrario, un retroceso en importantes derechos que fueron conquistados con décadas de luchas.

Se extiende el período de prueba hasta ocho meses, al cabo de los cuales te pueden rajar sin problemas; elimina el reconocimiento de la relación de dependencia (y con eso, de los derechos laborales) para los trabajadores de empresas de hasta cinco trabajadores, algo que va a incentivar más la tercerización en empresas subsidiarias; elimina la reinstalación en los casos de despidos antisindicales, toda una señal de ofensiva contra los activistas y delegados combativos en los lugares de trabajo; y abarata las indemnizaciones por despido, en un momento de fuerte recesión económica e industrial. Como también barre con las multas a las patronales que precarizan a sus trabajadores, “la ley es un llamado a que se siga contratando trabajadores sin registrar”, como denunció la diputada del Frente de Izquierda y el Partido Obrero Romina Del Plá.

La informalidad laboral alcanzó a 4 de cada 10 asalariados bajo el gobierno de Milei. A su vez, este prepara una reforma antiobrera en función de proyectar la ausencia de derechos que padece el sector no registrado hacia el conjunto de los trabajadores. Pretende convertir al país en una plataforma de mano de obra barata al servicio del lucro capitalista. El dato proviene de un informe elaborado por el Instituto Interdisciplinario de Economía Política (IIEP-UBA), en base a estadísticas oficiales, correspondiente al tercer trimestre 2024.

De allí se desprende que la tasa de informalidad laboral supera el promedio en el caso de las trabajadoras de casas particulares (76,3%), los obreros de la construcción (67,3%) y los empleados de comercio (47%).

Lo anterior muestra el fracaso que significó la política de otorgar incentivos patronales como aliciente para crear empleo formal: ni la reducción de aportes patronales consignado en el Plan Registradas redujo la informalidad en el servicio doméstico, como tampoco el reemplazo de las indemnizaciones por el fondo de cese laboral en el convenio de la Uocra contribuyó a generar puestos de trabajo de calidad en dicho rubro.

Semejante tasa de informalidad agrega preocupación sobre la decisión del gobierno de eliminar la moratoria previsional, negándoles el derecho a jubilarse a aquellos que no lograron reunir los años de aportes requeridos por culpa del fraude patronal, condenándolos a sobrevivir con una pensión de indigencia.

Los capitalistas se ahorran las contribuciones a la Seguridad Social de dos quintos de la fuerza de trabajo de Argentina. Además, retienen una mayor porción de la riqueza creada por los trabajadores pagándoles peores sueldos a quienes no están registrados. La brecha salarial entre los asalariados formales e informales asciende al 46%. En ese sentido, 40% de los trabajadores vive en hogares pobres, escala a 60% en los no registrados.

Esta realidad desmiente el discurso del gobierno y empresarios sobre que reducir las contribuciones patronales y flexibilizar los convenios colectivos permitiría mejorar los salarios. Los que no tienen acceso a aportes jubilatorios, vacaciones, licencias pagas y aguinaldo perciben los ingresos más bajos.

También se revela como falsa la premisa de que las inversiones decaen por culpa del supuestamente elevado costo laboral. Lo cierto es que este último se encuentra por el piso como resultado de la extensión del trabajo precario y la caída salarial, sin embargo, el índice de Inversión Bruta Interna Mensual (IBIM) cayó 17,1% interanual entre enero y noviembre 2024, según la consultora Orlando Ferreres.

Son argumentos falaces para justificar una reforma antiobrera que incremente la tasa de beneficio del capital.

El estudio citado describe que la informalidad laboral trepa al 75% en las empresas de hasta 5 empleados.
La Ley Bases borra la relación de dependencia en los establecimientos con hasta tres trabajadores, incorporando la figura del «colaborador», sin derechos de aguinaldo, vacaciones, enfermedad, licencias e indemnización, es decir, las condiciones básicas de la ley de contrato laboral.

La no registración es casi 5 puntos superior entre mujeres, dado que los puestos de trabajo con alta tasa de feminización son más precarios; deja en ridículo el negacionismo del gobierno respecto a la brecha de género.
A su turno, la informalidad escala al 64% entre la juventud y al 67% entre las mujeres jóvenes, específicamente.

La mitad de los jubilados cobra la mínima que, con el bono de $70.000, llega a $355.820, mientras la canasta básica de la tercera edad, calculada por la Defensoría de la Tercera Edad, se ubica en $1.200.000. Es decir, hoy una jubilación mínima, con aumento y todo representa casi la cuarta parte del costo de vida de un jubilado.
Las jubilaciones constituyeron el 19,2% del recorte total realizado por el Sector Público Nacional en 2024.

La Ley Bases pone fin de la presunción de existencia de relación laboral: se invierten las consideraciones al respecto, teniendo el trabajador que demostrar la naturaleza fraudulenta de una incorrecta registración. Así como se declara a ciertas actividades dudosas (prestación de servicios y de agencia, etc.) en el derecho civil y comercial y por fuera de las relaciones del trabajo. También se habilita el funcionamiento de “trabajadores independientes” con hasta 3 colaboradoras, en el régimen de monotributistas. Tras la reglamentación empezará a regir el nuevo “periodo de prueba”, pasando de los actuales 3 meses a un mínimo de 6 meses, pudiendo extenderse a 8 (empresas de seis a cien trabajadores) y 12 meses (empresas de hasta cinco trabajadores), lo que implica la consagración final de la inestabilidad laboral, siendo que “un año de trabajo” no implica ningún periodo de “prueba”. Esto exime a las patronales del pago de indemnización por antigüedad, preaviso e integración del mes.

Entre los ítems más esperados por patronales, se habilita el despido “con justa causa” ante medidas sindicales que puedan ser consideradas como “bloqueos o tomas de establecimientos” o la afectación de la “libertad de trabajo” de otros empleados, lo que otorga amplias facultades discrecionales a los capitalistas.

Incluso se faculta a las patronales al despido discriminatorio (algo prohibido por tratados internacionales) con un sobrecargo de entre 50 y 100% de la indemnización por antigüedad: con plata se puede discriminar.

La reglamentación también daría lugar a que patronales y burocracia sindical pacten reformas en los convenios colectivos para incorporar el Fondo de Cese Laboral en remplazo del actual régimen indemnizatorio

En la provincia de Misiones la situación del conjunto de los trabajadores es de las peores del país en términos salariales y en las condiciones laborales. Mientras el promedio nacional del salario bruto es de $1.049.781, en nuestra provincia es un 37% inferior a esta cifra. Además, la informalidad laboral está mucho más extendida que en otras provincias, sin mencionar el enorme grado de explotación que padecen quienes trabajan a destajo como los tareferos.

Todos los partidos políticos patronales coinciden en una reforma laboral flexibilizadora; desde el PRO, UCR, peronismo dialoguista, fuerzas provinciales como la Renovación hasta CFK se mostró a favor de avanzar en ese sentido. La CGT, en lugar enfrentarla, se sentó con el gobierno a negociar la reforma laboral a cambio de excluir de la ley los articulados que afectan a sus cajas. El único sector político que enfrentó este ataque desde el inicio fue el Frente de Izquierda y los trabajadores que integra el Partido Obrero movilizándose junto a los trabajadores, estudiantes y jubilados.

En ese sentido el FMI exige reformas sustanciales –el gobierno se comprometió a ello- como la previsional, que prevé el aumento de edad jubilatoria, la eliminación de los regímenes especiales, el doble beneficio de las pensiones, la privatización de las jubilaciones y la imposibilidad para quienes no tienen los aportes completos de jubilarse, esto en un país donde el trabajo informal supera el 42%; como la reforma laboral que va contra las indemnizaciones, por una mayor flexibilidad como la aplicación del “banco de horas” que convierte las horas extras en horas normales, etc.; como el régimen tributario que busca un mayor gravamen sobre los trabajadores, y que ya una resolución aumenta lo que pagan 2.500.000 de monotributistas, etc.

Este ataque contra la inmensa mayoría del pueblo y todos los trabajadores está planteado luego del mazazo que significó el ajuste brutal que ya efectuó la motosierra de Milei y los gobernadores, ahora afilada por el FMI para ir más a fondo.

La avanzada del gobierno de Milei y los gobernadores contra los trabajadores da lugar a un envalentonamiento de las patronales por medio de despidos, suspensiones y extorsiones y presiones sobre los trabajadores.

La reglamentación de esta normativa antiobrera deja sin ningún beneficio para los trabajadores y la población en general, siendo estos perjudicados por la pérdida significativa de derechos y conquistas laborales y por la imposición de un régimen de precarización y flexibilización laboral a imagen y semejanza de las pretensiones patronales. Derrotemos esta orientación contraria a los trabajadores, con la organización independiente, con la huelga general contra Milei y los gobernadores.

*Aníbal “Tato” Zeretzki candidato a diputado provincial del Partido Obrero. 

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La Triple Frontera, la droga y mi hijo: historias cruzadas

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Por: Fernando Oz

@F_ortegazabala

El jueves, antes del mediodía, mi hijo mayor intentó quitarse la vida dentro de un cajero automático, a metros de la puerta de la Cámara de Diputados de la provincia de Misiones. No es la primera vez; esta vez buscó un lugar donde pudiera ser visto por todos, al encontrarse con los “no” de un padre que lo ama profundamente y sigue al pie, pese al dolor, las reglas y consignas de un plan de desintoxicación que permitirá que recupere su vida. Me lo había anunciado él mismo la noche que decidió abandonar el centro de tratamiento de adicciones en el que se encontraba internado desde hacía casi ocho meses. No le creí; automáticamente pensé que era una estrategia de manipulación.

Tiene veinticinco años y comenzó a consumir drogas a los diecisiete para tapar el dolor de no sentirse lo suficientemente amado. Su situación empeoró de manera exponencial cuando empezó a consumir ‘pedra’, una mezcla de lo peor del estiramiento de la cocaína con bicarbonato de sodio, pastillas y cualquier sustancia alcalina: un arma química que viene destruyendo la vida de cientos de jóvenes.

La pedra surgió en las cocinas de las favelas de Brasil, donde se procesa parte de la cocaína que llega de Bolivia. Luego saltó a Paraguay con mucha rapidez y cruzó a nuestro país a principios del nuevo siglo. Se consume en pequeños cristales que se calientan con una pipa; es de acción inmediata. En Misiones se consigue en cualquier lado y es sumamente dañina. Es el crack de la Sudamérica pobre.

La única vez que tuve un trozo de pedra en la mano fue exactamente hace veinticinco años: color hueso tirando a amarillo, de unos tres centímetros de diámetro. Me la dejó examinar el jefe de un procedimiento antinarcóticos que realizó la policía federal de Brasil en una gomería que estaba a pocas cuadras del Puente Internacional de la Amistad, que une la localidad brasileña de Foz do Iguaçu con la paraguaya Ciudad del Este.

Sé que en algún lugar tengo las fotos que tomé aquel día. Tenía veinticuatro años, una carrera universitaria inconclusa y un hijo que comenzaba a gatear. Por la mañana era movilero de una radio de la turística ciudad de Puerto Iguazú y por la tarde escribía para el mejor postor; no me importaba si debía hacer artículos para revistas de hotelería, poemas para referentes culturales o discursos políticos. Había llegado a la frontera un año antes y tenía experiencia en el oficio: guardias nocturnas para Edgardo Miller durante el caso del asesinato de José Luis Cabezas; asistente de tercera de la producción de Mauro Viale; una temporada de tres meses como pasante en la agencia DYN, y trabajos similares.

Mientras Homero aprendía a caminar, su padre exploraba la Triple Frontera con una cámara y un anotador. Lo apodé así apenas nació, en honor al presunto autor de la Ilíada y la Odisea, dos obras que me acompañan desde mediados de la adolescencia. Pero se llama igual que yo. Aquella fue una buena temporada: publiqué mucho; recuerdo un fotoreportaje sobre tráfico de armas que hice para la revista Veja y una foto que tomé en medio del Puente de la Amistad, que fue tapa de La Nación, en un artículo sobre contrabando en la región y lo había escrito Jorge Camarasa.

Ahora, mientras escribo estas líneas, me viene a la mente que en el celular guardo unas fotos de un artículo titulado “Las rutas de la droga”, publicado el 25 de febrero de 2001 en el diario Primera Edición. Miren lo que escribí en el último párrafo: “Los hechos han demostrado que la educación, la prevención y el continuo tratamiento quedaron olvidados en toda política antidroga”.

Lo que trato de decirles, tal vez de manera errática, es que la mayor parte de mis veintinueve años de periodista los pasé escribiendo en medios provinciales, nacionales e internacionales historias de contrabandistas, narcos y redes dedicadas al crimen transnacional. Conozco los pasos fronterizos más picantes del país; navegué los ríos Paraná, Iguazú y Uruguay en las embarcaciones que se imaginen; en Santiago del Estero vi caer la famosa lluvia blanca y en Salta observé cómo operaban los radares Rasit mientras las avionetas cargadas de cocaína volaban sobre las cabezas de los operadores militares. Pero nada de eso me sirvió como padre.

En 2018, mientras Homero jugaba con la permeabilidad de las fronteras y comenzaba a consumir cocaína, escribí para la editorial Penguin Random House mi primer libro: “Historia del contrabando en la Argentina: de la aduana del virreinato a la mafia de los contenedores”. No lo hice solo; me guió Mauro Federico, también autor y sin dudas uno de los periodistas argentinos que más investigó sobre la problemática del narcotráfico y el crimen organizado en Latinoamérica. Después escribí otro libro que no estaba muy lejos de la misma temática –“La industria del Humo”– y decenas de artículos. También hablé en universidades, en empresas de seguridad, en organismos del Estado; hasta hubo presidentes de compañías internacionales que me llamaron para que los asesorara sobre cuestiones de seguridad en la hidrovía Paraguay-Paraná. Pero nada de eso me sirvió como padre.

Mientras el arriba firmante se convertía en una suerte de especialista en redes de contrabando y crimen transnacional, y tomaba cafés con ministros, jueces, fiscales, espías, uniformados de todas las fuerzas de seguridad habidas y por haber, con abogados de los buenos y de los malos; en fin, mientras todo eso sucedía, mi hijo se encontraba en plena carrera, del otro lado de la frontera, detrás de la pedra.

La última vez que salí de cacería por la Triple Frontera fue hace tres semanas; Homero todavía no se había escapado del centro terapéutico. Hacía unos cuatro años que no iba en ese plan para aquella zona; fui con Nehuen Rovediello, un fotoperiodista y amigo que ya publicó en New York y ahora trabaja para la agencia de noticias EFE. La foto que ilustra este doloroso texto la tomé a las pocas horas de llegar a Puerto Iguazú, en el área de las 2.000 hectáreas, sobre el Paraná: doce paseros sobre una lancha cargados de contrabando. Mientras tomaba la foto, al lado había dos “soldaditos” comunicando por celular la presencia de dos tipos extraños con cámaras enormes. Fue todo cuestión de segundos; nos fuimos apenas llegó una moto al lugar. Hace un tiempo atrás, cualquiera de esos dos jóvenes podría haber sido mi hijo.

Lo que trato de explicarles, de manera desordenada y con un dolor que estruja el alma, es que no la vi venir y, cuando las alarmas se encendieron, no presté la suficiente atención. La narcocriminalidad avanza por todo el país de manera acelerada y la problemática de las adicciones es mucho más compleja de lo que se cree.

Los centros de atención para adictos no dan abasto, los suicidios aumentan, los ajustes de cuentas entre las bandas narcos se vuelven más encarnizados y el Estado pone parches en la frontera con efectivos mal pagos, chalecos balísticos vencidos y sin el personal suficiente ni para poder cubrir los puestos de una patrulla bien dormida. Y, frente a semejante flagelo, la sociedad parece estar perdiendo, a veces por ignorancia, otras por simple impotencia o apatía.

Ya lo había escrito y lo seguiré haciendo: el narcotráfico se combate con más educación, prevención y el continuo tratamiento de la problemática. Mi hijo está librando su propia batalla y estoy su lado, esperando que Ulises regrese a Ítaca.

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Espejos rotos: La Generación Z avanza sin pedir permiso

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Por: Fernando Oz

@F_ortegazabala

Un profesor de Ciencias Políticas nos dijo una vez que “hay generaciones que nacen para obedecer, y otras, para preguntarse por qué deberían hacerlo”. No me la olvidé nunca, estaba en quinto año de un liceo militar; Gastón Toledo Dumenieu, el docente. A partir de ese momento comencé a preguntarme por qué debería hacerlo, sé que no fui muy precoz que digamos. Recordé el asunto veinticuatro horas antes de las elecciones del domingo pasado, cuando un veterano operador político, culto, todoterreno, de élite, me decía que el futuro del país se encontraba en manos de la Generación Z, ese magma efervescente de jóvenes nacidos entre mediados de los noventa y principios de la segunda década del siglo XXI.

Irrumpieron en la escena global como una tromba que no pide permiso, solo avanza. La primera vez que los vi en acción fue en 2019 en las revueltas en Chile. Fueron los alumnos secundarios quienes en octubre de ese año decidieron saltar los molinetes de las líneas del metro de Santiago de Chile para evitar pagar el aumento del pasaje que había autorizado el gobierno.

Una semana antes, el entonces presidente Enrique Piñera había anunciado un proyecto de reducción de la jornada laboral y flexibilización. En la opinión pública aumentaba el descontento contra diferentes medidas del gobierno, como por ejemplo la iniciativa que permitía el control policial en la vía pública a partir de los 16 años y el manejo de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), otra de las herencias de la dictadura de Augusto Pinochet. En pocos días las protestas aumentaron, hubo incidentes con los carabineros en las estaciones y vagones incendiados.

Las redes sociales cumplieron un rol fundamental en las convocatorias, #EvasiónMasiva fue el hashtag con el que inició todo. Así había estallado, unos años antes, el polvorín de la Primavera Árabe. El conflicto derivó en gigantescas manifestaciones en todo el país cordillerano, los reclamos de índole social se sumaron y en menos de un mes miles de personas salían a las calles pidiendo el cambio de la Constitución aprobada durante la dictadura y un cambio de modelo económico, todos al grito de “Chile despertó”. (Les dejo una reportaje que hice después de dos coberturas en el terreno).

Después los vi en otros sitos. No es casualidad ni capricho del mercado de etiquetas: es el resultado de un mundo que les explota en la cara y les exige respuestas, aunque muchas veces solo puedan ofrecer preguntas. En el Cantón, el electorado de los sub treinta se convirtió en un actor fundamental de la vida política y lo viene demostrando, maneja su voto con suma libertad, por fuera de las estructuras partidarias, y de los antojos de los medios de comunicación tradicionales.

Muchas veces me reconozco en ellos cuando lanzan ese sudor mezcla de vértigo y cinismo: han crecido con la promesa de una globalización idílica que nunca llegó, con la tecnología como prótesis existencial, y con un planeta al borde del colapso climático y social. Son herederos involuntarios de la incertidumbre y, al mismo tiempo, protagonistas de una revuelta silenciosa —y a veces, estridente— que sacude las plazas reales y virtuales.

Hay quienes los retratan de una manera demasiado negativa, los minimizan. La Generación Z es el resultado de la hiperconectividad. No conciben el mundo sin la mediación de una pantalla, ni el diálogo sin memes, emojis o la inmediatez de lo efímero. Sus manías rozan la frontera de la obsesión: la multitarea como religión, la búsqueda constante de validación en redes y la ansiedad por no pertenecer. Pero también, aunque les cueste admitirlo, una nostalgia precoz por lo que jamás vivieron.

Son impacientes, sí. Pero también desconfiados. Se indignan con facilidad, denuncian los dobleces de las generaciones precedentes y, sin embargo, a veces pecan de un idealismo ingenuo que los deja a merced del cinismo adulto. Han aprendido a sospechar de todo —políticos, empresas, medios— y a diseñar sus propios códigos morales, aunque sean cambiantes y contradictorios. Les aterra la irrelevancia, pero más aún el silencio.

Sin embargo, nadie puede negar que la Generación Z ha puesto el cuerpo en las calles y el alma en las redes. Desde Hong Kong, donde jóvenes se enfrentan a un dragón estatal que no tolera disidencias, hasta Chile, Colombia, Nigeria o Francia, la marea de protestas tiene un denominador común: el hartazgo. Un hartazgo que no siempre sabe articularse en demandas concretas, pero que deja claro que el mundo, tal como lo conocieron sus padres, no les sirve.

Las movilizaciones, a menudo espontáneas y descentralizadas, son síntoma de una crisis más profunda: la desconfianza radical en los relatos oficiales, la fatiga ante la inequidad, la sensación de que las promesas de progreso han sido, en el mejor de los casos, cuentos para dormir adultos.

Si algo distingue a la Generación Z es la capacidad de convertir una chispa local en incendio global. Basta un video, una consigna viral, para que la revuelta se multiplique en cuestión de horas. Las protestas en Perú “toman color cuando interviene Generación Z”, así me lo señalo Ana, una colega peruana con la que compartí unos días durante las revueltas en Lima cuando tomó el poder Dina Boluarte, destituida hace unas semanas (acá les dejo unas fotos de esas jornadas).

Me gusta observarlos, los siento cerca, son una rebelión digital que entre memes y barricadas hacen temblar a gobiernos, mercados, sistemas. La organización horizontal es su bandera y su condena: nadie manda, todos influyen. La democracia digital, a golpe de hashtag, es tan poderosa como volátil. Aquí, el liderazgo es efímero; hoy tuiteás, mañana te olvidan. Pero no es menor el poder de las imágenes, los relatos fragmentados, el recurso de la ironía y la parodia para resistir y señalar. Las redes sociales han convertido a los jóvenes en emisores y receptores simultáneos de consignas, en jueces y parte, en generadores de sentido y ruido.

Pero ya les digo, esta misma horizontalidad es su talón de Aquiles: la dispersión, la falta de objetivos comunes, la tentación de la performatividad sobre el compromiso real. La Generación Z protesta más rápido de lo que reflexiona, y a veces, cuando el algoritmo cambia, la indignación se licua y la inercia vuelve a vencer.

En Argentina, el fenómeno todavía se desarrolla entre el escepticismo y la fascinación. La última vez que vi ondear la bandera que los representa en todas las latitudes, fue durante la marcha de septiembre al Congreso contra los vetos de Javier Milei. La juventud en el país enfrenta desafíos propios: inflación, incertidumbre política, descrédito institucional, racimos de pobreza y violencia. Pero también una historia de movilizaciones estudiantiles, de tradiciones de rebeldía y resiliencia. La pregunta ya no es si la Generación Z argentina saldrá a la calle, sino cuándo y bajo qué banderas.

¿Será esta juventud capaz de transformar la queja en proyecto, la protesta en propuesta? El riesgo está a la vista: que la rebeldía termine en nihilismo, en cinismo precoz o en huida masiva al extranjero. Pero también existe la posibilidad —remota, pero no imposible— de que la Generación Z local aporte creatividad, frescura y audacia a una sociedad anquilosada y temerosa.

Lo saben, pero hay que insistir: La educación es la clave. La batalla por el futuro no se juega (solo) en las calles ni en las redes, sino en las aulas. En esta coyuntura, la educación deja de ser un tema más de agenda para convertirse en cuestión de Estado. No se trata de transmitir datos, sino de enseñar a pensar críticamente, de fomentar la curiosidad, la empatía y la capacidad de dialogar. De nada sirven las tablets ni los laboratorios robóticos si no hay un propósito, si la escuela no forma ciudadanos capaces de navegar la complejidad, de discernir entre información y propaganda, de construir consensos y sostener desacuerdos.

La Generación Z necesita menos respuestas prefabricadas y más preguntas inteligentes. Y la sociedad, si aspira a sobrevivir al vendaval, debe invertir en una educación que no sea mero trámite, sino auténtica provocación intelectual.

Las élites políticas, empresariales y culturales harían bien en mirar a la Generación Z no como amenaza, sino como advertencia. Ignorar sus demandas, ridiculizar sus manías o minimizar su capacidad de coordinación es esa clases de errores que la historia no suele perdonar. El futuro en el Cantón y en el resto del país y del mundo se juega en la capacidad de entender a estos jóvenes, de tender puentes, de abrir espacios de diálogo real y de apostar por una educación transformadora.

Porque, si algo nos enseña la historia —y los espejos rotos del presente— es que la juventud, tarde o temprano, termina tomando la palabra. Y cuando eso sucede, más vale estar preparados para escuchar.

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El voto independiente frente a la tempestad Nacional

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Por: Fernando Oz

@F_ortegazabala

Si algo enseñan las buenas novelas, es que los personajes más memorables son los que sobreviven al naufragio. No hablamos del héroe bellamente vestido ni del villano de manual, sino del tipo más bien común, el que se despierta en medio del temporal, con el agua hasta la cintura y el cielo desplomándose y, aun así, busca una tabla a la que aferrarse.

Así está hoy el electorado independiente argentino: mirando de reojo el horizonte, sabiendo que la tormenta no amaina y que la salvación, si llega, no vendrá de los dioses ni de las gestas lejanas, sino de la madera que uno encuentra bajo los pies, de la barricada levantada al borde de la propia vereda. No me digan que no es así.

La política argentina, convengamos, se ha convertido en una novela negra donde el misterio ya no es quién robó, sino cómo sobrevivir al saqueo del ladrón de turno. El panorama no es bueno, pero no quiero ser tremendista. La inflación encubierta devora los ahorros y la esperanza, promesas de crecimiento que se diluyen al sol como tinta barata, y gobiernos que, en vez de gestionar nuestros recursos, parecen más empeñados en timbear en apuestas virtuales nuestro presente. El país entero se ha vuelto escenario de zozobra, donde el ciudadano –hastiado de discursos huecos y ajustes interminables– descubre, no sin cierta amargura, que el poder central es tan ajeno como la Luna y que la solución, si existe, debe buscarse en otro lado.

Es aquí, en medio de ese desengaño perpetuo, donde surge el localismo –territorialismo–, como refugio. No es nostalgia ni provincialismo trasnochado; es supervivencia pura. Tomemos el ejemplo de Misiones: mientras en el Congreso de la Nación discuten leyes que nunca llegan a la frontera, la provincia no deja de hacer un gran esfuerzo por proteger su monte nativo, invertir en salud y educación, paliar las consecuencias de las asimetrías creando programas como “Ahora Misiones” o la zona franca que amortiguan el golpe inflacionario y sostienen el comercio local.

La gestión, lejos de ser anécdota menor, se convierte en acto de resistencia. Frente a la tormenta nacional, la provincia construye su propio paraguas, remendado quizás, pero firme.

El votante independiente argentino es, por definición, desconfiado y obstinado, pero con riesgo de ser indolente e indiferente. Suelen rechazar las etiquetas fáciles y desconfiar de los slogans que prometen el oro y el moro, pero también eligen mirar al costado mientras el agua todavía no le llega al cuello. No exige milagros, pero sí resultados; no pide épica, sino eficacia. Lo suyo no es resignación, es exigencia: quiere tener la tranquilidad de que la ambulancia llega a tiempo, la escuela con maestros en el aula, el comercio creciendo pese a la embestida de las impiadosas leyes del mercado mundial. Su motivación es pragmática y su compromiso, silencioso pero tenaz.

Ahora viene la pregunta que importa: ¿por qué el territorialismo es la mejor opción para este electorado errante? Porque, en un país donde las soluciones nacionales se han vuelto espejismos, apoyar a quienes defienden intereses concretos es el acto más lúcido de rebeldía. El localismo no es mirar el mundo desde el ombligo; es entender que la dignidad política empieza en la esquina, en la plaza, en el club de barrio. Es apostar por la gestión de lo propio, por la defensa de lo cercano, por el control sobre lo que afecta la vida diaria. Apoyar al dirigente local que pone la jeta por los vecinos es mucho más real que aferrarse a promesas que pululan en redes sociales, pero nunca cruzan la General Paz.

Este fenómeno no es sólo argentino. En un mundo sacudido por crisis globales, pandemias, guerras y mercados que se desploman a la velocidad de un tweet, el localismo emerge como refugio universal. Desde pequeños municipios europeos que reinventan sus economías tras la caída del turismo, hasta comunidades rurales estadounidenses que se organizan para sobrevivir a los vaivenes federales, la defensa de lo propio ha demostrado ser el último bastión con sentido común. No se trata de encierro, sino de resiliencia: quien cuida su entorno, protege su futuro.

El votante independiente, entonces, enfrenta una elección que va más allá de la coyuntura. Votar por el localismo es resistir el abandono centralista, es reivindicar la soberanía cotidiana, es rechazar la resignación y exigir resultados palpables. Es, en última instancia, defender la dignidad en tiempos de incertidumbre, levantar la cabeza y decir: aquí mando yo, aquí decido yo, aquí cuido yo. Porque, como bien saben los personajes de las grandes novelas, la tabla salvadora nunca viene del cielo, sino de lo que uno construye con sus propias manos. Y en la Argentina de hoy, esa construcción empieza en la puerta de casa, en la asamblea del barrio, en el voto que defiende lo propio.

En un país que parece empeñado en autoboicotear su futuro, el votante independiente tiene la oportunidad y la responsabilidad de ejercer el voto como acto de defensa personal y colectiva. No hay que dejarse arrastrar por la histeria nacional ni entregarse al desencanto. Hay que mirar hacia adentro, identificar quién defiende el interés local, quién conoce las calles y los problemas, quién se juega el pellejo en cada decisión. Defender lo propio no es un acto egoísta, sino la única estrategia posible cuando todo se derrumba. El misionerismo, hoy más que nunca, es el refugio inteligente del electorado independiente.

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