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Stelmaszczuk: sobrevivir y salvar vidas en el hundimiento del Belgrano

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Stelmazczuk

El ataque lo sorprendió en la cama. La explosión del segundo torpedo, en la popa del buque, lo expulsó de la litera donde dormía antes del inicio de su guardia de cuatro horas, que comenzaba a las 8 de la noche al mando del girocompás, un instrumento electromecánico nacido del trompo hace 140 años y que resulta crucial para la navegación desde entonces.

– “Hubo la llamarada y todo se apagó”.

El cabo primero electricista Juan José Stelmaszczuk tenía 22 años cuando navegaba a bordo del Crucero General Belgrano de la Armada Argentina, la tarde del 2 de mayo de 1982, en que el buque fue hundido por el submarino británico Cónqueror, durante la guerra de Malvinas.

Stelmaszczuk fue uno de los cuatro misioneros sobrevivientes del hundimiento del buque insignia y leyenda de la flota de guerra argentina, conformada por entonces por el portaaviones 25 de Mayo y las fragatas Hércules y Trinidad, entre otras naves de combate y abastecimiento, todas comprometidas con las operaciones en el Atlántico Sur.

Los yerbales

El veterano de guerra tiene hoy 65 años. Vive con su familia en el barrio Los Yerbales, de Apóstoles, donde relató a La Voz de Misiones los pormenores de aquella tarde de mayo de hace 42 años, cuando nadó por su vida y la de su compañero, el también cabo primero electricista Ricardo David Moya, a quien sacó del infierno y hoy vive en su natal Catamarca, rodeado de los suyos en un pequeño pueblo que lo venera como héroe: Santa María.

Stelmaszczuk llegó al Crucero General Belgrano en 1981. Venía de concluir el curso de electricista en la base naval homónima y el barco era su tercer destino como marino de la Armada. Había estado en el destructor Piedrabuena, con el grado de marinero de primera con el que egresó de la Escuela de Mecánica de la Armada, antes de la especialización y el ascenso a cabo primero.

Tuvimos casi un año de navegación. Mi puesto era comunicación interior. Hacía guardias en el girocompás, el instrumento que marcaba el rumbo del buque”, relata el veterano de guerra.

Dice que cuando las fuerzas militares argentinas ocuparon las Islas Malvinas el 2 de abril de 1982, el buque insignia de la flota estaba desarmado, en reparaciones y que la guerra en ciernes aceleró los trabajos en el apostadero naval.

La primera zarpada fue el 14 de abril, pero se cayeron las presiones de la caldera y tuvimos que volver a Puerto Belgrano”, cuenta Stelmaszczuk.

El segundo intento fue el 15 y otra vez hubo problemas. “El 16 ya pudimos salir a Ushuaia, donde hicimos carga de combustible y víveres, y fuimos a la Isla de los Estados, que era nuestra zona de operaciones”.

“Empezamos a hacer patrullajes hacia Malvinas”, recuerda. Uno de los primeros, fue acompañar a un buque de la Prefectura Naval, cuyo nombre lo remontaba a la tierra sin mal: el Puerto Iguazú, que iba a descargar armamentos en las islas y volver a Ushuaia.

La vida a bordo transcurría entre las guardias y los zafarranchos de combate. “No había tiempo para distraerse, ni para pensar, ni para tener miedo”, dice Stelmaszczuk. Predominaba un estado de alerta constante.

El barco

El ARA General Belgrano era un crucero ligero que la Armada Argentina compró a la marina estadounidense en 1951.

El buque había vivido una larga vida cuando fue alcanzado por los torpedos MK del Cónqueror. Botado a mediados de los años ’30 y bautizado como USS Phoenix, el barco tuvo activa participación en las operaciones bélicas que siguieron al ataque japonés a la base naval de Pearl Harbour, el 7 de diciembre de 1941, de donde salió ileso.

Navegó en aguas australianas. Integró convoyes aliados en la isla de Java. Sirvió de escolta en Ceilán, de la flota que detuvo la invasión japonesa de las Indias holandesas. Patrulló el océano Índico y escoltó convoyes a Bombay.

Google reseña la historia del buque en numerosos sitios. Incluso, hay fotografías que lo muestran disparando sus potentes cañones de 152 milímetros durante la batalla del Cabo Gloucester, en Nueva Guinea, a finales de 1943.

Su derrotero bélico lo ubica en combates y desembarcos memorables, en las Islas del Almirantazgo, Hollandia, Arare, Wakde, Biak en la bahía de Geelvink; el 15 de septiembre de 1944 participó en la ocupación de Morotai, en las islas Molucas; estuvo en la reconquista de Filipinas y en la batalla del Golfo de Leyte; en octubre, colaboró en el hundimiento de los acorazados Yamashiro y Fusō, así como en el cañoneo del Mogami y tres destructores japoneses: Yamagumo, Asagumo y Asashio.

A partir de febrero de 1945, se dedicó a tareas de apoyo a los dragaminas que despejaban el mar en torno a Japón para asegurar el avance de la flota estadounidense, en los meses finales de la guerra.

Iba en dirección a Pearl Harbor cuando Japón capituló. Fue dado de baja en febrero de 1946 y estuvo cinco años aguardando el desguace o la venta.

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Juan José Stelmanzuck es uno de los cuatro misioneros que sobrevivieron al hundimiento del buque insignia de la Armada Argentina durante la guerra de Malvinas y esta es su historia.#LaVozdeMisiones #GralBelgrano #Malvinas #CasosReales

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El infierno

El primer torpedo impacta a las 16,45”, recuerda Stelmaszczuk. “El primer torpedo nos da en proa y el segundo, que es el que más daño nos hizo, en la popa”, relata.

Era domingo. El día pintaba como los anteriores: frío, con temperaturas por debajo del 0; rachas de viento, predominantemente del sur, de unos 100 kilómetros por hora, y chubascos helados. El buque había repostado combustible en esas mismas coordenadas el día anterior. El submarino inglés venía acechándolo hacía varios días, como un cazador que espera el momento exacto para lanzarse sobre su presa.

“Ya tenía la orden de Margaret Thatcher, de hundir al Belgrano. Lo reconoció años después el mismo comandante del Cónqueror”, apunta Stelmaszczuk.

El buque cumplía operaciones de patrullaje y escolta entre la Isla de los Estados y Malvinas desde mediados de abril. Entraba y salía de la zona de exclusión dispuesta por los británicos en torno a las islas. De hecho, navegaba unas 30 millas afuera de los límites impuestos por el enemigo cuando recibió el artero ataque.

El primer torpedo agujerea la proa, el segundo entra por la línea del eje y explota entre el sollado, donde estaban los dormitorios de la tripulación y el comedor”, describe Stelmaszczuk.

“El torpedo nos agarró en los cambios de guardia”, recuerda. “De la sala de máquinas, ubicada debajo nuestro, no salió nadie”, agrega.

En el barco había 1.093 hombres. El balance total se cerraría finalmente con 323 soldados argentinos muertos, entre los que figuran los cabos segundo oriundos de Misiones, Martín Omar Maciel y Miguel Angel Meza; y 793 sobrevivientes, entre los que se cuentan Stelmaszczuk, el suboficial mayor Luis Raikoski, que vive en Azara; Raúl Pérez, fallecido hace dos años, y Mario Pastor Sosa, de Puerto Iguazú.

“En el sollado, donde yo estaba durmiendo, éramos pocos, casi todos electricistas”, rememora Stelmaszczuk y describe: “El torpedo toca sobre esa banda, hace la explosión, la llamarada, y se apagan las luces y todo se inunda rápido“.

“La explosión me tira de la cama, dormíamos en cuchetas enganchadas con cadenas; hubo compañeros que gritaron, y otro, que dormía abajo, que se agarró de mí”, cuenta.

Era el catamarqueño Moya.

En la esquina, había una salida de emergencia, un volante que abre una puerta para pasar a la cubierta superior”, continúa Stelmaszczuk el relato de cómo, él y Moya, pudieron escapar de una trampa mortal que ya había matado a todos abajo.

Lo primero que hice fue ir hacia ahí, con el camarada prendido por mí; nadando debajo del agua, porque ya no había más aire”, narra.

Interminables segundos después, Stelmaszczuk se encontró jalando el volante para abrir la escotilla. Cuenta que la presión hizo el resto, y él y Moya salieron disparados hacia afuera: “De ese lugar, del sollado, salimos solo los dos”.

El hundimiento

En la cubierta principal, la escena era dantesca: fuego, humo, el mar tragándose la nave a bocanadas y el buque viviendo sus instantes finales.

Teníamos olas de cuatro a seis metros, el barco rolaba, cabeceaba y con la proa reventada era insostenible”, describe Stelmaszczuk. “La gente de control de averías trataba de estancar el barco, pero ya era imposible”, añade.

A esa hora y con el buque mortalmente escorado, el capitán Héctor Bonzo, ordena lo que en la jerga naval se conoce como “rol de abandono”. “El ‘rol de abandono’ es cuando vos cubrís y te vas a tu balsa; todos teníamos asignada una, son para 19 o 22 personas”, explica Stelmaszczuk.

A Moya lo llevaron con los heridos, había muchos; hombres quemados, con las piernas rotas”, apunta. “Yo estaba de remera y calzoncillo. No tuve tiempo de nada, ni de agarrar mis elementos de emergencia, agua, comida; ni siquiera mi salvavidas pude sacar; todo lo que tenía se hundió con el barco”, cuenta.

En la cubierta, un marinero le dio un gabán con el que Stelmaszczuk fue al encuentro de su balsa, ubicada del lado de babor, hacia el que iba tumbándose el buque, en un derrotero que no duró más de media hora.

Eran cinco o seis marinos de los 20 asignados a la embarcación. Entre todos, la empujaron al mar y se zambulleron en el bote inflable protegido por una carpa naranja, el color internacional consagrado como señal de auxilio.

El barco cabeceaba y tenía la punta quebrada, succionaba; tuvimos que tirarnos al mar y nadar hacia la popa para alejarnos de la succión y encontrar otra balsa”, relata el ex marino.

La encontraron.

En la balsa

Éramos 18 en la balsa y todos muy mal. Había gente que tragó el petróleo que al explotar los tanques de combustible se había mezclado con el agua”.

A cargo del bote estaba un teniente de corbeta que Stelmaszczuk conocía. Enseguida, se restableció la cadena de mando y el grupo de náufragos encomendó su destino a sus habilidades marinas y la espera del milagro.

Cuando se terminó de hundir el Belgrano, rezamos un Padre Nuestro y gritamos tres ¡Viva la patria!”, recuerda Stelmaszczuk.

Había una lluvia fuerte. En el bote, persistía el temor de que el enemigo atacara el enjambre de balsas que luchaban por mantenerse a flote.

Teníamos la experiencia de que los ingleses habían ametrallado a balsas del Narval, un buque civil; habían ametrallado al Sobral, que salió a buscarnos”, comenta Stelmaszczuk.

Estuvieron más de 53 horas a la deriva. Entre todos trataban de darse calor. “Yo, esta parte ya no sentía”, dice el ex marino y se toca las piernas. “Es como que te vas entregando”, describe.

Su grupo fue uno de los últimos en ser rescatados por el aviso ARA Gurruchaga, otro barco que perteneció a la marina estadounidense y que tuvo su bautismo en otro episodio propuesto para la historia del siglo 20: la denominada Crisis de los Misiles, en Cuba, en 1962.

“Fuimos al aeropuerto de Ushuaia y volamos a la base naval Comandante Espora”, relata Stelmaszczuk. Después de una breve estancia en el hospital, fue destinado a Servicios Eléctricos y a fines de 1982 le dieron el pase al rompehielos Bahía Paraíso para la campaña antártica de ese año.

Stelmaszczuk no permaneció mucho más en la Armada. Pidió la baja poco tiempo después de aquel viaje de tres meses al Polo Sur.

La pasé muy mal, casi no podía dormir; el rompehielos choca constantemente con los iceberg, todo el tiempo está a los golpes; yo trataba de dormir en la grúa, que era donde estaba mi puesto en el barco, porque abajo, en el camarote, era imposible”, relata.

En la calle, las cosas tampoco eran fáciles. “Cuando tomamos Malvinas era como el Mundial. Terminó Malvinas y perdimos, y cambió todo. Cuando yo salía de Retiro al apostadero naval, si iba uniformado la gente en el colectivo se corría, te decían de todo; era como si nosotros éramos los culpables y uno solo cumplió con lo que tenía que hacer, estuvo en el lugar que tenía que estar”, dice Stelmazczuk.

En Misiones también sufrió el desprecio que acompañó a los ex combatientes durante una etapa que se conoció en el país como “desmalvinización” y que fue revertida por los mismos veteranos, que supieron organizarse y hacerse visibles, mientras el olvido y los traumas de la guerra se cobraban la vida de cientos de ex soldados.

Ahora te puedo decir que estoy tranquilo y bien. La sociedad cambió hacia nosotros. Pero en aquel momento fue duro. Yo vine con mi título de electricista y toda la experiencia para trabajar en Emsa y cuando se enteraron que era ex combatiente no me llamaron más”, relata Stelmazczuk.

Finalmente, ingresó como portero de una escuela de Apóstoles hasta que se retiró hace pocos años.

El último trofeo

En su casa de Apóstoles, hay muy pocos recuerdos de su paso por la Armada. Unas fotos enmarcadas colgadas en la pared, lo muestran adolescente en uniforme de marinero. Una mesa, aparentemente preparada para la visita de LVM, exhibe un ejemplar del libro del comandante Bonzo, que relata los pormenores de la tragedia. Hay algunas medallas y el trofeo más preciado de la colección: un recuerdo hecho con madera de la cubierta del buque, que había sido reemplazada durante las reparaciones previas a la guerra.

Stelmaczuk toma el trozo de madera y lo acaricia: “Hundido en acción”, se lee en la plaqueta. El hombre se emociona a lo largo de la charla y por momentos parece a punto de llorar. “Me cuesta todavía hablar de esto”, dice.

Cuenta que a veces vuelve en sueños a la balsa y ve al Belgrano elevarse por la popa y exhalar sus últimos rumores: hay explosiones, se forma una gran burbuja y el buque desaparece bajo el mar helado.

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Juan Rodríguez y un volver a los días de colimba en la cárcel del fin del mundo

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Colimba

Corría el año tanto 1981, Juan Carlos Rodríguez cumplía 18 y debía empezar la colimba. Hasta allí, una habitabilidad para la época, pero lo singular iba a ser su destino: Ushuaia. Pero no solo eso. Su nuevo domicilio por los próximos meses iba a ser la mismísima cárcel del fin del mundo, que a comienzos del siglo XX también supo albergar a míticos criminales argentinos como el Petiso Orejudo.

Con la mayoría de edad recién cumplida, Rodríguez debió dejar su Apóstoles natal y embarcarse en un viaje de 4.000 kilómetros, cambiando el calor misionero por el frío el austral, la tierra colorada por los campos de hielo y la habitación de su casa por una antigua celda de apenas 2 x 1,50 metros a compartir con otro conscripto al servicio militar obligatorio.

“Primero hicimos la revisión médica para ver si éramos apto o no. Yo tenía sorteo alto, así que me convocaron. Tuvimos una etapa de instrucción que duró un mes en Bahía Blanca y una vez instruidos con lo básico te derivaban a los puntos donde la Armada tenía sus bases. A mí me tocó el sur, me tocó Ushuaia. Éramos seis soldados y pertenecíamos a la Agrupación Lanchas Rápidas. Me acuerdo que nos costó llegar porque el avión no podía aterrizar. Fue difícil durante los primeros tiempos, pero dentro de todos nos adaptamos”, contó Rodríguez para La Voz de Misiones.

Juan Carlos Rodríguez estuvo un tiempo en la cárcel del fin del mundo y después estuvo en la Isla de los Estados.

Presidio Nacional

Apenas aterrizado en la ciudad más austral del mundo, su primer destino fue el antiguo Presidio Nacional, cárcel que en 1902 fue construida para albergar a los presos más peligrosos del país y que en 1947 fue cerrada por disposición del presidente Juan Domingo Perón, tras lo cual el predio pasó a manos de la Armada.

El complejo era una impresionante mole de piedra con cinco pabellones de 75 metros de largo, emplazados en forma radial y que convergían en un recinto poligonal. Cada módulo, a su vez, tenía 76 celdas. La edificación fue dirigida por el ingeniero Catello Muratgia, que convirtió a los penados en albañiles y a los guardias en capataces de obra.

El lugar también fue bautizado como “la siberia criolla” y el objetivo de la construcción era eliminar delincuentes considerados de máxima peligrosidad, confinándolos en un lugar remoto, sometiéndolos a condiciones infrahumanas y a castigos extremos. Fuera del penal los internos además eran utilizados para trabajos como la construcción de calles, puentes, edificios y la explotación de los bosques.

Por esas celdas pasaron el infanticida y asesino en serie Cayetano Santos Godino, más conocido como El Petiso Orejudo; el primer homicida múltiple de la época Mateo Banks, alias “El Mististico”; y el anarquista ruso Simón Radowitzky o Radovitsky; entre otros 600 reclusos. 

Y en esas mismas celdas durmió el misionero Rodríguez durante los 45 días de servicio que debió cumplir en el presidio, previo a ser derivado a otro destino aún más remoto.

“Sabíamos de los personajes como el Petiso Orejudo, pero por aquel entonces nosotros no conocíamos mucho la historia de la cárcel, no había todos los medios que hay ahora. Es más, creo que la mayoría ni tenía conocimiento de esa cárcel, pero el lugar estaba casi en las mismas condiciones en la que había dejado de funcionar”, contó Rodríguez.

Con la memoria casi intacta de aquellos tiempos describió que “nos tocaba dos por celda. La nuestra era de 2×1,50 metros y ahí entraban dos camas tipo cuchetas. Siempre nos despertábamos del frío que hacía. En la escalera donde se subía al segundo piso, en el fondo, generalmente había hielo porque la humedad se llegaba a congelar. En los pasillos había techos de vidrio que le faltaban partes y se generaban hilos de agua congelada”.

En su visita a la cárcel -ahora museo-, Juan Carlos encontró la habitación en la que dormía durante sus días de servicio.

Isla de los Estados

Pero habría un contexto aún más gélido donde cumplir servicios: la Isla de los Estados, ubicado en el extremo oriental de Tierra del Fuego, unos 30 kilómetros mar adentro.

Para llegar hasta allí había que navegar durante quince horas, atravesando el Canal de Beagle y el Estrecho de Le Maire, una ruta con condiciones climáticas extremas, corrientes de hasta 10 nudos en temporadas de tormenta y mareas de varios metros de alto.

El traslado se hacía en el buque ARA Alférez Sobral, que fue transferido a la Armada Argentina desde Estados Unidos después de combatir en la Segunda Guerra Mundial y que más tarde también luchó en la Guerra de Malvinas. La nave fue retirada en 2018 y hundida en mayo de este año.

“Después de la cárcel nos trasladaron a la Isla de los Estados, donde había una base de la Armada. Nos llevaron en el Sobral. Salimos a la tarde y llegamos al otro día. La ida fue más o menos buena, pero el regreso fue con olas de 3 o 4 metros, que para el que no está habituado era para pasarla mal. Yo pasé abrazado a un poste en la popa del barco, con náuseas, vómitos y más de noche, que no se veía nada”, recordó.

Una vez llegados se instalaron en la base que consistía en tres casillas de fibra de vidrio de 3×3 metros, separada una de la otra. “En ese lugar éramos tres: un buzo de Mar del Plata, un jujeño y yo. Ahí estuvimos con temperaturas de 15 grados bajo cero durante unos 45 días en pleno julio. Sin estufa era inhabitable. Ahí teníamos que cumplir función. Nos movilizábamos muy poco porque era todo hielo, recorríamos una parte, hasta donde se podía caminar y sino teníamos un bote para andar por la costa. En ese tiempo el inconveniente era con los chilenos, no con los ingleses todavía”, explicó.

Para llegar a la Isla de los Estados había que navegar unas 15 horas.

El regreso

Cuatro décadas después de esa experiencia, Rodríguez volvió a recorrer esos mismos paisajes, pero en un viaje que realizó mano a mano con uno de sus hijos, el influencer, blogger y comunicador Octavio, Estandap3r en las redes.

Volver a Ushuaia era un viaje que tenía postergado. Tenía los medios, pero faltaba animarse. Fue muy emocionante regresar 43 años después y reencontrarse con parte de la historia de mi vida. Siempre fue un sueño volver y ahora se dio la oportunidad con Octavio, que es viaje y está más habituado. La verdad que pasamos muy bien y volvimos muy contentos”, contó.

Junto a Octavio volvió a ingresar a la cárcel del fin del mundo, hoy convertida en museo y al recorrer sus pasillos encontró la misma celda que fue su habitación. “Yo identifiqué mi celda porque me acuerdo que cuando entrábamos por el pasillo lo hacíamos a los trotes y ante el primer cruce de una baranda a la otra, a la derecha era mi habitación, por eso lo tenía bien memorizado”, detalló.

De aquellos días también recuerda a sus compañeros, puntualmente a uno, a otro misionero, Juan Ramón Toledo, de quién nunca más supo a pesar de haberlo buscado en tiempos modernos.

“Nos dieron de baja en febrero o marzo del 82. Éramos dos de Misiones, nos volvimos en tren desde Buenos Aires y ahí no más lo perdí. Lo busqué y nunca más”, cerró.

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Kevin Bogado, de Garuhapé al mundo como comunicante en la fragata Libertad

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Kevin Bogado

En este preciso momento, en alguna coordenada de altamar, hay un misionero que se encuentra rumbo al puerto de Kristiansand, en Noruega. Viene de visitar Recife (Brasil) y Ferrol (España), pero aún le queda varios miles de millas náuticas por recorrer. El protagonista de esta historia es el cabo primero comunicante de la Armada Argentina y radioaficionado Kevin Bogado, quien forma parte de un viaje de instrucción a bordo del emblemático buque escuela fragata ARA Libertad.

Bogado es oriundo de Garuhapé, donde se crió junto a su madre, su padrastro y un hermano. El muchacho es padre de dos niños, Benjamín y Cloe Olivia, e inició su carrera en la Armada en 2017, apenas culminado los estudios secundarios.

De su pueblo natal viajó entonces a Posadas, donde se dirigió a la delegación naval en busca de información para luego empezar a escribir su propia historia dentro de la institución. “Al principio pensé en elegir Informática, pero finalmente me incliné por Comunicaciones”, recordó en un diálogo con la revista especializada Gaceta Marinera.

“Fue una linda experiencia donde hice muchos amigos y compañeros”, destacó Bogado sobre esa etapa y rememoró que su primer destino fue el destructor ARA Sarandí, con el cual navegó por el sur del país y conoció Ushuaia. También hizo la Campaña Antártica de Verano 2022-2023 con el rompehielos ARA Almirante Irízar.

El misionero Kevin Bogado junto a su compañera, la salteña Melisa Vega.

Comunicante

Hoy su especialidad en la fuerza es de comunicante y su presente lo ubica embarcado en la fragata Libertad, siendo parte del Viaje de Instrucción 53, cumpliendo una función clave para la navegación, el intercambio y la integración cultural.

Dentro del buque escuela, tanto Bogado, como su compañera de área, la cabo principal Melisa Vega, combinan sus funciones militares con su pasión por la radio afición, realizando transmisiones regulares que permiten interactuar con aficionados a nivel global.

Según explica Gaceta Marinera, ambos marinos operan con el indicativo (o código de canal) LU8AEU/MM. Las primeras siglas se corresponden a Libertad, mientras que la doble M refiere a Móvil Marino.

“Conocer otros equipos, otras formas de operar, salir del marco estructurado de la comunicación militar; me permitió crecer mucho profesionalmente”, admitió el misionero Bogado. “Transmitimos un mensaje del país en cada rincón del planeta”, coincidió con Vega, que es de Salta.

La travesía de la Embajadora de los Mares comenzó el 7 de junio, cuando la embarcación zarpó de Buenos Aires con un total de 270 tripulantes. El regreso está previsto para el 23 de noviembre, luego de 169 días y un recorrido de aproximadamente 22.000 millas náuticas.

En lo que va del viaje la fragata ya atracó en el puerto brasileño de Recife y en el español de Ferrol. El destino inmediato ahora es Kristiansand, una de las localidades más sureñas de Noruega.

El itinerario contempla, además, ciudades como Hamburgo (Alemania), Ámsterdam (Países Bajos), Lisboa (Portugal), Puerto Limón (Costa Rica), Baltimore (Estados Unidos), Santo Domingo (República Dominicana) y Fortaleza (Brasil).

“En mi experiencia, dentro de la Armada nunca paro de sorprenderme; cada año es distinto y eso me gusta y anima”, resaltó Bogado, que de la tierra colorada pasó a azul profundo de las aguas del mundo.

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El médico misionero que vivió con indígenas en el Amazonas y es concejal en Eldorado

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Eldorado

Vendía diarios en las calles de Eldorado, cuando su destino se le apareció en la sección de noticias locales. Corría el año 2003, el país venía del derrumbe de la utopía primermundista inaugurada por Carlos Menem en 1989, que le explotó en la cara a Fernando de la Rúa en 2001, y para un adolescente pobre del interior el panorama no podía ser peor.

El protagonista de esta historia, Sebastián Tiozzo, concejal del PAyS de Eldorado, es uno de esos hombres que parece haber vivido varias vidas: estudió medicina en Cuba, fue de misión médica a Venezuela, donde vivió más de dos años con los Yanomamis, uno de los últimos pueblos indígenas de los que habitan el Amazonas en ser contactados por la aldea global; fue médico rural en Yabotí, con las comunidades mbya guaraní, en la selva misionera; y hoy, hace medicina comunitaria en un Caps de la misma ciudad, en que ese día de 2003 leyó en el diario su futuro.

Exiliados

“Nosotros éramos los llamados ‘exiliados económicos’, toda una generación”, describe Tiozzo, que entonces tenía 17 años, una incipiente militancia política estudiantil, toda la vida por delante y el oficio de diariero.

“Yo había terminado el colegio en 2002, y después del 2001, no teníamos muchas expectativas; mamá y mis tres hermanas, estaba difícil”, rememora, en diálogo con La Voz de Misiones.

La televisión de la época era un carretel de la desesperanza: fábricas cerradas, gente vencida, procesiones de desocupados; un abanico de cuasi monedas de nombres estrafalarios, clubes de truque y otros malabares económicos.

“Yo vendía diarios y fue por los diarios que me enteré que había jóvenes misioneros estudiando medicina en Cuba, chicos de Posadas; no había nadie del Eldorado”, cuenta Tiozzo.

La Escuela Latinoamericana de Medicina, de La Habana, donde se graduó Tiozzo en 2010.

La noticia fue como un principio de relevación para el canillita de 17, empeñado en hacer algo con su vida.

“Me enteré de la beca, fui a una reunión en Posadas, había gente de la Embajada de Cuba; no pedían casi nada, solo título del secundario”, relata Tiozzo.

“Entramos como 10.000 aspirantes. Yo me dije ‘voy a ganar’”, rememora.

“Seguí vendiendo diarios y un año después, 2004, gané la beca”, recuerda, como reviviendo el momento. “Era la única posibilidad que tenía de estudiar medicina”, dice y sentencia: “Fuimos una generación a la que Cuba nos salvó la vida”.

Ingresaron 100 argentinos aquel año, él entre ellos. “Yo no conocía mucho de Cuba. La gente, mis vecinos me asustaban con el comunismo”, cuenta Tiozzo. “No te van a dejar salir”, dice que le decían en el barrio.

“La verdad que yo no sabía si me iban a dejar salir o no; lo único que sabía es que no quería vender diarios el resto de mi vida”, comenta el hoy concejal del PAyS.

Cuba

Tiozzo llegó a Cuba ese mismo año, a la Escuela Latinoamericana de Medicina, una institución devenida en emblema del internacionalismo cubano, nacida para atender una realidad que había quedado al desnudo con los embates de los huracanes George y Mitch, en noviembre de 1998: la falta de médicos en Centroamérica y el Caribe.

Tiozzo vivió seis años y medio en Cuba, atravesó la isla de un extremo a otro, en un viaje por lo profundo de la revolución cubana, en una época en que la nación caribeña vivía una especie de renacimiento, con la estrella de su líder legendario y un escenario regional dominado por gobiernos populares.

Un joven Sebastián Tiozzo (segundo de la izquierda) con el puño en alto al pie del monumento al Che Guevara, en Santa Clara, Cuba.

Para el joven de Eldorado, el periplo cubano entrañaba una experiencia reveladora, no solo por el contacto directo con una realidad desconocida, sino a la manera de un viaje iniciático hacia el interior de sí mismo.

“Fueron años de mucho aprendizaje, en lo académico, en lo social, en lo humano”, dice Tiozzo.

“La mayoría de los profesores eran médicos que habían estado de misión en África, Asia, en varios lugares del mundo; la práctica académica se nutría con las historias médicas reales, de médicos reales, en contextos hostiles, situaciones de desastre, comunidades aisladas”, recuerda.

Las fotos de aquellos años lo muestran en actividades diversas: en la facultad, con el Mar Caribe de fondo; en una brigada de solidaridad, llevando música, juegos y asistencia a escuelas primarias de la isla.

Una de las fotos muestra a Tiozzo saludando al mítico comandante Fidel Castro, ya retirado y enfundado en el atuendo deportivo que adoptó cuando colgó para siempre su uniforme de jefe revolucionario.

Con el líder revolucionario Fidel Castro, en un encuentro en La Habana.

“Yo sabía que mi vida social y política iba a ser la que estoy haciendo ahora, y de inmediato me dije: ‘quiero tener esa experiencia antes de volver a Misiones”, comenta el médico y concejal de Eldorado.

Era 2010. Le faltaban seis meses para graduarse, cuando ocurrió el gran terremoto de Haití, que se cobró miles de muertos, devastó la capital del país y dejó millones de desamparados.

“Empezaron a ir compañeros del último año. Me quedé con las ganas”, dice Tiozzo, como lamentándose todavía por aquella primera misión humanitaria perdida.

Su oportunidad llegó varios meses después, ya graduado y con 25 años: el denominado Batallón 51, una brigada médica reclutada con el objetivo de llevar atención a los lugares más difíciles de Venezuela.

“Me anoté sin dudarlo”, cuenta Tiozzo. Relata que llamó por teléfono a Eldorado y le comunicó a su familia que Misiones lo iba a tener que esperar un poco más, y el 3 de septiembre de 2010 se embarcó en un vuelo directo de Cuba a Venezuela.

El Amazonas

En sus años en Cuba, Tiozzo pudo interiorizarse de la revolución bolivariana que lideraba el presidente Hugo Chávez en Venezuela, a través del testimonio de compañeros de ese país en la escuela de medicina.

“Íbamos en una brigada médica y también de apoyo al proceso bolivariano, para mí era apasionante y representaba un desafío que exigía mucho compromiso”, reflexiona Tiozzo.

Relata que su destino venezolano tampoco fue resultado del azar, sino que lo eligió: una ignota región de comunidades indígenas yanomamis, localizadas en lo profundo de la selva amazónica, en la frontera con Brasil.

“Son comunidades que en medio de la nada”, describe Tiozzo el remoto territorio, donde el paisaje se alarga en lo alto del río Orinoco, en el que vivió más de dos años.

En lancha por el río Orinoco, hacia lo profundo de la selva amazónica venezolana.

“Fueron unos años maravillosos”, exclama Tiozzo. En las fotos se lo ve a punto de abordar un avión en una pista de tierra, rodeada de montañas; navegando en lancha con una remera del Che; en la selva, en su uniforme de brigadista y con un machete al hombro; y auscultando a niños y mujeres de las aldeas yanomamis.

“Cada cuatro o cinco meses regresaba a la ciudad por unos días y después volvía en lancha”, cuenta Tiozzo.

Dice que la mayor dificultad fue el idioma, conformado por un abanico de dialectos inescrutables. Lo enfrentó con un cuaderno de anotaciones y predisponiendo el oído.

“Por suerte, había algunos yanomamis muy interesantes, que habían hecho cursos de agentes sanitarios, y para nosotros era espectacular, porque nos enseñaban la lengua y nos informaban acerca de la cuestión cultural, que también es algo en que no podés pifiar”, relata.

Esperando abordar un avión en una pista amazónica en 2011.

Cuenta que, entre las múltiples experiencias vividas con los indígenas amazónicos, la más fuerte fue un ritual funerario donde la tribu ingiere las cenizas del difunto.

Dice que entre los yanomamis terminó de comprender la noción de comunidad. “Ellos no no conocen el egoísmo, todo lo que tienen lo comparten”, valora Tiozzo.

Misiones

Al cabo de dos años y tres meses, el médico misionero graduado en Cuba concluyó su misión en el Amazonas venezolano, se despidió de la comunidad indígena que lo había acogido como uno de los suyos, y emprendió el regreso a la tierra colorada.

“Llegué y hablé con el doctor Oscar Herrera Ahuad, que por entonces era ministro de Salud y le pedí para trabajar con las comunidades mbya guaraní de la provincia”, cuenta Tiozzo.

El llamado de la selva lo llevó lo encontró recorriendo aldeas en todo el nordeste de Misiones: Yabotí, El Soberbio, San Vicente, San Pedro. Fueron otros tres años y medio.

Hoy, a la distancia el médico de Eldorado compara ambas experiencias y afirma que los yanomamis y los mbya misioneros “son pueblos totalmente distintos, casi sin puntos en común”.

En una comunidad mbya en la selva misionera.

“Acá, los paisanos siempre están a la defensiva con los blancos”, dice Tiozzo y explica: “Los yanomamis, por estar tan intrincados, nunca conocieron el genocidio; recién hace poco que están teniendo vínculos con los blancos y todo resulta amistoso para ellos”.

Argumenta que la propiedad de la tierra, del pedazo de selva que las comunidades habitan, es otro dato a tener en cuenta.

“En el caso de los yanomamis, el ambiente natural es de ellos; y en cambio, acá las comunidades están sin tierras, sin techo, sin nada”, explica Tiozzo y concluye: “Es difícil ser feliz si te sacan todo”.

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