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El potencial olvidado: cómo los adultos mayores pueden transformar el empleo del futuro

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Por: Héctor Julio Franco

Cada vez que tengo la oportunidad de plasmar una idea en palabras escritas, intento cumplir con dos principios fundamentales: primero, que la idea no sea de implementación urgente, ya que el lenguaje escrito suele divorciarse de las prisas; y segundo, que sea una idea en construcción, capaz de generar más interrogantes que certezas.

Como jefe de la Agencia Territorial de Trabajo y Empleo de la provincia de Misiones, estoy convencido de que el futuro del empleo no se define exclusivamente por avances tecnológicos como la inteligencia artificial o la robótica, sino también por la capacidad de valorar aquello que hace únicos a los seres humanos. En este contexto, los adultos mayores poseen un potencial inmenso que merece ser reivindicado y aprovechado.

En un mundo donde las máquinas suplen la fuerza, la precisión y la automatización, las personas con experiencia acumulan un tipo de “inteligencia laboral” insustituible. Esta inteligencia se basa en habilidades prácticas y humanas como el juicio crítico, la capacidad de resolver problemas, el manejo de crisis, la comunicación interpersonal y el sentido común, atributos que ninguna máquina puede replicar.

El mercado laboral está cambiando: ya no se trata de fuerza, sino de estrategia, experiencia y capacidad para construir conexiones. Sin embargo, los adultos mayores, un grupo históricamente discriminado bajo el prejuicio de la “improductividad”, enfrentan grandes barreras para reintegrarse al mundo laboral. Es imperativo romper con estas concepciones y otorgarles un lugar protagónico en un modelo que no sólo los incluya, sino que los celebre.

La mentoría como un puente entre generaciones

En este marco, propongo un cambio de paradigma inspirado en ejemplos exitosos de otras partes del mundo. Países como España han implementado programas de mentoría donde jubilados experimentados guían y capacitan a las nuevas generaciones en diversas industrias. Esta dinámica, que podríamos llamar “pasantía inversa”, no busca que los adultos mayores se adapten a los jóvenes, sino que sean ellos quienes aporten su sabiduría y enseñanzas acumuladas.

La mentoría permite transferir conocimientos valiosos que no se enseñan en las universidades ni se programan en algoritmos. Los adultos mayores se convierten en referentes para los jóvenes, ayudándolos a comprender mejor las dinámicas laborales, a anticiparse a problemas complejos y a tomar decisiones estratégicas. Este intercambio intergeneracional no solo fortalece el tejido social, sino que también enriquece a ambas partes. En Estados Unidos, varias empresas líderes en tecnología han desarrollado programas de retorno laboral dirigidos a profesionales con experiencia que han estado fuera del mercado laboral durante un período. Estos programas buscan reintegrar a estos individuos, permitiéndoles compartir su conocimiento y mentorizar a empleados más jóvenes. A continuación, se detallan algunos ejemplos destacados:

  • Amazon Web Services (AWS) – Programa Returners

AWS ha implementado el programa “Returners”, una iniciativa diseñada para profesionales que han estado alejados del entorno laboral durante al menos dos años. Este programa ofrece pasantías remuneradas a tiempo completo, brindando a los participantes la oportunidad de actualizar sus habilidades y reintegrarse al mundo laboral. Muchos de estos ex trabajadores quienes tras una pausa en su carrera, se unen a una pasantía de ocho semanas en AWS son nuevamente contratados a tiempo completo.

  • Microsoft – Programa LEAP

Microsoft ofrece el programa “LEAP”, orientado a individuos que buscan reincorporarse al sector tecnológico. Aunque inicialmente se centraba en desarrolladores de software, el programa se ha ampliado para incluir otras disciplinas tecnológicas. LEAP proporciona una combinación de capacitación en el aula y experiencia práctica, facilitando la transición de los participantes de regreso al entorno laboral.

  • PayPal – Programa Recharge

PayPal ha desarrollado el programa “Recharge”, que se enfoca en profesionales de tecnología que han tomado un descanso en sus carreras y desean regresar al sector. Este programa ofrece pasantías remuneradas, capacitación y oportunidades de mentoría, permitiendo a los participantes actualizar sus habilidades y reintegrarse al entorno laboral.

Es obvio que estos ejemplos en el sector tecnológico de EEUU, si bien son pasantías tradicionales, se enfocan en un valor “pre adquirido” de los pasantes; ese valor es su experiencia.

En Colombia existen dos iniciativas de mentoría distintas: Mentors4u Colombia y Mentor Senior.

Mentors4u Colombia es una red de mentores que ayuda a estudiantes universitarios talentosos a desarrollar su potencial y a definir su proyecto de vida. Con más de 7 años de experiencia, han acompañado a más de 1.000 mentees y mentores en su desarrollo profesional, implementando más de 10 programas de mentoría en alianza con universidades, fundaciones y empresas.

Mentor Senior es una plataforma que facilita la conexión entre expertos mayores de 60 años y profesionales jóvenes, así como pequeñas y medianas empresas. Su objetivo es ofrecer asesoría remunerada por hora, actuando como intermediario para fomentar encuentros fructíferos y aprovechar el conocimiento acumulado durante décadas de experiencia.

Mientras que Mentors4u Colombia se enfoca en apoyar a estudiantes universitarios en su desarrollo profesional, Mentor Senior busca aprovechar la experiencia de los adultos mayores para asesorar a profesionales jóvenes y pymes. Ambas iniciativas contribuyen al intercambio intergeneracional de conocimientos en Colombia.

Este tipo de iniciativas no solo benefician a los profesionales que buscan reingresar al mercado laboral, sino que también enriquecen a las empresas al incorporar talento experimentado y diverso. Además, fomentan una cultura de aprendizaje continuo y mentoría, donde la experiencia de los adultos mayores se valora y se comparte con las generaciones más jóvenes.

En Argentina, hemos encontrado algunas iniciativas interesantes pero sólo en el sector privado, como la implementada por la Fundación Navarro Viola, quien en el año 2019 llevaron adelante una experiencia piloto en el que voluntarios mayores del Centro Argentino de Ingenieros acompañaron como mentores a estudiantes de ingeniería becados por la Fundación Williams durante su formación universitaria.

La implementación de iniciativas similares en otros contextos podría contribuir significativamente a la valorización de la “inteligencia laboral”de los adultos mayores, promoviendo un entorno laboral inclusivo y aprovechando el vasto caudal de conocimientos y experiencias que poseen.

Una propuesta para Argentina: La inteligencia laboral como política pública

En Argentina, podríamos implementar desde el sector público, un programa voluntario de mentoría para jubilados como una herramienta para potenciar tanto a las empresas como a las nuevas generaciones. Este programa podría:

  1. Reconocer el valor de la experiencia: Brindar a los adultos mayores un espacio donde su trayectoria sea valorada y aprovechada.
  2. Fomentar el trabajo intergeneracional: Generar un intercambio enriquecedor entre diferentes generaciones que fortalezca los vínculos laborales y sociales.
  3. Ofrecer formación cruzada: Incluir a los jubilados en capacitaciones tecnológicas básicas para facilitar su integración, mientras ellos aportan habilidades humanas esenciales.
  4. Promover el bienestar de los mentores: Brindarles un nuevo propósito, mejorando su calidad de vida al mantenerse activos y conectados.

Está comprobado también que los adultos mayores, especialmente los jubilados, cuando reclaman una jubilación digna o mayor reconocimiento, no solo piden recursos económicos, sino también ser valorados como miembros activos de la sociedad. Esto choca con una cultura que mide casi exclusivamente los beneficios económicos inmediatos, negándoles la oportunidad de “dar”. Tener un espacio donde puedan compartir su experiencia y conocimientos no solo es un acto de justicia, sino una forma de devolverles significado y dignidad.

Actualmente, existe un programa para mejorar la empleabilidad de personas entre 18 y 64 años, que brinda capacitación y entrenamiento laboral. Sin embargo, sería interesante comenzar a diseñar un programa que “empareje” generaciones, conectando a jóvenes desempleados (generalmente sin experiencia) con adultos mayores desempleados (con vasta experiencia en una misma área económica) en una dinámica de mentorías. Este intercambio, promovido por el Estado, permitiría a los jóvenes adquirir habilidades prácticas y aprender de experiencias reales, mientras los adultos mayores encuentran un propósito renovado al contribuir con su sabiduría y habilidades.

Esta iniciativa podría ser estudiada y analizada en el marco de políticas futuras de empleo, evaluando su viabilidad y el impacto positivo que podría generar. Es fundamental un diseño cuidadoso que garantice su efectividad, atendiendo tanto las necesidades de los adultos mayores como las del mercado laboral actual. Las Agencias Territoriales, y los Ministerios de Trabajo de las provincias, como promotoras del empleo, podría ser un actor clave en la construcción de este tipo de programa, identificando sectores estratégicos y articulando alianzas con el sector privado y público para su eventual implementación.

En este momento histórico, donde la tecnología avanza a pasos agigantados, debemos recordar que lo humano sigue siendo insustituible. La experiencia, el sentido común y las habilidades sociales que poseen los adultos mayores son un recurso invaluable que debe ser revalorizado. En tiempos en donde el acceso al conocimiento ya no es un problema, subsiste el problema de cómo utilizarlo, como filtrarlo para aplicarlo a una situación concreta, es lo que se conoce como “discernimiento” entendiéndose como la capacidad humana y solo humana de analizar, evaluar y diferenciar entre varias opciones, situaciones o ideas para tomar una decisión acertada o justa. Implica un proceso de reflexión, comprensión y juicio crítico para identificar lo que es correcto, adecuado o beneficioso en un contexto determinado.

Implementar un modelo de “inteligencia laboral” no solo enriquecerá a las nuevas generaciones, sino que también honrará el aporte de quienes ya dejaron su huella en el mercado laboral. Es tiempo de mirar hacia el futuro sin olvidar que el pasado, y quienes lo vivieron, tienen mucho más por ofrecer.

*Abogado. Jefe de la Agencia Territorial de la Secretaria de Trabajo, Empleo y Seguridad Social, dependiente del Ministerio de Capital Humano de la Nación.

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Argentina: La tragedia del endeudamiento y el cuento del tío

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Por: Fernando Oz

@F_ortegazabala

 

Hay días en los que uno se pregunta, entre el fastidio y la resignación, si la Argentina no será, después de todo, un laboratorio cruel donde se experimenta cuánto puede resistir un pueblo sin perder la esperanza. O al menos, la costumbre de esperar. Porque a esta altura, hablar de crisis económica es casi una tradición nacional: la repetimos cada tanto, como quien saca la vajilla de porcelana para recibir al FMI. Cambian los nombres, los tipos de cambio y los tecnócratas de turno, pero el libreto es el mismo: hay que pedir plata prestada, porque, en el fondo, no hay plan.

El salario mínimo argentino, ese mendigo que alguna vez se pavoneó entre los más altos de la región, hoy no resiste ni la comparación con sus vecinos pobres, ni hablemos de los ricos. Basta mirar a los costados para descubrir que incluso países, que solíamos mirar con indulgente superioridad, nos han adelantado en la maratón del poder adquisitivo.

Doscientos veinticinco dólares al mes: ésa es la paga con la que el país pretende alimentar sueños y soportar realidades. En el ranking latinoamericano, Argentina agoniza en el último sitio, superado incluso por Paraguay y Bolivia, naciones que hasta hace poco eran motivo de chistes fáciles en alguna sobremesa porteña.

La evolución del salario real ha sido, por decirlo con elegancia, una pendiente resbaladiza hacia el abismo. Números concretos: el sueldo alcanza cada vez menos. Comprar lo básico se ha vuelto un ejercicio de creatividad y resignación. Los tickets de supermercado se parecen a la lista de compras de un europeo, pero con los precios de Suiza y el bolsillo de Zimbabue. El obrero, el empleado, el docente, el comerciante: todos ven cómo su esfuerzo se esfuma en una danza macabra de inflación y tarifas. Mientras tanto, los funcionarios de turno siguen ajustando el relato, nunca su cinturón.

No hay margen para la ironía cuando se cae un 34% del poder adquisitivo del salario mínimo entre noviembre de 2023 y septiembre de 2025, y un humillante 63% desde el pico de 2011. El salario mínimo de septiembre de este año es, para colmo, más bajo que el del año 2001, aquel umbral que nadie juró volver a cruzar.

En la Argentina de Javier Milei, los salarios del sector privado avanzaron apenas 1,4% en septiembre, y los del sector público un escuálido 1,1%, mientras la inflación del mes fue 2,1%. En lo que va del año, los ajustes parecen un mal chiste: 20,4% de aumento en el sector privado registrado, 23,9% en el público y 77% en el privado no registrado, frente a una inflación que devora cualquier intento de recomposición. Las paritarias, otrora símbolo de lucha obrera, hoy no son más que la crónica de una carrera perdida de antemano contra el costo de vida.

La inflación, ese monstruo que los economistas de salón prometen enterrar cada año, lleva cinco meses sin dar respiro. Octubre trajo un 2,3%, empujado por una suba similar en alimentos y bebidas, mientras la canasta básica para no ser pobre saltó un 3,1% y se ubicó por encima de 1,2 millones de pesos para una familia tipo. Es decir: ni siquiera viviendo del salario mínimo se llega a la línea de pobreza. La indigencia, por su parte, requiere 544.304 pesos mensuales. Pero aquí no termina la miseria: entre enero y octubre, los precios minoristas acumulan una suba del 24,8%, y la comparación interanual es aún más brutal, con un 31,3% de aumento. Detrás de cada decimal hay un plato menos, un medicamento que no se compra, una cuenta por pagar.

Pero el drama no termina ahí, claro. Porque el desempleo crece, la informalidad es el plan B —y a veces la única opción—, y la destrucción de puestos de trabajo es un goteo constante. No se trata sólo de números fríos: cada comercio que cierra, cada fábrica que apaga las máquinas es una historia que se parte en dos. Aquí no hay estadísticas abstractas, sino familias que dejan de pagar el alquiler, empleados que pasan de la incertidumbre al vacío, jóvenes que se preguntan si no será mejor probar suerte lejos, en alguna parte donde la palabra “futuro” signifique algo más que un acto de fe.

Hablar de desempleo es hurgar en la herida con datos fríos y oficiales. Al cierre del primer semestre, el 7,6% de quienes buscaban trabajo no lo conseguía, cifra similar a la del año anterior, aunque la economía, dicen las planillas, creció un 6,1% acumulado. ¿Dónde está ese crecimiento? No en el salario, no en el empleo formal, no en los changarines de Misiones ni en los albañiles sin obra pública. Más de 200.000 puestos formales desaparecieron entre noviembre de 2023 y agosto de 2025, mientras la informalidad, ese viejo refugio, atrapa ya a casi la mitad de las personas trabajadoras. El “sálvese quien pueda” ha dejado de ser un eslogan para convertirse en política de Estado.

El drama social encuentra su repaso más crudo en la pobreza: 31,6% de la población, es decir, casi uno de cada tres argentinos, vive por debajo de esa línea, según el Indec. Y aunque lejos del 52,9% de 2024, la estadística es un consuelo mezquino para quienes deben elegir entre comer y pagar la luz. El endeudamiento familiar es moneda corriente: el 22,5% de los hogares de bajos ingresos pidió dinero a familiares o amigos para mantener el hogar, el 16,1% recurrió a bancos y el 14,2% a otras personas de su entorno. El 40,8% vendió pertenencias o usó ahorros para sobrevivir. La tarjeta de crédito dejó de ser un plástico para consumo y ahora es, literalmente, un salvavidas, aunque cada compra a cuotas es una piedra más en el cuello.

En el Cantón, la crisis no es un titular, comienza a ser una postal cotidiana. El cierre de comercios es visible en las avenidas de Posadas y las calles de cada localidad del interior al igual que los carteles de “se vende” que invaden la city, una clara prueba de liquidación de activos para la diaria. El turismo de frontera ya no salva, y el encarecimiento relativo frente a Paraguay y Brasil barre con las ventas. El comercio, uno de los motores del empleo privado, se achica, despide, reduce jornadas. La construcción, paralizada por la caída de la obra pública nacional, deja a miles de trabajadores y pequeñas empresas al borde del abismo. El productor yerbatero ve cómo la desregulación y la ausencia de política sectorial lo arrojan a la intemperie y las cooperativas apenas respiran, ahogadas por la deuda y la volatilidad de precios.

Las familias responden con ingenio y resistencia, pero la resiliencia tiene fecha de vencimiento. Los jubilados, otro colectivo golpeado, han perdido casi la mitad de su ya exiguo poder adquisitivo: la mínima, hoy, vale menos que hace un año y mucho menos que en noviembre de 2023. En un país envejecido, el envejecimiento es condena y la vejez, una carrera de obstáculos sin premio.

El Gobierno nacional responde con pronósticos de fantasía: la inflación, dicen, “va a desaparecer” en agosto de 2026; las reformas que no llegan serán el bálsamo que todo lo cure; la solución está en las bandas cambiarias y el aprendizaje social de que la inflación depende de la cantidad de dinero –no del dólar–, mientras el dólar sube y el miedo al próximo sacudón es el único índice que no afloja.

En este contexto, las provincias quedan atadas de pies y manos. No fijan política monetaria, no definen salarios, no manejan el tipo de cambio. Pero algunas, como Misiones, intentan amortiguar el golpe con lo que pueden: ferias, exposiciones productivas, rondas de negocios, créditos de supervivencia, pozos de agua en parajes rurales y pavimento en ciudades turísticas. Son gestos de dignidad, no soluciones estructurales. Sirven para que la crisis “no se sienta tanto”, pero no bastan para revertir el desastre.

Mientras el poder central juega a reducir el Estado a su mínima expresión, hay provincias que apuestan por un Estado presente, aunque sea con recursos limitados. La receta nacional, basada casi exclusivamente en ajuste y endeudamiento, deja a las mayorías a la intemperie. Aquí no hay épica, sólo sobrevivientes. Lo peor es acostumbrarse.

La salida no es más ajuste ni más mercado desregulado. Es, quizá, volver a mirar al interior, a quienes sostienen la producción y el empleo, a quienes defienden la dignidad aún sin plan. Porque la historia de la Argentina, ese país de talento y de tropiezos, merece algo mejor que la resignación y el endeudamiento eterno. Quizás algún día, cuando la paciencia se agote y la memoria pese más que la costumbre, dejemos de pedir milagros afuera y empecemos a exigir políticas que nos devuelvan el futuro.

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La Triple Frontera, la droga y mi hijo: historias cruzadas

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Por: Fernando Oz

@F_ortegazabala

El jueves, antes del mediodía, mi hijo mayor intentó quitarse la vida dentro de un cajero automático, a metros de la puerta de la Cámara de Diputados de la provincia de Misiones. No es la primera vez; esta vez buscó un lugar donde pudiera ser visto por todos, al encontrarse con los “no” de un padre que lo ama profundamente y sigue al pie, pese al dolor, las reglas y consignas de un plan de desintoxicación que permitirá que recupere su vida. Me lo había anunciado él mismo la noche que decidió abandonar el centro de tratamiento de adicciones en el que se encontraba internado desde hacía casi ocho meses. No le creí; automáticamente pensé que era una estrategia de manipulación.

Tiene veinticinco años y comenzó a consumir drogas a los diecisiete para tapar el dolor de no sentirse lo suficientemente amado. Su situación empeoró de manera exponencial cuando empezó a consumir ‘pedra’, una mezcla de lo peor del estiramiento de la cocaína con bicarbonato de sodio, pastillas y cualquier sustancia alcalina: un arma química que viene destruyendo la vida de cientos de jóvenes.

La pedra surgió en las cocinas de las favelas de Brasil, donde se procesa parte de la cocaína que llega de Bolivia. Luego saltó a Paraguay con mucha rapidez y cruzó a nuestro país a principios del nuevo siglo. Se consume en pequeños cristales que se calientan con una pipa; es de acción inmediata. En Misiones se consigue en cualquier lado y es sumamente dañina. Es el crack de la Sudamérica pobre.

La única vez que tuve un trozo de pedra en la mano fue exactamente hace veinticinco años: color hueso tirando a amarillo, de unos tres centímetros de diámetro. Me la dejó examinar el jefe de un procedimiento antinarcóticos que realizó la policía federal de Brasil en una gomería que estaba a pocas cuadras del Puente Internacional de la Amistad, que une la localidad brasileña de Foz do Iguaçu con la paraguaya Ciudad del Este.

Sé que en algún lugar tengo las fotos que tomé aquel día. Tenía veinticuatro años, una carrera universitaria inconclusa y un hijo que comenzaba a gatear. Por la mañana era movilero de una radio de la turística ciudad de Puerto Iguazú y por la tarde escribía para el mejor postor; no me importaba si debía hacer artículos para revistas de hotelería, poemas para referentes culturales o discursos políticos. Había llegado a la frontera un año antes y tenía experiencia en el oficio: guardias nocturnas para Edgardo Miller durante el caso del asesinato de José Luis Cabezas; asistente de tercera de la producción de Mauro Viale; una temporada de tres meses como pasante en la agencia DYN, y trabajos similares.

Mientras Homero aprendía a caminar, su padre exploraba la Triple Frontera con una cámara y un anotador. Lo apodé así apenas nació, en honor al presunto autor de la Ilíada y la Odisea, dos obras que me acompañan desde mediados de la adolescencia. Pero se llama igual que yo. Aquella fue una buena temporada: publiqué mucho; recuerdo un fotoreportaje sobre tráfico de armas que hice para la revista Veja y una foto que tomé en medio del Puente de la Amistad, que fue tapa de La Nación, en un artículo sobre contrabando en la región y lo había escrito Jorge Camarasa.

Ahora, mientras escribo estas líneas, me viene a la mente que en el celular guardo unas fotos de un artículo titulado “Las rutas de la droga”, publicado el 25 de febrero de 2001 en el diario Primera Edición. Miren lo que escribí en el último párrafo: “Los hechos han demostrado que la educación, la prevención y el continuo tratamiento quedaron olvidados en toda política antidroga”.

Lo que trato de decirles, tal vez de manera errática, es que la mayor parte de mis veintinueve años de periodista los pasé escribiendo en medios provinciales, nacionales e internacionales historias de contrabandistas, narcos y redes dedicadas al crimen transnacional. Conozco los pasos fronterizos más picantes del país; navegué los ríos Paraná, Iguazú y Uruguay en las embarcaciones que se imaginen; en Santiago del Estero vi caer la famosa lluvia blanca y en Salta observé cómo operaban los radares Rasit mientras las avionetas cargadas de cocaína volaban sobre las cabezas de los operadores militares. Pero nada de eso me sirvió como padre.

En 2018, mientras Homero jugaba con la permeabilidad de las fronteras y comenzaba a consumir cocaína, escribí para la editorial Penguin Random House mi primer libro: “Historia del contrabando en la Argentina: de la aduana del virreinato a la mafia de los contenedores”. No lo hice solo; me guió Mauro Federico, también autor y sin dudas uno de los periodistas argentinos que más investigó sobre la problemática del narcotráfico y el crimen organizado en Latinoamérica. Después escribí otro libro que no estaba muy lejos de la misma temática –“La industria del Humo”– y decenas de artículos. También hablé en universidades, en empresas de seguridad, en organismos del Estado; hasta hubo presidentes de compañías internacionales que me llamaron para que los asesorara sobre cuestiones de seguridad en la hidrovía Paraguay-Paraná. Pero nada de eso me sirvió como padre.

Mientras el arriba firmante se convertía en una suerte de especialista en redes de contrabando y crimen transnacional, y tomaba cafés con ministros, jueces, fiscales, espías, uniformados de todas las fuerzas de seguridad habidas y por haber, con abogados de los buenos y de los malos; en fin, mientras todo eso sucedía, mi hijo se encontraba en plena carrera, del otro lado de la frontera, detrás de la pedra.

La última vez que salí de cacería por la Triple Frontera fue hace tres semanas; Homero todavía no se había escapado del centro terapéutico. Hacía unos cuatro años que no iba en ese plan para aquella zona; fui con Nehuen Rovediello, un fotoperiodista y amigo que ya publicó en New York y ahora trabaja para la agencia de noticias EFE. La foto que ilustra este doloroso texto la tomé a las pocas horas de llegar a Puerto Iguazú, en el área de las 2.000 hectáreas, sobre el Paraná: doce paseros sobre una lancha cargados de contrabando. Mientras tomaba la foto, al lado había dos “soldaditos” comunicando por celular la presencia de dos tipos extraños con cámaras enormes. Fue todo cuestión de segundos; nos fuimos apenas llegó una moto al lugar. Hace un tiempo atrás, cualquiera de esos dos jóvenes podría haber sido mi hijo.

Lo que trato de explicarles, de manera desordenada y con un dolor que estruja el alma, es que no la vi venir y, cuando las alarmas se encendieron, no presté la suficiente atención. La narcocriminalidad avanza por todo el país de manera acelerada y la problemática de las adicciones es mucho más compleja de lo que se cree.

Los centros de atención para adictos no dan abasto, los suicidios aumentan, los ajustes de cuentas entre las bandas narcos se vuelven más encarnizados y el Estado pone parches en la frontera con efectivos mal pagos, chalecos balísticos vencidos y sin el personal suficiente ni para poder cubrir los puestos de una patrulla bien dormida. Y, frente a semejante flagelo, la sociedad parece estar perdiendo, a veces por ignorancia, otras por simple impotencia o apatía.

Ya lo había escrito y lo seguiré haciendo: el narcotráfico se combate con más educación, prevención y el continuo tratamiento de la problemática. Mi hijo está librando su propia batalla y estoy su lado, esperando que Ulises regrese a Ítaca.

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Espejos rotos: La Generación Z avanza sin pedir permiso

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Por: Fernando Oz

@F_ortegazabala

Un profesor de Ciencias Políticas nos dijo una vez que “hay generaciones que nacen para obedecer, y otras, para preguntarse por qué deberían hacerlo”. No me la olvidé nunca, estaba en quinto año de un liceo militar; Gastón Toledo Dumenieu, el docente. A partir de ese momento comencé a preguntarme por qué debería hacerlo, sé que no fui muy precoz que digamos. Recordé el asunto veinticuatro horas antes de las elecciones del domingo pasado, cuando un veterano operador político, culto, todoterreno, de élite, me decía que el futuro del país se encontraba en manos de la Generación Z, ese magma efervescente de jóvenes nacidos entre mediados de los noventa y principios de la segunda década del siglo XXI.

Irrumpieron en la escena global como una tromba que no pide permiso, solo avanza. La primera vez que los vi en acción fue en 2019 en las revueltas en Chile. Fueron los alumnos secundarios quienes en octubre de ese año decidieron saltar los molinetes de las líneas del metro de Santiago de Chile para evitar pagar el aumento del pasaje que había autorizado el gobierno.

Una semana antes, el entonces presidente Enrique Piñera había anunciado un proyecto de reducción de la jornada laboral y flexibilización. En la opinión pública aumentaba el descontento contra diferentes medidas del gobierno, como por ejemplo la iniciativa que permitía el control policial en la vía pública a partir de los 16 años y el manejo de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), otra de las herencias de la dictadura de Augusto Pinochet. En pocos días las protestas aumentaron, hubo incidentes con los carabineros en las estaciones y vagones incendiados.

Las redes sociales cumplieron un rol fundamental en las convocatorias, #EvasiónMasiva fue el hashtag con el que inició todo. Así había estallado, unos años antes, el polvorín de la Primavera Árabe. El conflicto derivó en gigantescas manifestaciones en todo el país cordillerano, los reclamos de índole social se sumaron y en menos de un mes miles de personas salían a las calles pidiendo el cambio de la Constitución aprobada durante la dictadura y un cambio de modelo económico, todos al grito de “Chile despertó”. (Les dejo una reportaje que hice después de dos coberturas en el terreno).

Después los vi en otros sitos. No es casualidad ni capricho del mercado de etiquetas: es el resultado de un mundo que les explota en la cara y les exige respuestas, aunque muchas veces solo puedan ofrecer preguntas. En el Cantón, el electorado de los sub treinta se convirtió en un actor fundamental de la vida política y lo viene demostrando, maneja su voto con suma libertad, por fuera de las estructuras partidarias, y de los antojos de los medios de comunicación tradicionales.

Muchas veces me reconozco en ellos cuando lanzan ese sudor mezcla de vértigo y cinismo: han crecido con la promesa de una globalización idílica que nunca llegó, con la tecnología como prótesis existencial, y con un planeta al borde del colapso climático y social. Son herederos involuntarios de la incertidumbre y, al mismo tiempo, protagonistas de una revuelta silenciosa —y a veces, estridente— que sacude las plazas reales y virtuales.

Hay quienes los retratan de una manera demasiado negativa, los minimizan. La Generación Z es el resultado de la hiperconectividad. No conciben el mundo sin la mediación de una pantalla, ni el diálogo sin memes, emojis o la inmediatez de lo efímero. Sus manías rozan la frontera de la obsesión: la multitarea como religión, la búsqueda constante de validación en redes y la ansiedad por no pertenecer. Pero también, aunque les cueste admitirlo, una nostalgia precoz por lo que jamás vivieron.

Son impacientes, sí. Pero también desconfiados. Se indignan con facilidad, denuncian los dobleces de las generaciones precedentes y, sin embargo, a veces pecan de un idealismo ingenuo que los deja a merced del cinismo adulto. Han aprendido a sospechar de todo —políticos, empresas, medios— y a diseñar sus propios códigos morales, aunque sean cambiantes y contradictorios. Les aterra la irrelevancia, pero más aún el silencio.

Sin embargo, nadie puede negar que la Generación Z ha puesto el cuerpo en las calles y el alma en las redes. Desde Hong Kong, donde jóvenes se enfrentan a un dragón estatal que no tolera disidencias, hasta Chile, Colombia, Nigeria o Francia, la marea de protestas tiene un denominador común: el hartazgo. Un hartazgo que no siempre sabe articularse en demandas concretas, pero que deja claro que el mundo, tal como lo conocieron sus padres, no les sirve.

Las movilizaciones, a menudo espontáneas y descentralizadas, son síntoma de una crisis más profunda: la desconfianza radical en los relatos oficiales, la fatiga ante la inequidad, la sensación de que las promesas de progreso han sido, en el mejor de los casos, cuentos para dormir adultos.

Si algo distingue a la Generación Z es la capacidad de convertir una chispa local en incendio global. Basta un video, una consigna viral, para que la revuelta se multiplique en cuestión de horas. Las protestas en Perú “toman color cuando interviene Generación Z”, así me lo señalo Ana, una colega peruana con la que compartí unos días durante las revueltas en Lima cuando tomó el poder Dina Boluarte, destituida hace unas semanas (acá les dejo unas fotos de esas jornadas).

Me gusta observarlos, los siento cerca, son una rebelión digital que entre memes y barricadas hacen temblar a gobiernos, mercados, sistemas. La organización horizontal es su bandera y su condena: nadie manda, todos influyen. La democracia digital, a golpe de hashtag, es tan poderosa como volátil. Aquí, el liderazgo es efímero; hoy tuiteás, mañana te olvidan. Pero no es menor el poder de las imágenes, los relatos fragmentados, el recurso de la ironía y la parodia para resistir y señalar. Las redes sociales han convertido a los jóvenes en emisores y receptores simultáneos de consignas, en jueces y parte, en generadores de sentido y ruido.

Pero ya les digo, esta misma horizontalidad es su talón de Aquiles: la dispersión, la falta de objetivos comunes, la tentación de la performatividad sobre el compromiso real. La Generación Z protesta más rápido de lo que reflexiona, y a veces, cuando el algoritmo cambia, la indignación se licua y la inercia vuelve a vencer.

En Argentina, el fenómeno todavía se desarrolla entre el escepticismo y la fascinación. La última vez que vi ondear la bandera que los representa en todas las latitudes, fue durante la marcha de septiembre al Congreso contra los vetos de Javier Milei. La juventud en el país enfrenta desafíos propios: inflación, incertidumbre política, descrédito institucional, racimos de pobreza y violencia. Pero también una historia de movilizaciones estudiantiles, de tradiciones de rebeldía y resiliencia. La pregunta ya no es si la Generación Z argentina saldrá a la calle, sino cuándo y bajo qué banderas.

¿Será esta juventud capaz de transformar la queja en proyecto, la protesta en propuesta? El riesgo está a la vista: que la rebeldía termine en nihilismo, en cinismo precoz o en huida masiva al extranjero. Pero también existe la posibilidad —remota, pero no imposible— de que la Generación Z local aporte creatividad, frescura y audacia a una sociedad anquilosada y temerosa.

Lo saben, pero hay que insistir: La educación es la clave. La batalla por el futuro no se juega (solo) en las calles ni en las redes, sino en las aulas. En esta coyuntura, la educación deja de ser un tema más de agenda para convertirse en cuestión de Estado. No se trata de transmitir datos, sino de enseñar a pensar críticamente, de fomentar la curiosidad, la empatía y la capacidad de dialogar. De nada sirven las tablets ni los laboratorios robóticos si no hay un propósito, si la escuela no forma ciudadanos capaces de navegar la complejidad, de discernir entre información y propaganda, de construir consensos y sostener desacuerdos.

La Generación Z necesita menos respuestas prefabricadas y más preguntas inteligentes. Y la sociedad, si aspira a sobrevivir al vendaval, debe invertir en una educación que no sea mero trámite, sino auténtica provocación intelectual.

Las élites políticas, empresariales y culturales harían bien en mirar a la Generación Z no como amenaza, sino como advertencia. Ignorar sus demandas, ridiculizar sus manías o minimizar su capacidad de coordinación es esa clases de errores que la historia no suele perdonar. El futuro en el Cantón y en el resto del país y del mundo se juega en la capacidad de entender a estos jóvenes, de tender puentes, de abrir espacios de diálogo real y de apostar por una educación transformadora.

Porque, si algo nos enseña la historia —y los espejos rotos del presente— es que la juventud, tarde o temprano, termina tomando la palabra. Y cuando eso sucede, más vale estar preparados para escuchar.

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