Historias
Joven posadeño le propuso matrimonio a su novia en las Cataratas del Iguazú
Las pasarelas de las Cataratas del Iguazú fueron escenario esta mañana, de una romántica propuesta de matrimonio de un joven posadeña a su pareja.
El hecho fue filmado y las imágenes llegaron a la redacción de La Voz de Misiones.
Según pudo averiguar este medio, los protagonistas de la historia son Yeremy Alderete , de 22 años, y Brisa Salinas, de la misma edad.
Ambos son de Posadas. El joven es estudiante de Ingeniería en Informática y la muchacha cursa en la Escuela de Enfermería.
En el video, se observa el momento exacto en el que Yeremy se arrodilla sobre las pasarelas de la Séptima Maravilla del Mundo y le exhibe el anillo de compromiso a Brisa, que no logra ocultar su emoción, ante los aplausos de los demás turistas.
El resto es historia: Brisa dijo que sí y besó a su pareja. ¡Éxitos!
Historias
Pablo Areguatí, el indio guaraní que gobernó Malvinas en el siglo 19

Es un personaje cuasi desconocido. Su nombre asoma de vez en cuando, siempre para el 2 de abril, el aniversario de la guerra de 1982, por las mismas islas por las que peleó con el grado de comandante 158 años antes.
Su nombre es Pablo Areguatí, un indio guaraní nacido en 1780, en lo que antiguamente era San Miguel Arcángel, uno de los siete pueblos jesuitas ubicados en la margen oriental del río Uruguay, donde su padre ejercía como corregidor, y que hoy es la ciudad de San Miguel das Missoes, en el estado brasileño de Río Grande do Sul.
La historia no ofrece mucho testimonio de su derrotero en los convulsionados años que le tocó vivir, más que algunas referencias puntuales que lo presentan como hombre de armas y estratega militar, y una trayectoria coronada como gobernador de las Islas Malvinas en 1824.
Según el historiador misionero Pablo Camogli, Areguatí perteneció a la generación de indios y criollos que, tras la Revolución de Mayo de 1810 y el inicio de las luchas por la Independencia, pudieron escalar socialmente y acceder a puestos administrativos y mandos militares, que les estaban vedados en los tiempos coloniales.
“Pardos, morenos, aborígenes y criollos en general, encontraron en la revolución el ámbito propicio para insertarse en la sociedad y ocupar espacios de mayor o menor trascendencia, pero siempre novedosos con relación a las posibilidades que tenían en los siglos anteriores”, escribe Camogli en su portal MTH.

La reducción jesuítica de San Miguel Arcángel, lugar de nacimiento de Pablo Areguatí.
Areguatí tenía, además, a su favor, sus orígenes aristocráticos, en el seno de una familia con vínculos políticos y predicamento en el entorno del marqués Gabriel de Avilés y del Fierro, séptimo virrey del Río de la Plata, que le posibilita estudios de gramática, lógica, filosofía y teología, en el entonces Real Colegio de San Carlos, que entre sus alumnos más notables tuvo a Manuel Belgrano, Mariano Moreno, Bernardino Rivadavia y Vicente López y Planes, el autor del himno nacional; y que estaba ubicado en el mismo solar que, hoy, ocupa el Colegio Nacional de Buenos Aires.
La vida política y militar de Areguatí despunta en la localidad entrerriana de Mandisoví, la antecesora de la actual Federación, erigida en 1.777 por Juan San Martín, el padre del Libertador, sobre asentamientos guaraníes existentes, y refundada por Belgrano en 1810, en una parada de su confiada marcha al Paraguay, donde caería derrotado en la célebre batalla de Tacuarí, que convirtió en mártir al niño correntino Pedro Ríos, y dio inicio a la leyenda del “tamborcito de Tacuarí”.
Belgrano nombró a Areguatí, alcalde y comandante general de milicias de Mandisoví, cargo desde el que enfrentó a los hombres de José Gervasio Artigas y su Liga de los Pueblos Libres, liderados por otro indio guaraní exiliado de la historia, Domingo Manduré, que lo derrotó y lo obligó a volver a Buenos Aires, donde se gestó la empresa que lo devuelve a la memoria cada abril.
En las islas
Imposible saber qué conocía Areguatí de las islas Malvinas cuando el destino lo cruza con Luis Vernet y su socio caído en desgracia, Jorge Pacheco, un veterano de guerra y dueño de saladeros, empobrecido, en la Buenos Aires del siglo 19.
Gracias a la ayuda de Vernet, el gobierno porteño le otorga a Pacheco el permiso para actividades ganaderas en Malvinas, que habían sido incorporadas formalmente a las Provincias Unidas del Río de la Plata el 6 de noviembre de 1820, marcando la continuidad de la presencia española en las islas desde 1767 hasta 1811, con más de 30 gobernadores coloniales.
Vernet consigue también que Areguatí sea nombrado comandante y todos se embarcan, a fines de 1823, en la flota compuesta de dos bergantines, el Fenwich y Antélope, y la goleta Rafaela, capitaneada por el indio guaraní, educado por los jesuitas y apadrinado por Belgrano.
Llevan pertrechos y cañones. Areguatí se propone defender la plaza de los piratas anglosajones de entonces, que tomarían, finalmente, las islas nueve años después, con el desembarco del capitán británico James Onslow, al mando de la corbeta Clío, la expulsión de las autoridades locales y el inicio de una ocupación colonial de 192 años.

El asentamiento en Malvinas, según una pintura de la época.
Cuenta el historiador argentino Felipe Pigna, que también indagó en el personaje, que Areguatí llegó a Puerto Soledad en febrero de 1824, al frente de una exigua tropa y una comitiva de peones con sus familias; Emilio Vernet, hermano de Luis y un comerciante inglés, identificado como Rupert Schofield.
“Durante seis meses al mando, soportando los rigores del clima, tratando de contener a los piratas norteamericanos e ingleses, hacer valer nuestra soberanía y de tornar prósperos sus negocios de ganadería y explotación de las loberías”, escribe Pigna.
“El inglés Schofield resultó ser un alcohólico que poco hizo por el proyecto ganadero. La situación era muy difícil de sostener y el gobernador guaraní debió renunciar y regresar a Buenos Aires”, relata.
Las crónicas no recogen los pormenores de la actuación de Areguatí en Malvinas. No hay relatos de escaramuzas y hazañas, terrestres y navales. Nada que retrate su indudable valor y arrojo en el campo del honor, en un territorio hostil, desconocido y muy distinto del verde y rojo de toda su vida.
El comandante Areguatí regresa exhausto y decepcionado al Río de la Plata. La burocracia porteña no lo abandona y es designado funcionario de la Aduana de Buenos Aires, primero; y, después, oficial de justicia. Muere en 1831, dos años antes de que los ingleses tomaran las islas, y a casi dos siglos de distancia de que su nombre volviera a retumbar entre los ecos de una guerra que se anotó en la historia para siempre.
Historias
Un día con Geraldine Madelaire: arte callejero y resistencia

Son contados los segundos que dura el show. Cuando las luces rojas se encienden, es momento de acelerar y de retirarse cuando el verde asoma. La artista toma sus clavas y comienza a lanzarlas al aire mientras recorre la senda peatonal. Con el rabillo del ojo observa a los automovilistas, buscando algunas sonrisas. Hace 15 años, Geraldine Madelaire decidió que el arte no solo sería su pasión, sino su forma y sustento de vida.
En una entrevista con La Voz de Misiones, Geraldine relató sus inicios en el arte callejero, enumeró los desafíos que enfrenta y contó cómo percibe la respuesta del público.
La música como refugio y motor
Hace más de diez años, transitó una separación y, tras haber sido ama de casa toda su vida, Geraldine se preguntó qué recursos tenía para salir adelante. Insertarse en el mundo laboral a los 30 años no fue sencillo. “Comencé a revolver, revolver y revolver. Entonces encontré a la música y la cocina, que son mis pasiones. Así fue como me convertí en una… cocinera musical”, recordó.
Aunque hoy no tiene miedo de tomar el micrófono, animar al público o construirse un vestuario llamativo, al principio la vergüenza fue su principal barrera. Comenzó tocando en grupo, acompañando a otros artistas que ya tenían experiencia en la calle. Se limitaba a tocar el tambor en la vereda, evitando dar un paso hacia la calle, temerosa ante la mirada del público.
“Yo pensaba que hacer música callejera era como bajar un escalón, pero después me di cuenta de que nada que ver, porque la misma puesta en escena que tenés que poner en un escenario, la ponés en la vereda, en la calle o frente al shopping”, comentó sobre sus inicios.
Sin embargo, un día se encontró sola y, sin la posibilidad de volver a su hogar con los bolsillos vacíos, se llenó de coraje e hizo un show unipersonal por primera vez.
En ese camino, la artista formó grupos musicales con discos de estudio, como Mizioneros Reggae, y actualmente forma parte de Tercer Ojo. Respecto a las oportunidades para sostenerse económicamente de la música, contó que “cuando no hay posibilidades de que te contraten acá o allá, vos sabés que si salís a la calle, te traés la plata”.
@lavozdemisiones🎤 Geraldine Madelaire: 15 años de arte callejero en Posadas Hace 15 años, tras una separación, encontró en la música y la cocina su forma de salir adelante. Pero el camino no fue fácil: tuvo que romper el miedo y la vergüenza para animarse a tocar en la calle, algo que logró primero tocando en grupo. Hoy, con años de experiencia, muchas personas le dicen que jamás se animarían a hacer lo que ella hace, y para ella eso es una señal de lo valioso que es su trabajo. #LaVozdeMisiones♬ sonido original – La Voz de Misiones
El show justo en el lugar correcto
Combinando la música con el malabarismo, la entrevistada explicó que, si un artista logra encontrar un buen lugar y realizar un gran show, con esta profesión se puede conseguir un salario similar al de un trabajo de oficina.
“Más de dos o tres horas no se puede actuar. Nosotros cantamos sin micrófono ni amplificadores, entonces después de ese tiempo se pueden lastimar las cuerdas vocales o los dedos, ¡más aún si hace frío!”, describió mientras mostraba que, para esta entrevista, sus amigos y vecinos trajeron desde el barrio un equipo de sonido especialmente para la ocasión. Este trabajo le permitió sacar adelante a su familia y sostenerse junto a uno de sus hijos, que aún vive con ella.
La artista considera que no es una cuestión de “no valorar el arte”, sino que la situación económica afecta a todos por igual y no hay suficiente efectivo circulando para colocar en la gorra. En la Plaza San Martín, con estudiantes, trabajadores y jubilados circulando a su alrededor, toma el micrófono y comienza a cantar uno de sus temas propios. La gente sonríe, otros evaden la mirada y algunos acompañan con los pies, sentados en su lugar.
“Yo aprendí a no tomármelo personal. Hay gente que quizás perdió su trabajo o se le murió la mamá, entonces no te podés enojar. Aprendí que no es conmigo, sino que cada uno tiene su vida. Sin embargo, creo que en el fondo, a todos les gusta”, reflexionó sobre la actitud del público.
El arte como salvación y encuentro
La música y el arte la llevaron a recorrer distintos lugares, como Córdoba, Buenos Aires y Brasil, y comentó que el público siempre es ambiguo. “A mí me tocó estar cantando y que la gente llore”, relató mientras, detrás suyo, un adolescente con uniforme escolar se anima a pedir una guitarra y toca “El Anillo del Capitán Beto”.
Geraldine no considera necesario ser un virtuoso en la guitarra o tener una voz única e inigualable. Para ella, lo importante es el mensaje y la entrega. “El arte, por más pequeño que sea, es valioso porque puede salvar una vida”, afirmó con convicción.
El sol va bajando en la plaza y las últimas notas resuenan en el aire. Un pequeño grupo aplaude con entusiasmo, otros dejan caer algunas monedas en la gorra. La artista sonríe y agradece, consciente de que, en cada presentación, el arte sigue cumpliendo su propósito: conectar, emocionar y, quizás, cambiar una vida.
Antes de despedirse, Geraldine compartió una última reflexión: “Cuando paso mucho tiempo sin cantar o tocar en la calle, lo extraño. Porque en esos lugares conozco gente, conecto y siento que todos somos iguales”.
Para ella, la calle es más que un escenario: es un espacio de encuentro donde el arte borra diferencias y acerca a las personas.
Historias
Mbororé, 384 años de una hazaña misionera y guaraní

El 11 de marzo de 1641, hace 384 años, una armada precaria, impulsada más por el arrojo de sus hombres que por el poder de sus armas, expulsó a una de las últimas escuadras de bandeirantes portugueses que incursionaban en territorios de la entonces América española, con fines de robo y esclavitud.
La gesta, que forma parte de las efemérides misioneras y tiene su serenata anual, tuvo como epicentro el Cerro Mbororé, un peñón de piedra caliza que se alza sobre el río Uruguay, a un puñado de kilómetros de la actual localidad de Panambí. Hoy, dos cruces de madera recuerdan la hazaña de aquel ejército de indios y sacerdotes jesuitas que enfrentaron una fuerza que los doblaba en número y poder de fuego, y vencieron.
Los historiadores coinciden en señalar que la bautizada Batalla de Mbororé fue el primer combate naval de la historia argentina, aunque hubiera ocurrido doscientos años antes de los sucesos de 1816 en Tucumán, que marcaron el inicio de la construcción nacional.
Bandoleros y esclavistas
“Bandeirante” es una palabra portuguesa que refiere a “bandeira” (bandera) y, mientras la historiografía española los presenta como bandoleros armados y peligrosos, en Brasil la narrativa oficial les reconoce un papel indiscutible en la expansión portuguesa más allá de los límites establecidos en el Tratado de Tordesillas, de 1494, que pretendía ponerle un freno a las ambiciones de Lisboa en América.
Las bandas de bandeirantes comenzaron sus incursiones armadas hacia el sur del continente, unos cincuenta años antes del choque de esa mañana en aquel tranquilo recodo del río Uruguay.
Descendientes de primera y segunda generación de portugueses de San Pablo, los bandeirantes perseguían los sueños de riqueza alimentados por dos siglos de historias sobre la abundancia de oro y plata en los territorios ocupados por España; como también, la cacería de guaraníes para venderlos como esclavos a fazendeiros y burgueses de metrópolis que empezaban a relucir.
Pronto, las reducciones de la Compañía de Jesús se convirtieron en objetivo y los ataques arreciaron, lo que llevó a los jesuitas a armar y entrenar a los indígenas para la defensa de sus territorios.
Curas como Cristóbal Altamirano, Pedro Mola, Juan de Porras, José Domenech, Miguel Gómez y Domingo Suárez, que se lucirían en Mbororé, conformaron verdaderos estados mayores jesuitas que, no solo perfeccionaron el arte de la guerra conocido hasta entonces en estas tierras, sino que frenaron y desalentaron definitivamente las incursiones invasoras.
La trampa perfecta
Sesenta canoas, con medio centenar de arcabuces y mosquetes, conforman la armada del cacique Abiarú, que flota inmóvil en el arroyo Mbororé; mientras, en tierra, miles de guaraníes comandados por el cacique Ñeenguirú, esperan atrincherados al enemigo que, a esa hora del amanecer, navega confiado hacia la trampa.
La escuadra bandeirante se compone de una numerosa flotilla de balsas y mas de 3.000 hombres bien pertrechados: unos 500 europeos y mamelucos (nombre que los portugueses daban a los mestizos), y el resto, dos millares y medio de indios tupíes, temidos por su fama con los arcos y los proyectiles de piedra.
Es una fuerza descomunal, comparada con el despliegue de los defensores guaraníes y jesuitas que, pese a la desproporción de recursos, tienen a su favor el conocimiento del terreno y hasta cuentan con un arma secreta, producto del ingenio como de la desesperación: cañones de tacuaruzú, que permiten uno o dos disparos, y que resultan decisivos.
El choque se inclina, enseguida, a favor de las fuerzas de Abiarú, que emergen de las sombras del río y sorprenden, de tal manera, al enemigo, que este no tiene más opción que replegarse y buscar refugio en las orillas, donde lo espera Ñeenguirú y sus hombres.
La emboscada funciona y los bandeirantes apenas alcanzan a escapar, para reagruparse en una posición que nunca consiguen convertir en fuerte, y de la que pueden huir solo unos pocos afortunados, que sobreviven para contar la derrota a sus patrones en San Pablo.
Mbororé es un hito, afirman los historiadores. El relato de los hechos escala los límites de la proeza y describe la más grande hazaña misionera y guaraní que hoy se recuerde en la Tierra Sin Mal.
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