Opinión
Cuando los sueños y convicciones son fuertes, veinte minutos son suficientes
Por: Mario Matías Sebely
El título parece la letra de una canción, pero resume uno de los más grandes desafíos que me ha tocado enfrentar; donde la ansiedad de poder lograr el objetivo junto con la necesidad de concretar una gestión mediante la cual estaba (y estoy) seguro sería uno de los eslabones de crecimiento de nuestra ciudad, no era una opción, sino que tenía que ser una realidad.
Durante toda mi campaña hacia la intendencia les prometí a mis vecinos que el 7 de mayo de 2023 terminaban las elecciones y que el 8 salíamos a buscar ofertas universitarias que se instalen en Alem. Junto al equipo de trabajo, entendimos que uno de los ejes fundamentales para el desarrollo era justamente ése, el educativo.
El domingo 7 de mayo de 2023 miles de vecinos nos dijeron que sí y ganamos las elecciones con el desafío enorme de dejar atrás años de gobiernos que no tenían en sus agendas acciones que significaran el crecimiento de una ciudad a mediano y largo plazo. Debíamos empezar la era de la planificación y dejar atrás la de la improvisación: un gran desafío.
Como lo prometí, el 8 de mayo salí con mi carpeta bajo el brazo a golpear puertas, pedir reuniones, recorrer universidades públicas y privadas tratando de convencer a varios que venir a Alem, era una oportunidad para todos. Viajes a distintos lugares fueron una constante, pero tenía muchos puntos en contra y el principal era que solamente era un intendente electo que todavía le faltaban muchos meses para asumir y claro, el contexto nacional no ayudaba a la previsibilidad de nadie. Pero no está en mi ADN el darme por vencido, tomaba cada “no” como una enseñanza para mejorar algo en la próxima reunión.
En uno de los viajes que hice a Buenos Aires, en el mes de junio, en los que no dejaba de presentar pedidos de audiencia y buscando alternativas, me cruzo con un amigo que me da una esperanza: me dice que conocía a la rectora de la Universidad de la Cuenca del Plata y que para darme una mano intentaría generar una reunión entre ambos en la sede central de la ciudad de Corrientes.
Al poco tiempo me estaba confirmando esa reunión y sin dudarlo salimos hacia la ribereña Corrientes. Íbamos a una de las ciudades universitarias por excelencia de país, con una historia escrita desde su fundación en 1588, dónde había nacido la primera Universidad Superior en 1841 y donde la Universidad Nacional del Nordeste, desde 1956, es la responsable en la formación de miles de profesionales en distintas disciplinas y campos.
Poniendo en contexto y tratando de hacer un paralelismo histórico, no era menor nuestro desafío de ir a hacer que vieran a nuestra ciudad, que nos miraran con ojos y visión de futuro, como quizás miró el ex gobernador correntino Pedro Ferré al fundar ese instituto bajo la presidencia de Ramón Castillo en un tiempo que la historia inmortalizó como La Década Infame.
Y ahí estábamos nosotros, tratando que no nos vieran con los datos actuales, sino que entendieran el camino que queríamos transitar y ser un polo educativo zonal, todo bajo la consigna tajante que le encomiaron al amigo que nos había conseguido la entrevista: “tenés exactamente veinte minutos para hablar con la rectora porque ella tiene la agenda completa de actividades”. Aunque estaba, entonces, medido el tiempo de mi éxito o no, valga el juego de palabras… el tiempo diría otra cosa.
Así, la mañana del 12 de junio de 2023 ingresamos a la sede central de la UCP para conocer a la magister Florencia Rodríguez, su rectora, quien amablemente nos saludó y recalcó lo acotado de la disponibilidad horaria solicitándome que brevemente le exponga mi idea.
Yo estoy convencido del plan que tengo para mí ciudad y sé que todo el equipo que me acompaña desde aquel entonces también lo está y, si pudimos contagiar estos sueños de que sí se podía ¿Por qué no podría hacerlo en esta reunión?
Desplegué en ese momento todo lo que pensaba hacer en Alem, como la veía hoy y hacia dónde queríamos caminar. Le conté que la educación superior y universitaria no era sólo una alternativa, una mera posibilidad, sino que tenía que ser uno de los ejes de nuestro gobierno para poder proyectar un crecimiento verdadero, sostenido en el tiempo y planificado.
Le conté que veníamos de muchos años de estancamiento, pese a ser una de las comunidades más emprendedoras de la región, con personas dispuestas a dejar alma, corazón y vida en sus proyectos, con productores aguerridos que ni las más grandes tempestades los hicieron claudicar, con empresas de primer nivel, con un componente joven extenso, heterogéneo, dinámico y deseoso de poder estudiar, trabajar y crecer.
Le conté que, pese a no tener grandes atractivos turísticos, el turismo de eventos sería nuestro eje. Le dije que la participación ciudadana sería clave poniendo en marcha el presupuesto participativo y que la presencia de una universidad tenía que ser el componente, el ingrediente, el eslabón imprescindible para lograrlo.
La rectora canceló su agenda del día, no perdió detalle y nuestros veinte minutos se transformaron en una reunión de ¡cuatro horas y media! El sueño de la universidad presencial ya dejaba de ser una utopía y comenzaba a transitar el camino de la realidad.
De esta manera, los pasos se fueron dando gracias, principalmente, a un don especial de Florencia Rodríguez: su confianza. El 12 de noviembre, entre ambos firmamos un convenio de acuerdo, el 4 de diciembre ya se iniciaban las charlas informativas virtuales y Florencia, junto a parte de su equipo, me acompañaron en el acto de asunción del 10 de diciembre en la explanada de la municipalidad.
La universidad presencial estaba en Alem y las carreras de Abogacía, Licenciatura en Psicología e Ingeniería en Sistemas arrancaba el ciclo lectivo 2024 con más de un centenar de alumnos y, gracias a ellos y a que toda una ciudad acompañó este plan, ahora llegará la carrera de medicina que se anunció días pasados.
Como dije antes, y más allá del agradecimiento, es bueno reflexionar que cuando tus sueños y convicciones son tan fuertes que contagian, el tiempo se transforma y veinte minutos serán cuatro horas y media; ese sueño será realidad y podemos transitar el camino de Crecer de Verdad.
*Intendente de Leandro N. Alem, abogado y emprendedor incansable.
Opinión
Espejos rotos: La Generación Z avanza sin pedir permiso

Por: Fernando Oz
@F_ortegazabala
Un profesor de Ciencias Políticas nos dijo una vez que “hay generaciones que nacen para obedecer, y otras, para preguntarse por qué deberían hacerlo”. No me la olvidé nunca, estaba en quinto año de un liceo militar; Gastón Toledo Dumenieu, el docente. A partir de ese momento comencé a preguntarme por qué debería hacerlo, sé que no fui muy precoz que digamos. Recordé el asunto veinticuatro horas antes de las elecciones del domingo pasado, cuando un veterano operador político, culto, todoterreno, de élite, me decía que el futuro del país se encontraba en manos de la Generación Z, ese magma efervescente de jóvenes nacidos entre mediados de los noventa y principios de la segunda década del siglo XXI.
Irrumpieron en la escena global como una tromba que no pide permiso, solo avanza. La primera vez que los vi en acción fue en 2019 en las revueltas en Chile. Fueron los alumnos secundarios quienes en octubre de ese año decidieron saltar los molinetes de las líneas del metro de Santiago de Chile para evitar pagar el aumento del pasaje que había autorizado el gobierno.
Una semana antes, el entonces presidente Enrique Piñera había anunciado un proyecto de reducción de la jornada laboral y flexibilización. En la opinión pública aumentaba el descontento contra diferentes medidas del gobierno, como por ejemplo la iniciativa que permitía el control policial en la vía pública a partir de los 16 años y el manejo de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), otra de las herencias de la dictadura de Augusto Pinochet. En pocos días las protestas aumentaron, hubo incidentes con los carabineros en las estaciones y vagones incendiados.
Las redes sociales cumplieron un rol fundamental en las convocatorias, #EvasiónMasiva fue el hashtag con el que inició todo. Así había estallado, unos años antes, el polvorín de la Primavera Árabe. El conflicto derivó en gigantescas manifestaciones en todo el país cordillerano, los reclamos de índole social se sumaron y en menos de un mes miles de personas salían a las calles pidiendo el cambio de la Constitución aprobada durante la dictadura y un cambio de modelo económico, todos al grito de “Chile despertó”. (Les dejo una reportaje que hice después de dos coberturas en el terreno).
Después los vi en otros sitos. No es casualidad ni capricho del mercado de etiquetas: es el resultado de un mundo que les explota en la cara y les exige respuestas, aunque muchas veces solo puedan ofrecer preguntas. En el Cantón, el electorado de los sub treinta se convirtió en un actor fundamental de la vida política y lo viene demostrando, maneja su voto con suma libertad, por fuera de las estructuras partidarias, y de los antojos de los medios de comunicación tradicionales.
Muchas veces me reconozco en ellos cuando lanzan ese sudor mezcla de vértigo y cinismo: han crecido con la promesa de una globalización idílica que nunca llegó, con la tecnología como prótesis existencial, y con un planeta al borde del colapso climático y social. Son herederos involuntarios de la incertidumbre y, al mismo tiempo, protagonistas de una revuelta silenciosa —y a veces, estridente— que sacude las plazas reales y virtuales.
Hay quienes los retratan de una manera demasiado negativa, los minimizan. La Generación Z es el resultado de la hiperconectividad. No conciben el mundo sin la mediación de una pantalla, ni el diálogo sin memes, emojis o la inmediatez de lo efímero. Sus manías rozan la frontera de la obsesión: la multitarea como religión, la búsqueda constante de validación en redes y la ansiedad por no pertenecer. Pero también, aunque les cueste admitirlo, una nostalgia precoz por lo que jamás vivieron.
Son impacientes, sí. Pero también desconfiados. Se indignan con facilidad, denuncian los dobleces de las generaciones precedentes y, sin embargo, a veces pecan de un idealismo ingenuo que los deja a merced del cinismo adulto. Han aprendido a sospechar de todo —políticos, empresas, medios— y a diseñar sus propios códigos morales, aunque sean cambiantes y contradictorios. Les aterra la irrelevancia, pero más aún el silencio.
Sin embargo, nadie puede negar que la Generación Z ha puesto el cuerpo en las calles y el alma en las redes. Desde Hong Kong, donde jóvenes se enfrentan a un dragón estatal que no tolera disidencias, hasta Chile, Colombia, Nigeria o Francia, la marea de protestas tiene un denominador común: el hartazgo. Un hartazgo que no siempre sabe articularse en demandas concretas, pero que deja claro que el mundo, tal como lo conocieron sus padres, no les sirve.
Las movilizaciones, a menudo espontáneas y descentralizadas, son síntoma de una crisis más profunda: la desconfianza radical en los relatos oficiales, la fatiga ante la inequidad, la sensación de que las promesas de progreso han sido, en el mejor de los casos, cuentos para dormir adultos.
Si algo distingue a la Generación Z es la capacidad de convertir una chispa local en incendio global. Basta un video, una consigna viral, para que la revuelta se multiplique en cuestión de horas. Las protestas en Perú “toman color cuando interviene Generación Z”, así me lo señalo Ana, una colega peruana con la que compartí unos días durante las revueltas en Lima cuando tomó el poder Dina Boluarte, destituida hace unas semanas (acá les dejo unas fotos de esas jornadas).
Me gusta observarlos, los siento cerca, son una rebelión digital que entre memes y barricadas hacen temblar a gobiernos, mercados, sistemas. La organización horizontal es su bandera y su condena: nadie manda, todos influyen. La democracia digital, a golpe de hashtag, es tan poderosa como volátil. Aquí, el liderazgo es efímero; hoy tuiteás, mañana te olvidan. Pero no es menor el poder de las imágenes, los relatos fragmentados, el recurso de la ironía y la parodia para resistir y señalar. Las redes sociales han convertido a los jóvenes en emisores y receptores simultáneos de consignas, en jueces y parte, en generadores de sentido y ruido.
Pero ya les digo, esta misma horizontalidad es su talón de Aquiles: la dispersión, la falta de objetivos comunes, la tentación de la performatividad sobre el compromiso real. La Generación Z protesta más rápido de lo que reflexiona, y a veces, cuando el algoritmo cambia, la indignación se licua y la inercia vuelve a vencer.
En Argentina, el fenómeno todavía se desarrolla entre el escepticismo y la fascinación. La última vez que vi ondear la bandera que los representa en todas las latitudes, fue durante la marcha de septiembre al Congreso contra los vetos de Javier Milei. La juventud en el país enfrenta desafíos propios: inflación, incertidumbre política, descrédito institucional, racimos de pobreza y violencia. Pero también una historia de movilizaciones estudiantiles, de tradiciones de rebeldía y resiliencia. La pregunta ya no es si la Generación Z argentina saldrá a la calle, sino cuándo y bajo qué banderas.
¿Será esta juventud capaz de transformar la queja en proyecto, la protesta en propuesta? El riesgo está a la vista: que la rebeldía termine en nihilismo, en cinismo precoz o en huida masiva al extranjero. Pero también existe la posibilidad —remota, pero no imposible— de que la Generación Z local aporte creatividad, frescura y audacia a una sociedad anquilosada y temerosa.
Lo saben, pero hay que insistir: La educación es la clave. La batalla por el futuro no se juega (solo) en las calles ni en las redes, sino en las aulas. En esta coyuntura, la educación deja de ser un tema más de agenda para convertirse en cuestión de Estado. No se trata de transmitir datos, sino de enseñar a pensar críticamente, de fomentar la curiosidad, la empatía y la capacidad de dialogar. De nada sirven las tablets ni los laboratorios robóticos si no hay un propósito, si la escuela no forma ciudadanos capaces de navegar la complejidad, de discernir entre información y propaganda, de construir consensos y sostener desacuerdos.
La Generación Z necesita menos respuestas prefabricadas y más preguntas inteligentes. Y la sociedad, si aspira a sobrevivir al vendaval, debe invertir en una educación que no sea mero trámite, sino auténtica provocación intelectual.
Las élites políticas, empresariales y culturales harían bien en mirar a la Generación Z no como amenaza, sino como advertencia. Ignorar sus demandas, ridiculizar sus manías o minimizar su capacidad de coordinación es esa clases de errores que la historia no suele perdonar. El futuro en el Cantón y en el resto del país y del mundo se juega en la capacidad de entender a estos jóvenes, de tender puentes, de abrir espacios de diálogo real y de apostar por una educación transformadora.
Porque, si algo nos enseña la historia —y los espejos rotos del presente— es que la juventud, tarde o temprano, termina tomando la palabra. Y cuando eso sucede, más vale estar preparados para escuchar.
Opinión
El voto independiente frente a la tempestad Nacional
Por: Fernando Oz
Si algo enseñan las buenas novelas, es que los personajes más memorables son los que sobreviven al naufragio. No hablamos del héroe bellamente vestido ni del villano de manual, sino del tipo más bien común, el que se despierta en medio del temporal, con el agua hasta la cintura y el cielo desplomándose y, aun así, busca una tabla a la que aferrarse.
Así está hoy el electorado independiente argentino: mirando de reojo el horizonte, sabiendo que la tormenta no amaina y que la salvación, si llega, no vendrá de los dioses ni de las gestas lejanas, sino de la madera que uno encuentra bajo los pies, de la barricada levantada al borde de la propia vereda. No me digan que no es así.
La política argentina, convengamos, se ha convertido en una novela negra donde el misterio ya no es quién robó, sino cómo sobrevivir al saqueo del ladrón de turno. El panorama no es bueno, pero no quiero ser tremendista. La inflación encubierta devora los ahorros y la esperanza, promesas de crecimiento que se diluyen al sol como tinta barata, y gobiernos que, en vez de gestionar nuestros recursos, parecen más empeñados en timbear en apuestas virtuales nuestro presente. El país entero se ha vuelto escenario de zozobra, donde el ciudadano –hastiado de discursos huecos y ajustes interminables– descubre, no sin cierta amargura, que el poder central es tan ajeno como la Luna y que la solución, si existe, debe buscarse en otro lado.
Es aquí, en medio de ese desengaño perpetuo, donde surge el localismo –territorialismo–, como refugio. No es nostalgia ni provincialismo trasnochado; es supervivencia pura. Tomemos el ejemplo de Misiones: mientras en el Congreso de la Nación discuten leyes que nunca llegan a la frontera, la provincia no deja de hacer un gran esfuerzo por proteger su monte nativo, invertir en salud y educación, paliar las consecuencias de las asimetrías creando programas como “Ahora Misiones” o la zona franca que amortiguan el golpe inflacionario y sostienen el comercio local.
La gestión, lejos de ser anécdota menor, se convierte en acto de resistencia. Frente a la tormenta nacional, la provincia construye su propio paraguas, remendado quizás, pero firme.
El votante independiente argentino es, por definición, desconfiado y obstinado, pero con riesgo de ser indolente e indiferente. Suelen rechazar las etiquetas fáciles y desconfiar de los slogans que prometen el oro y el moro, pero también eligen mirar al costado mientras el agua todavía no le llega al cuello. No exige milagros, pero sí resultados; no pide épica, sino eficacia. Lo suyo no es resignación, es exigencia: quiere tener la tranquilidad de que la ambulancia llega a tiempo, la escuela con maestros en el aula, el comercio creciendo pese a la embestida de las impiadosas leyes del mercado mundial. Su motivación es pragmática y su compromiso, silencioso pero tenaz.
Ahora viene la pregunta que importa: ¿por qué el territorialismo es la mejor opción para este electorado errante? Porque, en un país donde las soluciones nacionales se han vuelto espejismos, apoyar a quienes defienden intereses concretos es el acto más lúcido de rebeldía. El localismo no es mirar el mundo desde el ombligo; es entender que la dignidad política empieza en la esquina, en la plaza, en el club de barrio. Es apostar por la gestión de lo propio, por la defensa de lo cercano, por el control sobre lo que afecta la vida diaria. Apoyar al dirigente local que pone la jeta por los vecinos es mucho más real que aferrarse a promesas que pululan en redes sociales, pero nunca cruzan la General Paz.
Este fenómeno no es sólo argentino. En un mundo sacudido por crisis globales, pandemias, guerras y mercados que se desploman a la velocidad de un tweet, el localismo emerge como refugio universal. Desde pequeños municipios europeos que reinventan sus economías tras la caída del turismo, hasta comunidades rurales estadounidenses que se organizan para sobrevivir a los vaivenes federales, la defensa de lo propio ha demostrado ser el último bastión con sentido común. No se trata de encierro, sino de resiliencia: quien cuida su entorno, protege su futuro.
El votante independiente, entonces, enfrenta una elección que va más allá de la coyuntura. Votar por el localismo es resistir el abandono centralista, es reivindicar la soberanía cotidiana, es rechazar la resignación y exigir resultados palpables. Es, en última instancia, defender la dignidad en tiempos de incertidumbre, levantar la cabeza y decir: aquí mando yo, aquí decido yo, aquí cuido yo. Porque, como bien saben los personajes de las grandes novelas, la tabla salvadora nunca viene del cielo, sino de lo que uno construye con sus propias manos. Y en la Argentina de hoy, esa construcción empieza en la puerta de casa, en la asamblea del barrio, en el voto que defiende lo propio.
En un país que parece empeñado en autoboicotear su futuro, el votante independiente tiene la oportunidad y la responsabilidad de ejercer el voto como acto de defensa personal y colectiva. No hay que dejarse arrastrar por la histeria nacional ni entregarse al desencanto. Hay que mirar hacia adentro, identificar quién defiende el interés local, quién conoce las calles y los problemas, quién se juega el pellejo en cada decisión. Defender lo propio no es un acto egoísta, sino la única estrategia posible cuando todo se derrumba. El misionerismo, hoy más que nunca, es el refugio inteligente del electorado independiente.
Opinión
Llegó el tiempo de expandir el pensamiento misionerista
Por: Fernando Oz
Desde 2003, cada elección es una lucha por la supervivencia de los intereses provinciales frente al implacable centralismo nacional. No es una exageración literaria. El Congreso, ese viejo coliseo de pasiones y desencuentros, se prepara para recibir a los nuevos gladiadores. Y en ese ruedo, Oscar Herrera Ahuad es, sin dudas, el mejor representante que tiene el Misionerismo para un momento histórico convulsionado, donde se necesita aporte de ideas, coraje, coherencia y un profundo sentido de pertenencia.
Hablar de Misionerismo es adentrarse en la historia de una provincia que aprendió a tejer su propio destino con paciencia y convicción. El Misionerismo no es una etiqueta electoral, sino una filosofía de gestión que surgió de la voluntad de diferenciarse del discurso homogéneo impuesto desde el puerto de Buenos Aires. Defiende la identidad local, la autonomía y el bienestar de las y los misioneros. A lo largo de los años, el Frente Renovador de la Concordia Social ha sido el estandarte de esa visión, resistiendo la tentación de plegarse a recetas ajenas y apostando a un modelo propio, con aciertos y errores, pero siempre fiel al pulso de la tierra colorada.
El Misionerismo es, en su esencia, la rebelión de los invisibles ante un gobierno nacional necio e indolente, y estructuras partidarias rancias. Digamos que es lo mejor de la evolución de la Renovación: trasciende a la Neo, el Blend o los diferentes varietales cultivados dentro o fuera del territorio. Es una forma de decir “no” al olvido y “sí” al protagonismo de una provincia que se niega a ser mero decorado del mapa nacional. Y en ese marco, los valores centrales son claros: respeto por la pluralidad, defensa de la producción local, educación como herramienta de emancipación y salud como derecho inalienable.
Hablar del Misionerismo es hablar de una evolución política que nació y creció al calor de la propia intemperie. No es una ideología blindada ni una doctrina de manual: es, más bien, una forma de lealtad a la tierra, a quienes la trabajan y la habitan. El Frente Renovador, desde su génesis, fue el vehículo de esa transformación paciente.
Hablar de Herrera Ahuad es invocar la biografía de un médico a pie de calle, escuchando el pulso de las urgencias sociales antes de que los despachos le abrieran las puertas. Su recorrido es el de alguien que conoce cada rincón de la provincia: sus hospitales, sus escuelas, sus caminos de tierra. Gobernador en tiempos de pandemia, supo equilibrar la firmeza y la cercanía, sin ceder a la tentación del protagonismo vacío. Nunca fue un político de gestos ampulosos ni de frases huecas. Su estilo es el de quien prefiere el trabajo silencioso a la foto fácil; el de quien entiende que gobernar es, ante todo, cuidar.
Quien busque en esta elección confrontar ideas y trayectorias encontrará en el resto de los candidatos un mosaico heterogéneo, pero poco convincente si se mide desde el interés genuino por Misiones.
Diego Hartfield, extenista y bróker de negocios financieros, viene realizando una campaña pulcra y sus promesas de modernidad suenan, a menudo, como anuncios en horario premium: mucho brillo, poca sustancia. El problema del Gato no es su falta de voluntad, sino su ajenidad al pulso profundo del Cantón. Su vínculo con lo cotidiano de la chacra, el colono y lo que sucede en las guardias de cualquier sala de emergencias es, digamos, anecdótico. Ahora, devenido en aspirante político, trae consigo el aura del esfuerzo personal, pero su mirada se queda en la superficie. La política, como la cancha, exige estrategia, pero también sentido de lo colectivo; y ahí Hartfield parece patinar en los detalles de la realidad misionera.
Cristina Brítez ya estuvo ocho años en el Congreso y no consiguió posicionarse como referente de minorías y derechos. Su discurso, frecuentemente crispado, parece más dirigido a Buenos Aires que a Misiones. Su fervor es digno de elogio, pero la defensa de Misiones exige algo más que consignas y alineamientos partidarios; requiere una comprensión profunda del territorio y capacidad de diálogo, virtudes que a Brítez le cuesta desplegar sin caer en el dogma.
Héctor “Cacho” Bárbaro, histórico dirigente social y rural, tiene a su favor la experiencia y el conocimiento de las necesidades de los pequeños productores. Sin embargo, su retórica combativa —aunque necesaria en ciertos momentos— tiende a polarizar en vez de construir. Misiones necesita diálogo y puentes, no trincheras permanentes. Cacho olvida que la provincia es mucho más que sus chacras y que el lobby a favor de las grandes tabacaleras es un mosaico de realidades complejas que exige una visión integradora.
El radical Gustavo González patina rápido, tiene una actitud adolescente y tampoco supo consolidar lo que más necesita el Cantón: una oposición racional y crítica que ayude a gobernar la provincia, que deje los intereses personales de lado en pos del crecimiento del conjunto. La oposición en Misiones no aprendió a ejercer su rol, por eso se encuentra tan desintegrada y perimida.
Por último, Ramón Puerta, el viejo zorro de la política misionera. Sus credenciales son conocidas, pero su historia está atada a un pasado que la provincia busca superar. Puerta encarna la nostalgia de quienes creen que todo tiempo pasado fue mejor, olvidando que Misiones avanza y requiere nuevas respuestas para viejos y nuevos desafíos. Es el referente de tiempos donde la política era otra cosa; su candidatura es el eco de un pasado que, honestamente, no ofrece respuestas a los desafíos actuales. El conservadurismo porteño le es más propio que el nuevo pulso misionero.
La presencia de Herrera Ahuad en el Congreso no es solo un asunto de partido, sino de supervivencia política para Misiones. Nadie como él entiende que la pelea por recursos, autonomía y reconocimiento es diaria, y que el centralismo porteño no concede nada sin presión. Miren, conozco ese territorio, también a Oscar, y les aseguro que no creo que se mantenga callado ante el ninguneo de los despachos nacionales. El Misionerismo, encarnado en su figura, es la garantía de que Misiones no será una cifra más en el presupuesto nacional ni una sombra en la periferia del poder.
Frente a los intereses externos —económicos, mediáticos o políticos—, Herrera Ahuad representa la defensa de lo propio. Su candidatura no es solo la de un hombre, sino la de una provincia que exige respeto y protagonismo. En un país donde las provincias suelen ser la variable de ajuste, tener a alguien en el Congreso capaz de plantarse sin titubear es, sabiendo de qué se trata cada negociación, sencillamente, es vital.
Mientras otros candidatos miran hacia afuera, buscando aprobación o respaldo externo, él mira hacia adentro, entendiendo que la fortaleza de Misiones está en su gente, su cultura y su potencial productivo. No le teme al debate ni a la confrontación; sabe que defender a Misiones no es gritar más fuerte, sino saber escuchar y negociar, sin ceder nunca ante el ninguneo. Su experiencia en la gestión lo habilita para entender la complejidad de las relaciones federales y para exigir, con legitimidad, lo que le corresponde al Cantón.
Que la historia no nos encuentre distraídos. Votar por Herrera Ahuad es, en última instancia, votar por uno mismo: por el productor que no quiere perder su tierra, por la maestra que enseña en la frontera, por el joven que sueña con quedarse y no partir. Es defender la voz y la dignidad de Misiones ante quienes la miran desde lejos y la entienden menos aún. Al final, la opción es clara: o se elige a quien encarna el Misionerismo y la defensa de lo propio, o se corre el riesgo de volver a ser tierra de nadie. Y Misiones, conviene recordarlo, nunca quiso ser invisible y construyó identidad propia.
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