Historias
Stelmaszczuk: sobrevivir y salvar vidas en el hundimiento del Belgrano

El ataque lo sorprendió en la cama. La explosión del segundo torpedo, en la popa del buque, lo expulsó de la litera donde dormía antes del inicio de su guardia de cuatro horas, que comenzaba a las 8 de la noche al mando del girocompás, un instrumento electromecánico nacido del trompo hace 140 años y que resulta crucial para la navegación desde entonces.
– “Hubo la llamarada y todo se apagó”.
El cabo primero electricista Juan José Stelmaszczuk tenía 22 años cuando navegaba a bordo del Crucero General Belgrano de la Armada Argentina, la tarde del 2 de mayo de 1982, en que el buque fue hundido por el submarino británico Cónqueror, durante la guerra de Malvinas.
Stelmaszczuk fue uno de los cuatro misioneros sobrevivientes del hundimiento del buque insignia y leyenda de la flota de guerra argentina, conformada por entonces por el portaaviones 25 de Mayo y las fragatas Hércules y Trinidad, entre otras naves de combate y abastecimiento, todas comprometidas con las operaciones en el Atlántico Sur.
Los yerbales
El veterano de guerra tiene hoy 65 años. Vive con su familia en el barrio Los Yerbales, de Apóstoles, donde relató a La Voz de Misiones los pormenores de aquella tarde de mayo de hace 42 años, cuando nadó por su vida y la de su compañero, el también cabo primero electricista Ricardo David Moya, a quien sacó del infierno y hoy vive en su natal Catamarca, rodeado de los suyos en un pequeño pueblo que lo venera como héroe: Santa María.
Stelmaszczuk llegó al Crucero General Belgrano en 1981. Venía de concluir el curso de electricista en la base naval homónima y el barco era su tercer destino como marino de la Armada. Había estado en el destructor Piedrabuena, con el grado de marinero de primera con el que egresó de la Escuela de Mecánica de la Armada, antes de la especialización y el ascenso a cabo primero.
“Tuvimos casi un año de navegación. Mi puesto era comunicación interior. Hacía guardias en el girocompás, el instrumento que marcaba el rumbo del buque”, relata el veterano de guerra.
Dice que cuando las fuerzas militares argentinas ocuparon las Islas Malvinas el 2 de abril de 1982, el buque insignia de la flota estaba desarmado, en reparaciones y que la guerra en ciernes aceleró los trabajos en el apostadero naval.
“La primera zarpada fue el 14 de abril, pero se cayeron las presiones de la caldera y tuvimos que volver a Puerto Belgrano”, cuenta Stelmaszczuk.
El segundo intento fue el 15 y otra vez hubo problemas. “El 16 ya pudimos salir a Ushuaia, donde hicimos carga de combustible y víveres, y fuimos a la Isla de los Estados, que era nuestra zona de operaciones”.
“Empezamos a hacer patrullajes hacia Malvinas”, recuerda. Uno de los primeros, fue acompañar a un buque de la Prefectura Naval, cuyo nombre lo remontaba a la tierra sin mal: el Puerto Iguazú, que iba a descargar armamentos en las islas y volver a Ushuaia.
La vida a bordo transcurría entre las guardias y los zafarranchos de combate. “No había tiempo para distraerse, ni para pensar, ni para tener miedo”, dice Stelmaszczuk. Predominaba un estado de alerta constante.
El barco
El ARA General Belgrano era un crucero ligero que la Armada Argentina compró a la marina estadounidense en 1951.
El buque había vivido una larga vida cuando fue alcanzado por los torpedos MK del Cónqueror. Botado a mediados de los años ’30 y bautizado como USS Phoenix, el barco tuvo activa participación en las operaciones bélicas que siguieron al ataque japonés a la base naval de Pearl Harbour, el 7 de diciembre de 1941, de donde salió ileso.
Navegó en aguas australianas. Integró convoyes aliados en la isla de Java. Sirvió de escolta en Ceilán, de la flota que detuvo la invasión japonesa de las Indias holandesas. Patrulló el océano Índico y escoltó convoyes a Bombay.
Google reseña la historia del buque en numerosos sitios. Incluso, hay fotografías que lo muestran disparando sus potentes cañones de 152 milímetros durante la batalla del Cabo Gloucester, en Nueva Guinea, a finales de 1943.
Su derrotero bélico lo ubica en combates y desembarcos memorables, en las Islas del Almirantazgo, Hollandia, Arare, Wakde, Biak en la bahía de Geelvink; el 15 de septiembre de 1944 participó en la ocupación de Morotai, en las islas Molucas; estuvo en la reconquista de Filipinas y en la batalla del Golfo de Leyte; en octubre, colaboró en el hundimiento de los acorazados Yamashiro y Fusō, así como en el cañoneo del Mogami y tres destructores japoneses: Yamagumo, Asagumo y Asashio.
A partir de febrero de 1945, se dedicó a tareas de apoyo a los dragaminas que despejaban el mar en torno a Japón para asegurar el avance de la flota estadounidense, en los meses finales de la guerra.
Iba en dirección a Pearl Harbor cuando Japón capituló. Fue dado de baja en febrero de 1946 y estuvo cinco años aguardando el desguace o la venta.
@lavozdemisiones Juan José Stelmanzuck es uno de los cuatro misioneros que sobrevivieron al hundimiento del buque insignia de la Armada Argentina durante la guerra de Malvinas y esta es su historia.#LaVozdeMisiones #GralBelgrano #Malvinas #CasosReales
El infierno
“El primer torpedo impacta a las 16,45”, recuerda Stelmaszczuk. “El primer torpedo nos da en proa y el segundo, que es el que más daño nos hizo, en la popa”, relata.
Era domingo. El día pintaba como los anteriores: frío, con temperaturas por debajo del 0; rachas de viento, predominantemente del sur, de unos 100 kilómetros por hora, y chubascos helados. El buque había repostado combustible en esas mismas coordenadas el día anterior. El submarino inglés venía acechándolo hacía varios días, como un cazador que espera el momento exacto para lanzarse sobre su presa.
“Ya tenía la orden de Margaret Thatcher, de hundir al Belgrano. Lo reconoció años después el mismo comandante del Cónqueror”, apunta Stelmaszczuk.
El buque cumplía operaciones de patrullaje y escolta entre la Isla de los Estados y Malvinas desde mediados de abril. Entraba y salía de la zona de exclusión dispuesta por los británicos en torno a las islas. De hecho, navegaba unas 30 millas afuera de los límites impuestos por el enemigo cuando recibió el artero ataque.
“El primer torpedo agujerea la proa, el segundo entra por la línea del eje y explota entre el sollado, donde estaban los dormitorios de la tripulación y el comedor”, describe Stelmaszczuk.
“El torpedo nos agarró en los cambios de guardia”, recuerda. “De la sala de máquinas, ubicada debajo nuestro, no salió nadie”, agrega.
En el barco había 1.093 hombres. El balance total se cerraría finalmente con 323 soldados argentinos muertos, entre los que figuran los cabos segundo oriundos de Misiones, Martín Omar Maciel y Miguel Angel Meza; y 793 sobrevivientes, entre los que se cuentan Stelmaszczuk, el suboficial mayor Luis Raikoski, que vive en Azara; Raúl Pérez, fallecido hace dos años, y Mario Pastor Sosa, de Puerto Iguazú.
“En el sollado, donde yo estaba durmiendo, éramos pocos, casi todos electricistas”, rememora Stelmaszczuk y describe: “El torpedo toca sobre esa banda, hace la explosión, la llamarada, y se apagan las luces y todo se inunda rápido“.
“La explosión me tira de la cama, dormíamos en cuchetas enganchadas con cadenas; hubo compañeros que gritaron, y otro, que dormía abajo, que se agarró de mí”, cuenta.
Era el catamarqueño Moya.
“En la esquina, había una salida de emergencia, un volante que abre una puerta para pasar a la cubierta superior”, continúa Stelmaszczuk el relato de cómo, él y Moya, pudieron escapar de una trampa mortal que ya había matado a todos abajo.
“Lo primero que hice fue ir hacia ahí, con el camarada prendido por mí; nadando debajo del agua, porque ya no había más aire”, narra.
Interminables segundos después, Stelmaszczuk se encontró jalando el volante para abrir la escotilla. Cuenta que la presión hizo el resto, y él y Moya salieron disparados hacia afuera: “De ese lugar, del sollado, salimos solo los dos”.
El hundimiento
En la cubierta principal, la escena era dantesca: fuego, humo, el mar tragándose la nave a bocanadas y el buque viviendo sus instantes finales.
“Teníamos olas de cuatro a seis metros, el barco rolaba, cabeceaba y con la proa reventada era insostenible”, describe Stelmaszczuk. “La gente de control de averías trataba de estancar el barco, pero ya era imposible”, añade.
A esa hora y con el buque mortalmente escorado, el capitán Héctor Bonzo, ordena lo que en la jerga naval se conoce como “rol de abandono”. “El ‘rol de abandono’ es cuando vos cubrís y te vas a tu balsa; todos teníamos asignada una, son para 19 o 22 personas”, explica Stelmaszczuk.
“A Moya lo llevaron con los heridos, había muchos; hombres quemados, con las piernas rotas”, apunta. “Yo estaba de remera y calzoncillo. No tuve tiempo de nada, ni de agarrar mis elementos de emergencia, agua, comida; ni siquiera mi salvavidas pude sacar; todo lo que tenía se hundió con el barco”, cuenta.
En la cubierta, un marinero le dio un gabán con el que Stelmaszczuk fue al encuentro de su balsa, ubicada del lado de babor, hacia el que iba tumbándose el buque, en un derrotero que no duró más de media hora.
Eran cinco o seis marinos de los 20 asignados a la embarcación. Entre todos, la empujaron al mar y se zambulleron en el bote inflable protegido por una carpa naranja, el color internacional consagrado como señal de auxilio.
“El barco cabeceaba y tenía la punta quebrada, succionaba; tuvimos que tirarnos al mar y nadar hacia la popa para alejarnos de la succión y encontrar otra balsa”, relata el ex marino.
La encontraron.
En la balsa
“Éramos 18 en la balsa y todos muy mal. Había gente que tragó el petróleo que al explotar los tanques de combustible se había mezclado con el agua”.
A cargo del bote estaba un teniente de corbeta que Stelmaszczuk conocía. Enseguida, se restableció la cadena de mando y el grupo de náufragos encomendó su destino a sus habilidades marinas y la espera del milagro.
“Cuando se terminó de hundir el Belgrano, rezamos un Padre Nuestro y gritamos tres ¡Viva la patria!”, recuerda Stelmaszczuk.
Había una lluvia fuerte. En el bote, persistía el temor de que el enemigo atacara el enjambre de balsas que luchaban por mantenerse a flote.
“Teníamos la experiencia de que los ingleses habían ametrallado a balsas del Narval, un buque civil; habían ametrallado al Sobral, que salió a buscarnos”, comenta Stelmaszczuk.
Estuvieron más de 53 horas a la deriva. Entre todos trataban de darse calor. “Yo, esta parte ya no sentía”, dice el ex marino y se toca las piernas. “Es como que te vas entregando”, describe.
Su grupo fue uno de los últimos en ser rescatados por el aviso ARA Gurruchaga, otro barco que perteneció a la marina estadounidense y que tuvo su bautismo en otro episodio propuesto para la historia del siglo 20: la denominada Crisis de los Misiles, en Cuba, en 1962.
“Fuimos al aeropuerto de Ushuaia y volamos a la base naval Comandante Espora”, relata Stelmaszczuk. Después de una breve estancia en el hospital, fue destinado a Servicios Eléctricos y a fines de 1982 le dieron el pase al rompehielos Bahía Paraíso para la campaña antártica de ese año.
Stelmaszczuk no permaneció mucho más en la Armada. Pidió la baja poco tiempo después de aquel viaje de tres meses al Polo Sur.
“La pasé muy mal, casi no podía dormir; el rompehielos choca constantemente con los iceberg, todo el tiempo está a los golpes; yo trataba de dormir en la grúa, que era donde estaba mi puesto en el barco, porque abajo, en el camarote, era imposible”, relata.
En la calle, las cosas tampoco eran fáciles. “Cuando tomamos Malvinas era como el Mundial. Terminó Malvinas y perdimos, y cambió todo. Cuando yo salía de Retiro al apostadero naval, si iba uniformado la gente en el colectivo se corría, te decían de todo; era como si nosotros éramos los culpables y uno solo cumplió con lo que tenía que hacer, estuvo en el lugar que tenía que estar”, dice Stelmazczuk.
En Misiones también sufrió el desprecio que acompañó a los ex combatientes durante una etapa que se conoció en el país como “desmalvinización” y que fue revertida por los mismos veteranos, que supieron organizarse y hacerse visibles, mientras el olvido y los traumas de la guerra se cobraban la vida de cientos de ex soldados.
“Ahora te puedo decir que estoy tranquilo y bien. La sociedad cambió hacia nosotros. Pero en aquel momento fue duro. Yo vine con mi título de electricista y toda la experiencia para trabajar en Emsa y cuando se enteraron que era ex combatiente no me llamaron más”, relata Stelmazczuk.
Finalmente, ingresó como portero de una escuela de Apóstoles hasta que se retiró hace pocos años.
El último trofeo
En su casa de Apóstoles, hay muy pocos recuerdos de su paso por la Armada. Unas fotos enmarcadas colgadas en la pared, lo muestran adolescente en uniforme de marinero. Una mesa, aparentemente preparada para la visita de LVM, exhibe un ejemplar del libro del comandante Bonzo, que relata los pormenores de la tragedia. Hay algunas medallas y el trofeo más preciado de la colección: un recuerdo hecho con madera de la cubierta del buque, que había sido reemplazada durante las reparaciones previas a la guerra.
Stelmaczuk toma el trozo de madera y lo acaricia: “Hundido en acción”, se lee en la plaqueta. El hombre se emociona a lo largo de la charla y por momentos parece a punto de llorar. “Me cuesta todavía hablar de esto”, dice.
Cuenta que a veces vuelve en sueños a la balsa y ve al Belgrano elevarse por la popa y exhalar sus últimos rumores: hay explosiones, se forma una gran burbuja y el buque desaparece bajo el mar helado.
Historias
La librera forastera y las muchas vidas de los libros usados

Es la tienda de libros más pequeña de Posadas. “Casi secreta”, diría Borges. En esa cuadra de la calle Colón, entre Santiago del Estero y Tucumán, el localcito de Ivana Alegre es apenas delatado por un pizarrón que reflexiona sobre el hábito de leer, una canasta de posters y la mesa de ejemplares en oferta por $3.000.
“La lectura es un acto de creación permanente”, se lee en la pizarra que interpela a los transeúntes con una frase atribuida al novelista y académico francés de origen marroquí, Daniel Pennac, que a los 81 años se asume como un adulto cuyo trabajo de toda la vida fue “curar a los niños del miedo de la infancia”.
“Me salvó la escritura”, dijo Pennac en una entrevista el año pasado. “A mí, los libros me salvaron la vida”, dice Ivana, que tiene al escritor francés nacido en Casablanca entre los autores que vinieron en su momento al rescate, y a quienes ella hoy sigue revisitando en un regreso sin fin.
Nómade
A simple vista, el atribulado local de Ivana parece apretujarse entre los dos espaciosos salones vecinos. Repleto de libros, posters, CDs, vinilos, y las paredes pobladas de fotos de lugares remotos y personajes de todas las épocas, el localcito es una invitación a viajar en el tiempo.
“Es más grande que la valija con la que empecé”, bromea Ivana, sobre el espacio que ocupa su librería, que bautizó “Forastera”, un vocablo que sindica a aquel que viene de afuera. “Muchas veces me sentí una extraña”, dice la librera, nacida y criada en Villa Cabello, donde hoy reside.
“Hace cuatro años que estoy acá físicamente”, cuenta. “Empecé tipo nómade”, agrega y relata: “Iba a ferias, facultad, eventos; me iba con una valija, tipo como una librería ambulante”.
Dice que, por entonces, la movía más una especie de necesidad de compartir las historias y títulos que habían marcado su “visión del mundo”, que la búsqueda de rentabilidad. “Los libros te revelan cosas. A mi me dieron muchas respuestas cuando estaba perdida”, asegura.
“Me salvaron emocionalmente y también económicamente, aunque hoy este sea un sector muy golpeado”, afirma y sintetiza: “Los libros me dieron un camino”.
Vidas
Lo suyo son los libros usados. En cierto modo, convirtió en negocio un hábito que abrazó en la adolescencia y que siempre tuvo a las ediciones de segunda mano como protagonistas de la aventura narrativa.
“Es difícil ser un verdadero librero, porque hay que tener una pasión del corazón; amar los libros y el conocimiento que guardan los libros”, dice Ivana. Quien pasa por su vereda, puede verla desde la calle, absorta, con la vista zambullida en algún volumen.
“Lo usado multiplica la magia, es como que tiene vida, historia; fue leído, fue pasado de mano en mano”, describe y reflexiona: “Hay como una nostalgia”.
“Los libros usados vienen rayados, firmados, con dedicatorias”, apunta Ivana y, enseguida, rebusca en los cajones de un mueble de madera y saca un puñado de papeles viejos.
“La gente utiliza muchas cosas como señaladores. Yo encontré cartas, de amor, de relaciones de larga distancia; fotos, recibos de sueldo”, detalla.
Cuenta que la carta más extraña hallada en un libro fue de un padre a su hijo. “Le pedía perdón por haberlo estafado”, recuerda Ivana.
“La carta más antigua que encontré era de 1968”, comenta. “Era una carta de alguien de acá, de Posadas, a familiares que se habían ido a vivir a Buenos Aires”, relata.
“Las cartas son como historias aparte”, dice Ivana y sentencia: “Hay muchas vidas dentro de un libro usado”.
Inmortales
En los anaqueles conviven El Quijote, Los Miserables, los Cien años de soledad que le valieron el Nobel al colombiano Gabriel García Márquez; la infortunada poeta, ensayista y traductora argentina Alejandra Pizarnik; el checo Franz Kafka y su Metamorfosis.
“Los clásicos no mueren”, dice Ivana y declara: “Soy amante de los clásicos”. Menciona La Náusea, la novela en la que el filósofo francés Jean Paul Sartre, que postulaba la idea de que el ser humano “está condenado a ser libre”, se cuestiona el propósito vital de la existencia.
“Son novelas filosóficas”, apunta Ivana. “Los personajes atraviesan crisis existenciales”, agrega y cita a otro autor clásico, el ruso Fiodor Dostoievski, de obras célebres como Crimen y Castigo, Así hablaba Zaratustra, Los hermanos Karamazov y Noches Blancas, entre muchas otras. “Sus personajes son seres trastornados, que siempre están buscando salvarse”, dice Ivana y trae, ahora, a la conversación a un escritor argentino, Roberto Arlt, autor de El Juguete Rabioso, Los Siete Locos, Los Lanzallamas, y el más famoso de todos: Aguafuertes Porteñas.
Maneja géneros, títulos y autores con la destreza con que un crupier baraja las cartas en un casino.
“Yo soy de los clásicos, pero tengo que estar también al tanto de lo nuevo que está saliendo; la literatura contemporánea”, explica y saca un volumen del estante.
“Cómo mandar a la mierda de forma educada”, un ensayo de Alba Cardalda, psicóloga experta en psicoterapia y neuropsicología, que desde 2017 viaja por todo el mundo sin residencia fija.
“Son autores que la gente pregunta”, apunta Ivana y cita a Camila Sosa Villada, escritora, actriz y dramaturga transgénero argentina, cuya primera novela, Las malas (2019), sobre un grupo de travestis que ejercen la prostitución callejera en el Parque Sarmiento de Buenos Aires, se convirtió en un éxito editorial y le valió varios premios internacionales.
Resistencia
Entre un recuerdo y otro, Ivana se vuelve y extrae con precisión quirúrgica una reedición en vinilo de El Oso, de Moris, y la coloca en la bandeja de un tocadiscos tipo Winko. El disco gira a 33 RPM y el sonido reproduce una fidelidad de antaño: “Yo vivía en el bosque muy contento, caminaba, caminaba sin cesar…”, canta Moris y su voz parece venir de otro tiempo.
“El mundo de los vinilos está asociado a los libros usados. El consumo de música es como el consumo de literatura”, afirma Ivana y describe: “Hay todo un público melómano subterráneo en Posadas que busca CDs o discos de vinilo”.
“También están los jóvenes de 16, que nunca vieron un CD o un vinilo y les da la curiosidad”, apunta y equipara su tienda con una trinchera analógica. “Lo viejo funciona, Juan“, lanza alguien desde afuera del cuadro. Ivana recoge la frase de la versión de Netflix, de El Eternauta, la inmortal historia del escritor argentino desaparecido por la dictadura, Héctor Germán Oesterheld.
“Hay una resistencia que se manifiesta en buscar lo analógico”, comenta y distingue: “Una cosa es comprar libros en línea, el e-book, la tablet o el pdf, que están muy de moda; y otra muy distinta, al tacto y al corazón, agarrar un libro y sentir el papel en tus dedos”.
@lavozdemisionesLa librera forastera y las muchas vidas de los libros usados Es la tienda de libros más pequeña de Posadas. “Casi secreta”, diría Borges. En esa cuadra de la calle Colón, entre Santiago del Estero y Tucumán, el localcito de Ivana Alegre es apenas delatado por un pizarrón que reflexiona sobre el hábito de leer, una canasta de posters y la mesa de ejemplares en oferta por $3.000. #LaVozdeMisiones♬ sonido original – La Voz de Misiones
Historias
Un día con el párroco Javier Alegre: entre la vocación y el trabajo social

Es un sábado por la mañana, y el sol de Posadas abraza la espalda de la Parroquia de Santa Rita. En uno de los barrios más poblados de la ciudad, un hombre joven abre las puertas del templo y recibe a dos vecinos que se ubican, silenciosamente, en los distintos bancos largos que llenan el salón. Javier Alegre saluda en el ingreso e invita a pasar a su oficina, allí, entre cruces, rosarios y guitarras, narra que, tras muchos intentos, hace seis años comenzó su labor como sacerdote diocesano.
En una entrevista con La Voz de Misiones, Alegre relata sus inicios, las tareas diarias y el impacto del fallecimiento del papa Francisco para la comunidad cristiana.
Llamado clave
Javier contó que su vocación se despertó con las clásicas peregrinaciones hacia Itatí, en donde sintió el “llamado clave” por el cual se decidió a estudiar para rezar junto a la gente. Esta decisión conllevó una preparación académica y espiritual muy ardua, que puede llevar incluso diez años. En su trayecto, fue acompañado por dos mujeres clave: su madre, con quien aprendió a orar, y su tía Gigi, quien lo sostuvo cuando todo parecía derrumbarse.
Luego de hablar con el obispo, de cerciorarse de que había encontrado su misión, comenzó como sacerdote en San Ignacio, y recientemente fue ubicado en Santa Rita. En este barrio inició las tareas de mantenimiento del lugar, comenzó a vincularse con los vecinos y ahora es el responsable de la fiesta patronal que se celebrará el próximo 22 de mayo.
Los días imprevisibles
Javier se levanta todos los días temprano, y antes del primer mate, comienza a rezar. Luego, toda su planificación está a merced de lo que pueda suceder en el barrio. “A veces sucede que tenés que visitar un enfermo, confesar a alguien o darle una mano a quien lo necesita”, comentó. De esta forma, los días pueden comenzar a las 7, ni bien despunta el sol, y finalizar, inclusive a las 1, pasada la medianoche.
Hacer comunidad es una de las tareas más difíciles. En un contexto de crecientes tensiones sociales, mantener un grupo unido y contenerlo espiritualmente, es un desafío que requiere paciencia. Invitarlos, mantenerlos, y generar sentido de pertenencia, es una tarea similar a la de un artesano, se necesita mucho conocimiento sobre el material existente y una sensibilidad única.
“Rezar la misa es el culmen de mi vida y de la liturgia, pero estar con la gente, escucharla, acompañarla, es lo que me impulsa a seguir”, sostuvo mientras algunas personas comenzaban a circular dentro del salón. “En el mundo hay un abanico de cosas: la fama, los aplausos, el dinero, la buena vida, pero Dios nos envió al mundo para servir, por eso, por ejemplo, hacemos el lavado de pies”, señaló mientras mostraba algunas fotos subidas al Facebook de la parroquia.
Francisco
En la misma tónica, respecto de la humildad que deben tener los sacerdotes, Javier recordó que la primera frase de Francisco tras convertirse en papa fue solicitar a los creyentes que recen por él. “Eso demuestra su humildad, porque fue un papa que rompió todos los protocolos, no quiso ser tratado como un rey, sino como uno más del mundo”, resaltó mientras, detrás suyo, bajo la figura de Santa Rita, patrona de lo imposible, un afiche con el rostro de Bergoglio marca presencia en el lugar.
“Él no quería sacerdotes de oficina, quería que salgamos. Nos pidió que nunca nos olvidemos, sobre todo, de los pobres, y yo creo que con su partida ahora nos toca más que nunca poner en práctica todo lo que nos enseñó”, consideró.
Por último, expuso que como otros ejemplos también lo tiene al Cura Brochero, quien trabajó en las Sierras de Córdoba, y pudo vincular el trabajo con la vocación, y al Patrón de los Sacerdotes, el Cura de Ars. Con el último se siente identificado porque “le costaba estudiar, le costaba el latín, y lo echaron varias veces del seminario, como a mí, sin embargo, aquí estoy”.
Un día con Geraldine Madelaire: arte callejero y resistencia
Historias
A 38 años de la Pascua alfonsinista: “La casa está en orden”

Este sábado se cumplen 38 años de la irrupción en la escena política argentina de los denominados “carapintada”, el alzamiento militar de la Semana Santa de 1987, que tuvo entre sus protagonistas a un coronel que ganaría peor fama en los años siguientes, y que estaba al mando del Regimiento de Infantería de San Javier, en Misiones: Aldo Rico.
Con esta sublevación, que puso en jaque al gobierno del presidente Raúl Alfonsín y tuvo en vilo al país durante horas dramáticas, los militares consiguieron la Ley de Obediencia Debida, que les aseguró por muchos años la impunidad a oficiales, policías y agentes de los servicios penitenciarios que participaron de la represión ilegal de la dictadura, y que, junto a la Ley de Punto Final, fueron derogadas en 2006, durante la gestión de Néstor Kirchner, retomándose el hilo de los juicios por crímenes de lesa humanidad.
Chascomús
El miércoles 15 de abril de 1987, Alfonsín se encontraba en Chascomús, donde pensaba pasar la Semana Santa que comenzaba al día siguiente, cuando el teléfono lo distrajo de sus planes para el fin de semana largo que se avecinaba.
Era su ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, que lo llamaba con la urgencia de acontecimientos que empezaban a sucederse y que, con el correr de las horas, tomarían su curso definitivo.
“Esto es más serio de lo que pensábamos”, le dijo el ministro al presidente y lo puso al corriente de la mecha que se había encendido en un cuartel de Córdoba, donde un mayor del Ejército, Ernesto Barreiro, se había acuartelado contra la orden judicial que lo procesaba como torturador de La Perla, el centro clandestino de detención más grande del país.
Alfonsín interrumpió de inmediato su retiro en la ciudad bonaerense que lo vio crecer y convertirse en presidente, y volvió a Buenos Aires para ponerse al frente de la situación.
Enseguida, el gobierno supo que Barreiro, conocido entre víctimas y verdugos por sus alias de “Nabo”, “Gringo”, “Hernández” y “Rubio”, no estaba solo en la asonada, que ya se había extendido a Campo de Mayo, con la toma de la Escuela de Infantería y la irrupción de Aldo Rico en la escena.

El teniente coronel Aldo Rico, jefe del Regimiento de Infantería de San Javier, figura de los carapintada de 1987.
Dos años antes
La Pascua alfonsinista empezó a incubarse mucho antes de aquellos días santos de 1987. Diversos historiadores remontan su origen en la nulidad, declarada por Alfonsín, de la autoamnistía decretada por el último de los dictadores, el general Reinaldo Bignone, y la decisión de la Cámara Federal que juzgó a los ex comandantes, que estableció la existencia de un plan criminal y ordenó juzgar hacia abajo.
“Fue el famoso punto 30 de la sentencia del 9 de diciembre de 1985, el que abrió la caja de Pandora para un gobierno que apostaba a darle un corte a los juicios en cuanto a la capacidad decisoria”, escribe el periodista Juan Pablo Csipka, autor entre otros libros de “Una batalla de todos los días”, donde repasa la década posterior a la dictadura y expone el malestar militar con los procesos judiciales.
“El punto 30 borraba la frontera entre órdenes cumplidas y excesos: todos los militares implicados en la represión eran susceptibles de ser juzgados”, señala.
Según Csipka, durante 1986, un año después de las históricas condenas a los jerarcas de la dictadura y con la Justicia resuelta a hallar hasta al último de los genocidas, el alfonsinismo trató de encontrar una salida a una crisis que veía venir.
“En abril de 1986 se dieron a conocer las llamadas ‘instrucciones a los fiscales’”, reconstruye el periodista, en referencia a un documento del Poder Ejecutivo dirigido a los fiscales militares que “abría la puerta de la impunidad a los oficiales que alegaran el cumplimiento de órdenes”, y que provocó, instantáneamente, el repudio generalizado de los organismos de derechos humanos y los distintos espacios políticos, incluyendo el partido del presidente: la Unión Cívica Radical (UCR).
Fracasado este intento, el gobierno consiguió, a fines de ese año, que el Congreso aprobara la Ley de Punto Final, que establecía un plazo de 60 días, a partir de su promulgación por el Ejecutivo, para accionar judicialmente contra militares implicados en los crímenes de la dictadura.
Pero, poco después, en febrero de 1987, sucedió algo que puso en evidencia que el Punto Final tampoco era la solución para mantener el delicado equilibrio entre el poder civil y la casa militar: las citaciones judiciales a uniformados denunciados se aceleraron, en una carrera contrarreloj, y el malestar volvió a adueñarse de los cuarteles.
Entre fines de ese mes y el siguiente, el gobierno buscó anticiparse a cualquier desenlace del estilo de lo que estaba por suceder. Por un lado, pergeñó un plan para contener cualquier insurrección militar; y, por otro, se apoyó en la promesa que el ministro de Defensa de Alfonsín le hizo al entonces jefe del Ejército, el general Héctor Ríos Ereñú, de que el Ejecutivo trabajaba en una alternativa superadora del Punto Final, según contó el mismo Jaunarena en su libro “La casa está en orden”, donde revivió aquellos días de abril de 1987.
Complot
Sin embargo, los tiempos se precipitaron y, a comienzos de abril, el gobierno radical no tenía, todavía, siquiera un borrador de lo que sería la Ley de Obediencia Debida, inspirada en el manual a los fiscales militares con que intentó contener el reguero de procesos contra los genocidas.
Por esos días, el torturador Barreiro y quien se convertiría en figura de los militares carapintada, Aldo Rico, compartieron una cena en un restaurante porteño, donde terminaron de afinar el complot.
Rico venía de cumplir 10 días de arresto por una carta en la que protestaba por lo mismo que le preocupaba a Barreiro: los juicios a los genocidas.
Era el segundo encuentro entre ambos, luego de la reunión que mantuvieron en febrero, en la que participó Luis Polo, el jefe del Regimiento de Infantería Paracaidista 14, en el que, pocos días después, Barreiro se acuartelaría, mientras Alfonsín se disponía a pasar los días santos en Chascomús.
La Semana Santa de 1987 encontró al país en un clima de recogimiento espiritual, estimulado por la visita, unos días antes, del Papa Juan Pablo II y la multitudinaria misa de Domingo de Ramos que ofició en la avenida 9 de Julio, la primera de un pontífice fuera del trono romano en las fechas que la Iglesia Católica conmemora la pasión y resurrección de Cristo.
Miércoles
El miércoles 15 de abril, cuando Alfonsín colgó la llamada con Jaunarena y se dispuso a volar a la Casa Rosada, Barreiro llevaba horas atrincherado en el regimiento cordobés de su amigo el coronel Polo, y la noticia ya había trascendido a los medios.
Era el nacimiento de los “carapintada”, un movimiento impulsado por oficiales del Ejército, entre los que había veteranos de la guerra de Malvinas, como el mismo Aldo Rico y el teniente coronel Mohamed Alí Seineldín, que lideraría los dos alzamientos siguientes, en 1988 y 1990, este último ya durante el gobierno del peronista Carlos Saúl Menem.
El nombre “carapintada” hacía referencia a la pintura que Rico y sus hombres lucían en el rostro, a la manera de un camuflaje propio de incursiones en la selva, y que, dado el escenario de la rebelión, podía interpretarse como un grito de guerra.
Ese día de 1987, mientras el presidente volaba desde territorio bonaerense hacia la sede del gobierno, Rico dejaba la tierra colorada y se dirigía a Campo de Mayo, uno de los centros de tortura de la dictadura y de donde habían salido los “vuelos de la muerte” revelados por el capitán de la Armada, Adolfo Scilingo, condenado en España en 2007 a 1.084 años de prisión.
Rico concibió la toma de la Escuela de Infantería como una operación militar, aunque las crónicas periodísticas le restan lustre y hablan de una fácil capitulación del jefe de la guarnición, Luis Pedrazzini, que entregó el cuartel sin oponer más resistencia que alegatos de tipo burocrático.
Alfonsín no había terminado de instalarse en la sede del gobierno, cuando llegaron a la Casa Rosada las primeras noticias de Campo de Mayo y ese otro militar amotinado del que nunca había oído hablar.
Para entonces, el presidente trataba, infructuosamente, de que los jefes del Ejército cumplieran con la orden de aplastar la rebelión y proceder al arresto de los sublevados. Pero, entre los uniformados prevalecía una camaradería trasuntada en complicidad, forjada en los años de plomo, y nadie acudió a tiempo al llamado presidencial.
Mientras tanto, Rico y Barreiro se habían hecho fuertes y, desde las unidades tomadas, lanzaban amenazas y exigencias: pedían el fin de los juicios, la salida de Ríos Ereñú de la jefatura del Ejército y mayor presupuesto militar.
“Este es el Ejército que combatió a la subversión y estuvo en Malvinas”, proclamaba un Rico exultante y la televisión lo mostraba rodeado de soldados con los rostros embetunados y armados hasta los dientes.
Jueves
La reacción popular no se hizo esperar y se cristalizó en movilizaciones multitudinarias en defensa de la democracia en calles, plazas y pueblos de todo el país. Miles de personas se congregaron frente a Campo de Mayo, como una muralla civil a Rico y sus hombres.
El jueves santo a la noche, el presidente se dirigió a la Asamblea Legislativa, que había sido convocada de urgencia y abonó al respaldo al orden constitucional, que a esas horas se expresaba, masivamente, en la oleada de manifestaciones.
“Este no es un exabrupto temperamental de un hombre, sino una meditada maniobra de un conjunto de hombres, cuyo objetivo es crear un hecho consumado que obligue al gobierno a convertir en materia de negociación su política”, dijo Alfonsín a senadores y diputados.
Según analiza Csipka, era claro que los carapintada no buscaban un quiebre institucional, sino imponer al gobierno los términos del alzamiento, que el mismo Alfonsín clarificó esa noche en el Congreso.

La Plaza de Mayo fue el epicentro de la reacción popular a la sublevación, que recorrió el país.
“Se pretende por esta vía imponer al Poder Constitucional una legislación que consagre la impunidad de quienes se hallan condenados o procesados en conexión con violaciones de derechos humanos cometidas durante la pasada dictadura”, dijo el presidente.
Enseguida, desescaló el tono y habló de “reconciliación”, un término que, no por casualidad, despuntó como nunca en la jerga de la Iglesia Católica de aquellos años, y que esa noche sonó a metáfora de lo que estaba por venir.
“Reafirmaremos en hechos concretos los criterios de responsabilidad que permitan la definitiva reconciliación de los argentinos”, lanzó Alfonsín.
Viernes
Los eventos del 17 de abril, Viernes Santo, día en que la feligresía católica conmemora la muerte de su máximo profeta y piedra basal de toda su fe, fueron el anticipo del desenlace revelado entre líneas por el mismo presidente la noche antes.
El gobierno anunció el pase a retiro de Ríos Ereñú de la jefatura del Ejército, como pedían los carapintada y convino con el general que permanecería en la jefatura del Ejército hasta la resolución de la crisis.
A la par, consiguió desplazar fuerzas leales hacia las guarniciones en manos de los rebeldes. La televisión se cansó de mostrar convoyes de blindados y tropas que no llegaban nunca.
Así, el coronel Polo entregó el regimiento cordobés donde protegía a su amigo el genocida Barreiro, no sin antes ayudarlo a escapar. La fuga del torturador de La Perla, dejó a Rico, solo y cercado, en su bastión de Campo de Mayo.
A esas horas, la crisis parecía próxima a su final. En medio de la repulsa general y con la noticia de que tropas al mando del general Ernesto Alais, que se decía “alfonsinista”, se movilizaban desde Rosario a Campo de Mayo, Rico parecía encontrarse en un callejón sin salida.
Pero, Alais nunca llegó y, según contó Csipka, justificó su demora con una excusa banal que ilustraba la renuencia del Ejército a intervenir: “El hecho de tener que juntar tropas en 24 horas y en medio de un feriado”.
Sábado
El sábado 18 de abril, antes de las 8 de la mañana, en la sede del Ejército del Edificio Libertador, Rico desconoció la autoridad de Ríos Ereñú, cuya cabeza figuraba entre las reivindicaciones del motín, y exigió otro interlocutor.
La tarea recayó, naturalmente, en el ministro de Defensa. Jaunarena fue a Campo de Mayo a hablar con el militar rebelde. Le prometió otra ley de impunidad para los genocidas y un nuevo jefe del Ejército.
Las crónicas señalan que Jaunarena se retiró de la reunión con el compromiso de regresar al día siguiente y el optimismo propio de quienes creen haber hecho una oferta imposible de rechazar.
Domingo
El Domingo de Pascua, 19 de abril, cuando Jaunarena regresó a Campo de Mayo, se encontró con un Rico distinto al del día anterior: reticente y de tono marcial.
Cuentan los diarios de la época, que el ministro no pudo convencerlo de deponer las armas y se fue de la unidad militar convencido de que el único interlocutor válido para descomprimir la situación era el mismo presidente.
“Pasado el mediodía, una muchedumbre llenó la Plaza de Mayo. Era una convocatoria transversal, de todos los partidos. Alfonsín decidió ir a Campo de Mayo y así lo anunció, acompañado en el balcón por Antonio Cafiero, en lo que fue la prueba del compromiso democrático del peronismo ante el alzamiento”, relata Csipka. “Un día antes, el PJ había decidido acompañar al presidente en la Rosada. Y uno de sus gobernadores, el de Salta, Roberto Romero, amenazó con separar a la provincia del resto del país si se rompía el orden constitucional”, escribe.

La tapa del diario porteño La Nación, del lunes 20 de abril de 1987.
Alfonsín partió al encuentro de Rico en helicóptero, con una escolta de dos edecanes: Julio Hang, del Ejército, y Héctor Panzardi, de la Fuerza Aérea. Allí, Rico rindió el cuartel y obtuvo de boca del presidente la promesa de la Obediencia Debida, que el Congreso convirtió en ley poco después y le significó a los genocidas una larga primavera; y que, a la sazón de los datos históricos, terminó allanando el terreno de los indultos presidenciales de Carlos Menem, de fines de diciembre de 1990, que liberó a los jerarcas condenados en 1985.
De vuelta en Casa Rosada, Alfonsín fue directo al balcón que otro miembro del Ejército, el general Juan Domingo Perón, había convertido en símbolo medio siglo antes.
“Compatriotas, compatriotas, compatriotas”, repitió varias veces, flanqueado por el vicepresidente Víctor Martínez y los peronistas Antonio Cafiero, Ítalo Argentino Luder y José Luis Manzano, y un abanico de figuras que barrían todo el arco político de entonces.
“Felices Pascuas”, saludó Alfonsín y estallaron los aplausos y las ovaciones de una Plaza de Mayo repleta. “Los hombres amotinados han depuesto su actitud”, anunció el presidente y la plaza volvió a estallar. “Como corresponde, serán sometidos a la Justicia”, informó y se repitió la ovación.
“¡Alfonsín, Alfonsín!”, vivaba la multitud.
“Se trata de un conjunto de hombres, algunos de ellos héroes de la guerra de las Malvinas, que tomaron esta decisión equivocada y han reiterado que su intención no era provocar un golpe, pero han llevado al país a esta conmoción”, señaló.
El presidente celebró la resolución pacífica de la crisis. “No hubo derramamiento de sangre”, destacó y, antes de pedir a la multitud que se desconcentrara y que cada uno volviera a su casa, pronunció la frase que quedó propuesta para la historia.
“Hoy podemos todos dar gracias a Dios”, dijo y sentenció: “La casa está en orden y no hay sangre”.
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