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Dictadura y secuestros en la selva: la historia de la hostería Hoppe en Cataratas

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Los restos de la Hostería y Camping Hoppe, ubicada en plena selva dentro del Parque Nacional Iguazú y demolida en 1979, un año después del secuestro de su propietario Juan Hoppe, del militante montonero Manuel Javier Corral -aún desaparecido- y de varios turistas extranjeros, en el marco de las operaciones perpetradas por las fuerzas armadas durante la última dictadura militar, serán señalizados como sitio de la memoria por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación.

El anuncio fue realizado ayer, a través de redes sociales y luego de una actividad concretada junto a Guillermina y Mariana, hijas de Hoppe y Corral, respectivamente, quienes por primera vez visitaron el lugar donde el 21 de febrero de 1978 sus padres fueron secuestrados por unos veinte militares que irrumpieron a punta de fusiles en medio del silencio y la oscuridad de la selva paranaense.

La señalización del lugar como nuevo sitio de la memoria se realizará a partir de un acuerdo entre la Secretaría de Derechos Humanos y la Administración de Parques Nacionales de Argentina. El lugar fue localizado tras una investigación iniciada por la guardaparque retirada Nancy Ruiz de Martyniuk, con más de 20 años de servicio en Cataratas.

Gran parte de los violentos sucesos ocurridos durante esa madrugada de febrero en la hostería Hoppe fue narrada por Guillermina, que en ese momento tenía 14 años y fue testigo del horror junto a sus nueve hermanos. El más grande tenía 16 y el más chico apenas seis meses. Tras el secuestro de su padre, todos quedaron al cuidado de una tía, aunque en precarias condiciones. Sus vidas cambiaron por completo.

Los recuerdos de Guillermina -como los de Mariana Corral- fueron volcados en el libro “Historias con nombres propios III” (2011), a partir de un compilado realizado por Amelia Báez, ex presa política y funcionaria de Derechos Humanos en Misiones, con escritos confeccionados por familiares y víctimas del terrorismo de Estado en Misiones.

La cabaña Hoppe

Juan Hoppe, oriundo de Polonia, era ingeniero de puentes. Participó de la Segunda Guerra Mundial, llegó a Misiones en 1948 y fue el creador de las primeras pasarelas para recorrer las Cataratas.

El hombre tenía una casa dentro del Parque y luego de construir las pasarelas, quedó encargado de mantener los árboles bajos en cercanías al aeródromo, que en esa época funcionaba donde ahora es el acceso principal al predio.

Con el auge del turismo, su casa dejó de ser solamente su casa y con los años se transformó en lo que terminó siendo la Hostería y Camping Hoppe. Visitantes de todas partes del mundo se alojaban en el lugar, en medio de la selva, de la oscuridad, casi aislados y rodeados de yaguaretés en su hábitat natural.

Parte de los cimientos que quedaron como vestigio de las cabañas Hoppe dentro del Parque. FOTO: Secretaría DD.HH. de la Nación

“Era una hostería impresionante. Tenían diez cabañas de madera y diez de material, cada una con baño privado, además de una zona para carpas. Hoppe también había hecho una pileta natural con agua de arroyo, que no tenía impacto negativo en el lugar. Tenía un máquina para generar energía y una bomba para el agua. Era una persona muy ingeniosa. Empezó a ofrecer servicios y por eso para mí fue el primer hospedaje familiar de la historia de Puerto Iguazú”, detalló en diálogo con La Voz de Misiones la guardaparque Ruiz, que investigó la historia de la hostería a partir del hallazgo de los cimientos de las construcciones durante una de las recorridas por el Parque en el marco de una labor de eliminación de plantas exóticas, “invasoras” o “plagas”.

Hasta allí llegó una vez Manuel Javier Corral, más conocido como Manolo, cuyo paradero aún se desconoce y es uno de tantos los militantes políticos que permanecen en condición de desaparecidos desde el golpe de Estado ejecutado el 24 de marzo de 1976.

Corral nació el 20 de agosto de 1943 en Galvez, provincia de Santa Fe. Vivió un tiempo en Capital Federal, formó parte de grupo nacionalista Movimiento Nueva Argentina (MNA) y estudió ingeniería hasta que en 1971 fue detenido acusado de ocultar armas en un “embute”, término de origen lunfardo y utilizado en esa época por militantes para designar el escondite de elementos “comprometedores”, como armamento, libros o insignias peronistas.

Manolo estuvo preso en los penales de Devoto, Caseros y Ezeiza, hasta que fue liberado por la amnistía del 25 de mayo de 1973.

Tras su liberación se casó con la mujer que luego fue madre de su hija Mariana, pero el matrimonio no prosperó y por su compromiso militante tuvo que pasar a la clandestinidad. Su familia ya poco y nada sabía de él para ese entonces, aunque luego confirmaron que Manolo era parte de la organización Montoneros.

En marzo de 1977 Corral se fue a Brasil, pero antes de ello, intuyendo que su final podía llegar en cualquier momento por la persecución política que sufría, escribió una carta para que Mariana la leyera cuando cumpliese 15 años. Esos escritos luego se transformaron en un libro, “Cómo enterrar a un padre desaparecido”, del periodista Sebastián Hacher.

Pero el santafesino iba a durar poco en el extranjero. En noviembre de 1977 regresó a la Argentina y después emprendió viaje hacia Puerto Iguazú, donde se alojó en la hostería Hoppe, lugar que ya conocía previamente. Se quedó ese verano y también empezó a trabajar para el dueño, Juan, con quien entabló una amistad.

La recorrida en la selva para llegar hasta los restos de las cabañas.

Durante esa última estadía Corral conoció a Ana María Cavallieri, una mochilera cordobesa que estaba recorriendo el Litoral. Se enamoraron, iniciaron una relación y aguardaban emprender viaje hacia Brasil nuevamente. La quimera consistía en llegar hasta México. Comenzar de cero.

Pero el 21 de febrero de 1978, a las 2 de la madrugada todo cambió.

Secuestros en la selva

Veinte militares vestidos de civil llegaron a punta de fusiles a la hostería preguntando por “los guerrilleros”. En baúles de falcons y en cajas de camionetas prestadas por la empresa de turismo Tucán, se llevaron todos. A Corral, a Hoppe y a al menos siete turistas (dos daneses, dos estadounidenses, un alemán y dos porteños).

“A los turistas que se alojaban en las carpas en el sector de camping los fueron a buscar a todos, no se salvó nadie. Los trajeron arrastrados haciendo cuerpo a tierra hasta la casa donde estaba la hostería por el camino que estaba lleno de ripio”, recordaría luego Guillermina para el libro de Amelia Báez.

En total fueron doce horas de amenazas, intimidaciones y golpes para todos de parte de los militares que preguntaban “por las armas” y “los guerrilleros”. Uno de los integrantes de esa patota fue reconocido como “Chelo”, un conocido policía del destacamento de Puerto Iguazú.

Todos los detenidos fueron llevados hasta Posadas, donde quedaron alojados en distintos lugares. Hoppe fue torturado y desde su celda también oída como golpeaban a Corral, que luego se habría identificado como montonero que liberen a los demás.

Unos quince días después, el ingeniero polaco y los turistas fueron liberados, entre ellos Ana María Cavalieri, que regresó a Córdoba, pero de Corral nunca más hubo noticias.

Manolo Corral tenía 34 años cuando fue secuestrado Iguazú. Permanece desaparecido.

“A partir de ese momento, comienza un largo recorrido por tribunales, comisarías, pedidos de hábeas corpus, telegramas, etc. Todas gestiones son inútiles. El 7 de noviembre de 1978, mediante un télex, el Ministerio del Interior hace saber que el Ejército ha informado que mi padre ‘fue liberado por falta de mérito, dirigiéndose a la Pcia. De Buenos Aires’. El télex vino de Puerto Iguazú firmado por el Jefe del Comando. Sin noticias. Todos los hábeas corpus presentados posteriormente también fueron rechazados”, reconstruyó, en “Historias con nombres propios III”, Mariana Corral la lucha de su familia para obtener novedades de su padre. Todo fue en vano. De Manolo nunca más se supo más nada. Sigue desaparecido. Sólo quedaron su rostro, sus memorias y la carta dirigida a su hija.

Hoppe, en tanto, regresó a Puerto Iguazú, pero nada fue igual. Los aprietes que ya venía recibiendo para desalojar su casa y su complejo dentro del Parque se profundizaron. Así fue que en septiembre de 1979 debió abandonar el lugar y exiliarse en Presidente Franco (Paraguay), dejando a sus hijos en Iguazú hasta que tiempo después pudo llevarlos nuevamente con él.

Fue durante esos años en Paraguay que Hoppe le contó a sus hijos todo lo que había padecido durante su secuestro y recordó las últimas veces que vio a su amigo Corral.

“En un momento en el que se pasaban salmuera (le ordenaban que se pasaran) para que se cubran los golpes, Corral le dijo a mi padre que una sesión más de tortura no aguantaba, entonces mi papá le dijo que les suplicara. En un momento escuchó que Corral decía que le dejaran ver el mundial y que quería ver a la Argentina salir campeón. También escuchó, ya que permaneció siempre vendado, que varios detenidos decían que no iban a comer más porque preferían morir, no aguantaban más tantas torturas”, recordó Guillermina sobre las experiencias narradas de su padre.

La guardaparque Ruiz -al medio- junto a las hijas de Corral y Hoppe.

La familia Hoppe regresó a Argentina en 1983, pero el ingeniero polaco falleció poco antes de 2010. Murió lejos de su histórica cabaña y sin justicia por todo lo padecido, ni por su secuestro, tortura y exilio, ni por su desalojo. Fue uno de los pocos que no fue incluido en el plan de reubicación de primeros pobladores del área Cataratas realizado por la Administración de Parques Nacionales en su momento.

“Él no estaba de manera ilegal ahí, pero de igualmente en la orden de desalojo figuraba como un ‘invasor’. Toda esta investigación también forma parte de la historia oral de esos primeros pobladores y ayuda a la memoria. Lo oculto debe salir a la luz. La justicia engrandece a una nación, se ha sacado la afrente de ese lugar”, reflexionó la guardaparque Ruiz.

Ahora, más de 40 años después, la Secretaría de Derechos Humanos señalizará un sitio de la memoria dentro del Parque para recordar lo sucedido durante esa madrugada de terror en la hostería Hoppe.


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Los hermanos Enríquez Pacheco, de La Placita a ser fusilados por la dictadura

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Eran hermanos. Uno paraguayo y otro argentino, de padres exiliados por la dictadura de Alfredo Stroessner en el vecino país, Ciriaco Enriquez y Rosalinda Palcheco Mereles, y que junto a otros miles de sus compatriotas emigraron a través de las fronteras, en una interminable diáspora que duró 35 años.

Pablo Enríquez Pacheco nació el 17 de agosto de 1947 en el Departamento Pilcomayo, provincia de Formosa, el distrito inmediatamente fronterizo con Asunción y sus ciudades metropolitanas satélites.

José Arístides Enríquez Pacheco, el menor, era nacido en Asunción, el 27 de agosto de 1948.

Ambos, vivían con sus padres en un barrio posadeño célebre para la memoria: El Chaquito, en las orillas del río Paraná, una zona que quedó bajo el agua con Yacyretá, y que en la época en que la familia Enríquez Pacheco llegó en balsa, a mediados de los años ’60, y se instaló en el caserío poblado por paraguayos refugiados del régimen de mano dura del general Stroessner, era un arrabal de Posadas donde se combinaba el guaraní con la militancia política.

Comerciantes de toda la vida en Posadas, el local familiar continúa en La Placita.

De esa familia resultaron los hermanos, que de Posadas fueron a buscar fortuna a Buenos Aires, la meca de todos los tiempos de la migración paraguaya, que repite hasta hoy el mismo derrotero y destino.

“Vayan a trabajar en lo que sea, y se fueron los dos; tenían menos de 30 años cuando eso”, cuenta su hermana Elizabeth Enríquez, próxima a cumplir los 60 años, que en la época en que transcurre la historia tenía unos 12.

“Lichi”, como la conocen en el Mercado Municipal La Placita, heredó el local familiar, y convirtió el almacén de su padre en una librería y juguetería, que atiende personalmente.

“Ellos se fueron a trabajar de albañil. José con el tiempo se hizo también fotógrafo. Los dos militaban en la Juventud Peronista. En el barrio donde vivían había mucha militancia en esa época”, relata la  hermana sobre los dos hombres, de cuyo secuestro y muerte por parte de las fuerzas represivas, se cumple hoy 46 años.

Ejecutados

Los hermanos Enríquez Pacheco fueron secuestrados en dos operativos militares, entre el 31 de marzo y el 3 de abril de 1978. A José se lo llevaron primero, y después a Pablo, con uno o dos días de diferencia. No hay precisión en cuanto a la ubicación de los secuestros. Los datos suponen que fue en el barrio donde vivían, sobre la calle Heredia, en Villa Domínico, partido de Avellaneda. Ambos fueron fusilados el mismo día, 4 de abril, y arrojados en un monte. Sus legajos en la Conadep no recogen testimonios de su paso por alguno de los centros clandestinos de detención (CCD) de la época.

“Ellos fueron secuestrados, torturados y desaparecidos; quemados y mutilados”, dice Elizabeth. “El cuerpo de mi hermano mayor fue encontrado sin una mano”, apunta.

Adolescente entonces, Elizabeth recuerda que todo ocurrió en las semanas previas al Campeonato Mundial de 1978, que terminó con la Argentina campeona del mundo, y con el que el régimen intentó lavar su imagen ante el mundo, en un momento en que la voz de los miles de exiliados se hacía sentir en Europa y Estados Unidos.

Aun así, con la máquina de matar a pleno, todo era entusiasmo por la Copa de la Fifa. “Toda la gente festejaba y mi familia lloraba”, dice Elizabeth.

Cuenta que, enterado de los hechos, su padre, veterano militante y sindicalista, dejó su comercio en el Mercado Municipal y viajó a Buenos Aires para ver qué había pasado con sus hijos.

“En esa época de los ‘70 no había celulares y el único teléfono era acá en La Placita”, recuerda Elizabeth. Cuenta que su padre se comunicó de inmediato con amigos en la capital y con el monseñor Jorge Keremer, el primer obispo que tuvo Misiones, un hombre indiscutiblemente reconocido por sus esfuerzos en materia de derechos humanos durante la dictadura cívico militar.

“José pudo escapar, con una bala atravesada en la garganta, y llegó a un hospital. Una enfermera se animó a ir a hablar con un amigo para avisarle. Pero cuando llegaron él ya había muerto”, narra su hermana.

Su padre hizo la denuncia y rescató los cuerpos. Las partidas de defunción consignan como causa de la muerte “paro cardiorespiratorio”. No hubo mayores explicaciones. Ambos están sepultados en el cementerio de Avellaneda, provincia de Buenos Aires.

Cuenta su hermana que en el sepelio solo se permitieron pocas presencias: “No dejaron que vayan sus amigos, pero igual fueron muchos que pasaban discretamente y arrojaban alguna flor”, recuerda.

El Chaquito

La hermana de las víctimas de esta historia reconoce en el cruel destino de sus hermanos, el derrotero familiar signado por la persecución y el exilio.

Elizabeth Enríquez estructura su relato por el final, que es donde el nudo de la trama se desata. A partir de ahí, desanda el tiempo y la retrospectiva lleva la historia a la infancia en El Chaquito, en Posadas, donde nació, mucho tiempo después del arribo familiar, y vivió con Pablo y José, hasta que estos marcharon a Buenos Aires.

“Mi papá tiene una historia dura. Viene de Asunción. Era militante del Partido Febrerista”, dice Elizabeth, en referencia a una organización política paraguaya de centro izquierda, nacida con el nacionalismo de la posguerra del Chaco, con Bolivia.

“Él allá no conseguía trabajo y emigraron a Formosa, donde nació Pablo, pero no les fue bien y volvieron a Asunción y ahí nació José”, relata.

Elizabeth recuerda que El Chaquito y el barrio aledaño conocido entonces como San Cayetano “tenía mucho movimiento social” y los allanamientos militares a los vecinos eran recurrentes.

“Toda mi familia padeció. Éramos perseguidos, en mi casa rompían todo los militares”, señala.

“A mi papá también le costó conseguir trabajo por su militancia sindical. Trabajó en el aserradero Heller y lo echaron por militante”, cuenta.

“Mis hermanos de muy joven se fueron. José creó su empresa propia haciendo fotografía. Estudió allá”, dice Elizabeth y agrega: “Eran comprometidos, tenían ideas, querían cambiar el mundo”.

De hecho, José Arístides llegó a destacarse en el ámbito de la fotografía documental y logró varias de las tomas más famosas de la vuelta al país de Juan Domingo Perón, el episodio que se conoció como la “Masacre de Ezeiza”.

“Hizo muchas fotos comprometedoras en los inicios de la dictadura. Por ahí creo que quedó marcado, y calculo que por eso le hicieron el operativo”, dice Elizabeth.

Rabia y Memoria

“A mí me pega mucho la fecha del 24 de marzo”, afirma Elizabeth. No, por el aniversario del golpe de 1976, sino por las marchas de familiares y organizaciones, que a 48 años le siguen poniendo rostro a las víctimas del horror y renuevan el mismo reclamo de justicia.

“Todos los 24 marchábamos con mi papá. A veces éramos muchos, otras veces éramos pocos”, dice Eizabeth.

Esta marcha que pasó ahora, creo que fue una que nunca viví, porque hubo muchísima gente”, sostiene y agrega: “Me emocionó ver, porque pucha a pesar del contexto político y económico que la gente se comprometa y salga es muy fuerte”.

“Yo no quiero olvidarlo nunca, porque el daño que provocó en nuestra familia fue irreparable. Tengo dos sobrinas que crecieron sin padre. El dolor de mi mamá, que veíamos diariamente, y que le llevó muchos años volver a tener una vida normal y recomponerse”, afirma.

En internet no hay registro fotográfico de Pablo ni de José. Los bancos de datos de víctimas de la dictadura no consignan fotos de ninguno. Su hermana rescató hace muy poco fotografías de cada uno.

Son retratos en blanco y negro. José mira a la cámara: cabello ondulado y largo, tirado hacia atrás; saco y corbata. Pablo tiene la vista fija en un papel que no aparece en la escena; cabello largo, peinado a los costados; saco y camisa, escribe fuera del cuadro.

Elizabeth muestra las fotos que guarda en su teléfono como un tesoro encontrado al cabo de mucha búsqueda. “Las tenía mi hermana, estaban en la casa de mi mamá donde ella vivía”, apunta.

“José era moreno, todos nosotros somos morenos y mi hermano Pablo era de ojos verdes y rubio”, dice la hermana.

Sobre el momento del país y la arremetida negacionista del Terrorismo de Estado que se cobró la vida de sus hermanos, Elizabeth opina que “están re loquísimos, quieren borrar una cosa que existió”.

“A mí no me van a contar, yo viví los siete años de la dictadura y viví los 40 años de democracia y todo pasó por esta piel”, afirma.

“A mí me da rabia que quieren imponer otra historia que no existe, porque lo que sufrimos; nuestras casas fueron pateadas, rompieron a pedazos las puertas y le robaban las joyas a mi mamá”, relata Elizabeth.

Cuenta que su madre, además de coqueta era profundamente católica y que las patotas militares no dejaban ni las imágenes de sus santos en pie.

“Viste que antes la mujer paraguaya se ponía oro, usaba joyas, todo eso le robaron los milicos. Mi papá tuvo que vaciar y quemar su biblioteca. Y aun así, nosotros no crecimos con odio, siempre queriendo construir”, señala Elizabeth.

“Me da rabia, nos quieren abofetear, hay que luchar y seguir y contar cada uno nuestra historia, lo que padecimos y también denunciar esto de ahora que es una semi dictadura, que te quieren imponer cosas, te quieren cerrar la universidad donde vos estás estudiando”, sentencia.

Cuenta que de todos los atracos que sufrió la casa familiar por aquellos años, recuerda dos que la marcaron hasta hoy.

Uno, la vez que al volver de la escuela junto a uno de sus hermanos, lo primero que vieron al asomar al barrio fue una intensa humareda que se elevaba al cielo desde su casa: era su padre quemando sus libros en un tacho de 200 litros en el patio. “No quedó nada”, recuerda Elizabeth.

Otra de las escenas que lleva grabada en la memoria es, precisamente, el altar de su mamá destruido por los militares.

“Mi mamá era una señora católica, le gustaba rezar. Le rompían todo sus santos y ella armaba su altarcito de vuelta”, cuenta Elizabeth.

Relata que la persecución del régimen los alcanzaba también en La Placita, donde la familia trabajaba.

“Venían y se llevaban la mercadería de todos”, recuerda. “El mercado era distinto, era otro contexto”, describe y ubica su librería y juguetería en la época en que sucedió todo: “Acá era una panadería, un almacén; se vendía pan, leche, harina fideo; queso Paraguay en Semana Santa, y esas facturitas del ferrocarril, famosas, que te comías una docena”.


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Pelito Escobar y las heridas de la dictadura en su cuerpo contra el negacionismo

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Ricardo “Pelito” Escobar no tiene palabras para responder ante las narrativas negacionistas que irrumpieron en la cotidianeidad política, social y mediática. Tiene vestigios, heridas, cicatrices y enfermedades en su cuerpo que reflejan lo que fue la dictadura: un balazo, seis horas de desangramiento en una letrina, siete años de torturas en prisión y ahora tres sesiones de diálisis por semana. Y él es solo una de las tantas víctimas que no fue ni guerrillero, ni terrorista, ni subversivo, sino un simple militante peronista con convicciones políticas que sufrió el accionar de un aparato represivo que regó de sangre el país.

“Un delincuente que le sacó plata al gobierno por estar preso 30 días. Tengo la obligación de decirle a la gente las cosas como son y hace 45 años que digo la verdad”, fustigó contra Escobar esta semana el periodista Alfredo Abrazian en su programa El Show de los Impactos, magazine radial en el cual durante varios años se infiltró como locutor el represor ya condenado Carlos Carvallo, siguiendo la tónica negacionista propalada desde el gobierno nacional con un video publicado el 24 de marzo contradiciendo el número de desaparecidos, repasando atentados de guerrilleros en momentos previos al golpe y sin mencionar en ningún momento las palabras dictadura ni terrorismo de Estado. 

A Pelito, en diminutivo porque Pelo es su hermano mayor, estos ataques difamatorios ni le refilan, pero lo motivan a mantener vigente el reclamo de Memoria, Verdad y Justicia, porque el balazo que le dispararon los militares no le refiló, le atravesó el cuerpo. 

Escobar responde al negacionismo mostrando las heridas en su cuerpo. En su pecho todavía tiene la cicatriz del orificio de salida del proyectil que recibió de espaldas mientras una noche de octubre de 1976 escapaba de un grupo de tareas por un monte que ahora es el barrio Papini de Posadas.

Yo no era un subversivo, ni un terrorista, ni un guerrillero. Yo luchaba por lo mismo que hoy lucha un joven en un barrio, en una fábrica, en las chacras. Yo tenía 17 años y había empezado a militar a los 13, en la unión de estudiantes secundarios y luchaba por las reivindicaciones propias del estudiantado de mi barrio, el Tiro Federal. De que hubo guerrilla sí, no se puede negar, pero para hablar de eso hay que remontarse un poco más, hasta el golpe de Estado del 55 para entender. Y, además, acá en Misiones no hubo guerrilla, no hubo atentados, no hubo muertos. Sí hubo resistencia y lucha”, introduce Escobar, en una extensa charla con La Voz de Misiones.

Y relata: “A mí me hieren a la medianoche, cuando iba a buscar una casa para ver si me aguantaban para dormir porque ya estaba siendo muy perseguido. Yo iba con otro amigo y por la avenida Tacuarí apareció un auto sospechoso que nos cruza, nos alumbra y desde adentro nos apuntan con Ithacas. Ahí corrimos, yo pierdo a mi amigo y cuando logro entrar al monte siento un sacudón y el estampido de las balas que me tiran”.

La escena siguiente fue Escobar adolescente abriendo su campera y viéndose desangrar por completo. Así permaneció seis horas, oculto de una letrina, desde la medianoche hasta el amanecer, luchando por no dormir por miedo a no despertar jamás.

“Parece que está herido porque hay gotas de sangre por acá”, escuchó después. Eran los integrantes de fuerzas armadas que lo habían hallado. Allí Escobar fue detenido y secuestrado. Recorrió todos los centros clandestinos de detención de Posadas, la cárcel de Candelaria y finalmente fue trasladado en un Hércules del Ejército hasta Resistencia y luego a la Unidad Penal 9 de La Plata.

El militante y político misionero estuvo seis meses en condición de desaparecido y permaneció 7 años, 2 meses y 20 días como prisionero político. No 30 días como lo atacó Abrazian recientemente.

Escobar junto a otros misioneros en conferencia de prensa tras ser liberados con el regreso de la democracia.

“No sé por qué él hoy dice esas cosas. Nunca le hice nada malo. Además, él sabía muy bien todo. Recuerdo que cuando recuperamos la libertad en diciembre de 1983 nos hizo un muy lindo reportaje. Se ve que en ese momento con la ola democrática quería ser un democrático, pero yo le desconfío, siempre fue autoritario, extorsionador, jodido. Yo atribuyo esto a que cuando fui ministro pidió plata para su radio y no le dimos, pero no fue una decisión personal mía, yo pedía autorización a la provincia para que me digan si o no”, contestó Pelito.

Y arremetió: “Está todo bien, que sean antiperonistas, que defiendan su ideología, pero que no inventen historias que no son ciertas. Yo no fui el que protegió al represor, asesino, secuestrador y violador de Carlos Carvallo. Él fue el que lo protegió durante años y no me va a decir justamente don Alfredo Abrazian que desconocía la realidad de Carlos Carvallo. Acá todo se sabe, de un lado y del otro lado”.

De igual manera, el posadeño no está interesado en iniciar demandas por difamación, ni nada por el estilo, sino que busca seguir defendiendo la consigna de Memoria, Verdad y Justicia, reafirmando el reclamo de Nunca Más, manteniendo presente a las demás víctimas de la dictadura, quienes, al igual que él, aún tienen en sus cuerpos las heridas de lo sufrido y en sus mentes el rostro de los desaparecidos que faltan encontrar.

“Lo hemos visto y lo hemos vivido. No es un verso la tortura, no es un verso la apropiación de bebés, no es un verso la violación de compañeras detenidas, no es un verso los vuelos de la muerte y no es un verso que son 30.000 los compañeros desaparecidos. Eso pasó. Y lo certifican todas las investigaciones y juicios realizados”, insistió Escobar.

El Escobar político

El 2024 lo encuentra a Escobar alejado desde hace años de la gestión pública, rodeado de su familia y sometiéndose a un tratamiento de diálisis tres veces por semana que tras el hallazgo de un tumor que dañó sus riñones, enfermedad que puede ser consecuencia directa de los golpes, torturas y más sometimientos que vivió en carne propia.

El hombre, actualmente de 64 años, es una de las patas fundacionales del sello de la Renovación como partido, fue protagonista del proyecto político desde el inicio junto a Carlos Rovira y además fue ministro de varias carteras provinciales durante 12 años.

“Yo estuve 7 años preso y después viví 10 en Buenos Aires. Volví a Misiones 18 años después. Ahí conocí a Rovira, con quien habíamos hechos unos trabajos de publicidad porque yo tenía una empresa de comunicación. Él no tenía nada que ver con mi historia, pero conocía mi antecedente laboral, mi capacidad de gestión y mi militancia, así que me invitó a charlar y ahí se empezó a construir un proyecto político”, rememoró Escobar, que durante sus años como funcionario público recolectó anécdotas y experiencias en momentos clave de la historia contemporánea de Misiones. 

Varias de ellas fueron volcadas en el libro “La vida en democracia. Crónicas de un militante II”, escrito por Pablo Camogli, donde también se cuenta detalles de la causa Sueños Compartidos en la que fue investigado por presunta corrupción junto al ex gobernador Maurice Closs pero de la cual culminó absuelto de culpa y cargo.

Ya en el segundo bloque de la entrevista con LVM, Escobar identificó a Rovira como “un amigo” y destacó tanto su “carácter fuerte” como su “olfato político” al recordar cuando el ahora líder de la Renovación se decidió a apoyar a Néstor Kirchner en las elecciones presidenciales de 2003: “Me dijo ‘hay momentos en los que, aunque pierdas, hay que apostar y acá se agotó la era del liberalismo de (Carlos) Menem, hay que apostar a algo nuevo’”.

Justamente, también recordó entre telones del golpazo por la derrota en el plebiscito con el cual Rovira pretendía acceder a la reelección indefinida en 2006 y un sinsabor con el por aquel entonces presidente.

“Él -por Rovira- apostó fuerte a esa reforma. Podés estar de acuerdo o no con eso, pero hay que rescatar que lo hizo por plebiscito, que nadie se anima. Yo fui uno de los protagonistas de ese proceso y se nos vino encima todo el poder nacional. Es más, cuando perdimos Néstor -Kirchner- recibió a Piña -Joaquín- y eso no se hace, porque Carlos apuesta todo eso porque Néstor le hinchó las pelotas para que él se largara. Ahí Carlos -Rovira- tiene una transformación con respecto a lo nacional. Se sintió herido. Estoy diciendo cosas muy fuertes, pero es la verdad histórica”, contó y se excusó a la vez Escobar. 

De igual manera, valoró lo conseguido de ahí en más por el partido que vio nacer y del que fue parte. “La Renovación transformó la provincia; de ser una provincia periférica pasó a ser una provincia con desarrollo, con infraestructura, con actividad económica, comercial y productiva. Eso es una realidad que se palpa”, resaltó.

Analizando la actualidad del gobierno provincial y desde un rol equidistante, el militante y político posadeño que continúa siendo vocal del Frente Renovador de la Concordia Social sostuvo que “de todos esos primeros años fue quedando una política de gestión, de construcción, de resolver problemas. Carlos tiene claro que eso es lo que queda”.

Abrazian defendió a Carvallo: “Acá se portó muy bien, fue un buen compañero”


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A diez años de la desaparición de Aída Cabrera: “La siento viva dentro mío”

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Aída Cabrera

En un partido de ajedrez, en la melodía de una guitarra, en un sueño o en un mate, el mismo mate que esa mañana dejó sin tomar. En todas esas situaciones cotidianas Aída Cabrera sigue presente para su familia, a pesar de que un día hoy pero hace diez años bajó por última vez las escaleras de los monoblosck’s de Villa Cabello y jamás volvió a ser vista.

“Ella en enero cumplió 76 años. Yo la siento viva dentro mío, más allá de que haya muchas probabilidades de que ya no esté con vida. Por eso voy a empezar esta nueva etapa con un enfoque más desde el corazón, haciendo dedicatorias para que la gente no olvide a una mamá, a una abuela, de la ciudad de Posadas que un día salió de su casa como cualquier persona lo podría hacer y desapareció de la nada”, expresa Claudia Betancur, una de las hijas de Aída, en diálogo con La Voz de Misiones.

Ese 28 de febrero de 2014 Aída Cabrera preparó un termo de agua caliente y también el mate, pero no llegó a darle ni un solo sorbo porque -sostiene la familia- salió para ir al kiosco a buscar algo para acompañar su desayuno y desde ahí nada más se supo de ella. Y de ese momento ya se cumplió una década, ni más menos.

Una década en la que tanto Claudia, como sus dos hijos y sus hermanos viven sumidos en la incertidumbre de no saber qué pasó con Aída y pendientes de que al celular llegue una pista.

“Uno está pendiente las 24 horas de ese teléfono, no querés dormir, no querés comer. Estás pendiente, pensando, poniéndote en el lugar de esa persona, si está viva, si está sufriendo, si la lastimaron, si está pasando frío, hambre, sed. Muchas veces te deterioras físicamente y muchos familiares murieron en la búsqueda de tristeza, de agotamiento, pero aún seguimos. Si yo hubiese sido la persona desaparecida sé que mi madre no hubiera descansado buscándome”, relató Claudia, que actualmente reside en el mismo departamento del edificio G de la chacra 150, donde también vivía Aída.

Tanto Claudia como su familia no dejó esquina, ni trillo, ni monte de Posadas sin rastrillar. También recorrieron localidades del interior e incluso ciudades de otra provincia, encarando una búsqueda en la que dejaron todo, tiempo, dinero y esperanzas.

En medio de todas las pistas e hipótesis deslizadas en este decenio, para su hija hay una que hoy prevalece y que podría ajustarse a lo que sucedió realmente, aunque el nivel de certeza tampoco es muy alto.

“A lo largo de los años tuve varias hipótesis y por etapas me centré en una o en otra. Hoy en día es como que fui tomando notas y a ver si en conjunto se podían unificar porque hace tiempo las veía muy separadas. Es así que hoy puedo decir que mi teoría es que ella ese día salió de casa y en la calle se encontró con alguien conocido que la llevó a una iglesia pentecostal a la que había empezado a ir poco antes y como el caso se hizo mediático muy rápidamente después la llevaron a una zona roja cercana al hospital y que ahí fue descartada”, trazó la mujer a LVM.

Claudia hoy vive en el mismo departamento en el que residía su madre en Villa Cabello.

La búsqueda de Aída llevó a Claudia a otros lugares. De un momento a otro, en medio de la angustia, se vio recorriendo el país, entrevistándose hasta con la familia de María Cash, otro emblemático caso de desaparición en Argentina, y creando un grupo de Facebook que se transformó tanto en un espacio de difusión pero también de contención, factor del cual carecen los familiares de personas extraviadas.

El grupo se llama “Comunidad ayudemos a encontrarlos”, que hoy tiene 27.000 seguidores. Claudia recuerda que su creación se dio a partir de un sueño con su madre como protagonista. “Los primeros días de búsqueda no son fáciles. Los sentimientos te desbordan. La bronca, la angustia, la tristeza. Sumado a que uno no sabe qué hacer y cómo buscar, uno confía ciegamente en lo que te enseñan, que es ir a la Policía, pero lastimosamente no tienen protocolos no están capacitados realmente y a pesar de la buena voluntad de algunos, les faltan herramientas. Fue así que un día me vi desbordada, soñé con ella y me dijo que cree la página. Y así fue como empezamos a ayudar y a encontrar a muchas otras personas”, narró.

Para Claudia el desgaste es fuerte, porque además de batallar contra la incertidumbre de no saber qué pasó con su mamá, hay que seguir con lo cotidiano, con las relaciones personales, con las preocupaciones laborales y económicas que también carcomen, más aún en estos tiempos de crisis. 

Por eso, para Claudia hoy comenzó otra etapa de la búsqueda, más enfocada en la memoria y en lo espiritual, que en lo físico.

“Yo en este momento hice un parate como para replantearme cómo seguir. Creo que todo lo que pude hacer como hija, lo hice. Mi búsqueda ahora es a partir de otro enfoque, más desde el corazón y la memoria, de seguir luchando para que nadie se olvide de ella, que todos sepan que hay una mujer, una madre, una abuela posadeña que falta. Yo, de mi parte, la voy a recordar como esa luchadora, como esa guía que todos los días laburó para sus hijos, que nos enseñó a conectarnos con la naturaleza, con la música, con el arte. Ella siempre está presente para nosotros, en todo. Mi hijo ayer se conectó con ella en un partido de ajedrez, porque ella le enseñó eso y él supo que ella estaba ahí”, cerró Claudia.


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