Opinión
El debate por más autonomía: el misionerismo plantó bandera en el Senado
Estoy a favor de la ley de Ficha limpia, pero debo confesarles que cuando los dos senadores de Misiones votaron en contra de la iniciativa que lleva años paseando por el Congreso, se me dibujó una sonrisa burlona y hasta cómplice. Carlos Rovira volvió a medir su timing al encontrar el momento justo para remarcar que el Frente Renovador de la Concordia, el partido provincial que él conduce, es independiente a las agendas políticas que no responden al interés de la provincia que gobiernan desde 2003, año en el que se creó el frente.
Lo hizo desde el Senado, el único escenario democrático donde las voces de las provincias se encuentran en un plano de plena igualdad. El diputado provincial, que siempre procuró escapar del ruido mediático, recordó esta semana, a través de sus senadores, la importancia del rol las provincias en la Cámara alta. No es la primera vez, también lo hizo durante el gobierno de Néstor y Cristina Kirchner, con Mauricio Macri y con Alberto Fernández, pueden buscar los casos en Google o en las hermotecas de los diarios.
El primero de mayo, el gobernador Hugo Passalacqua, durante su discurso de apertura de sesiones ordinarias de la Cámara de Representantes, también habló de la importancia del rol de las provincias en un sistema federal. Y el lunes pasado, durante un acto de presentación de un sublema de la renovación en la ciudad de Leandro N. Alem, el presidente de la legislatura provincial, Oscar Herrera Ahuad, hablaba sobre el avance de un Estado mínimo, pero eficaz y federal. El discurso de la renovación siempre fue el mismo, vivir con lo propio, no tomar deuda y generar más riqueza para la provincia.
Entonces, más allá de lo que digan los “grandes medios” nacionales desde una mirada centralista y a veces sesgada, el electorado de Misiones debería aplaudir que la provincia haya sido la que más fondos recibió del gobierno nacional en lo que va del año. Hay discusiones al respecto, pero, así y todo, hay que decir que el Estado nacional nos sigue robando.
En términos generales y a grandes rasgos, la provincia percibe unos 140 mil millones de pesos y le envía al gobierno nacional poco más de 300 mil millones. Por ejemplo, Misiones es la que más aporta y menos recibe del Nea. Las disparidades son mayores si se tiene en cuenta que buena parte de las firmas forestales y algunas de la industria yerbatera, tienen domicilio fiscal en CABA, al igual que Yacyretá. Ni qué decir de las asimetrías económicas con Brasil y Paraguay, que son con quienes compartimos más kilómetros de frontera que con la propia Argentina.
Hace unos años, un exbanquero español que decidió invertir y establecerse en Mendoza confió a una consultora la tarea de hacer una encuesta en esa provincia, en Córdoba y en Santa Fe. A grandes rasgos el informe indica que dos quintas partes de los cordobeses y un tercio de los mendocinos apoyarían la idea de ser más autónomos del centralismo porteño.
El estudio de opinión, encargado por el empresario José Manuel Ortega Fournier a la consultora Reale-Dallatorre en 2020 destaca la importancia del alto sentido de pertenencia: el 72,4% de los mendocinos está “muy orgulloso” de serlo, mientras que 22% está simplemente “orgulloso”. Esto quiere decir que el 94,4% de los consultados admite tener orgullo por Mendoza.
Otro dato interesante: el 42% de los encuestados declaró que Mendoza “sí podría vivir separada” del resto del país con sus propios recursos y el 35% está de acuerdo con la separación. Pero el 50% dijo que “no podría vivir separada del país”, y el 58% opinó que no le gustaría separarse. Un año después el exgobernador Alfredo Cornejo, que se había hecho eco del estudio en su momento, aseguraba ante Juana Viale que seguía creyendo que “Mendoza, como Córdoba, Santa Fe y otros lugares, termina siendo perjudicada por la macroeconomía que maneja el Estado Nacional”.
Ortega Fournier, el español que pagó la encuesta, reconoció durante una entrevista al diario Los Andes que se llevó una sorpresa al ver que hay tanto orgullo de los mendocinos por su provincia. Y el cronista tomó, con cierta brillantes, el siguiente textual del inversor: “Si este estudio daba esos resultados en zonas como Escocia o Cataluña hubieran tenido su lógica por años de historia. Pero en una provincia que no tiene partido provincial, como ocurre en Neuquén, fue una sorpresa”.
Durante años, los partidos gobernantes en la Generalitat ejercieron influencia sobre los ejecutivos centrales, ya sean del PSOE o el PP, para beneficiar a su territorio. Los votos de los diputados catalanes eran clave en muchos casos para dar mayorías absolutas, y el Gobierno, a uno u otro partido mayoritario. En España, Cataluña fue el motor de las reformas aprobadas en democracia para mejorar la financiación de las autonomías.
Lo que observó Ortega Fournier es un fenómeno que viene creciendo en diferentes partes del mundo y que se aceleró durante la pandemia. Después de años de postergaciones en el Congreso de una discusión real sobre una mejor distribución de la mal llamada coparticipación federal, lo que se tendrá que dar en algún momento es un debate en torno a otorgar mayor autonomía financiera a las provincias, para lo que se tendría que modificar la Constitución Nacional. La última reforma fue en 1994, se incorporaron derechos de tercera y cuarta generación, se modificó el Senado y se concedió la autonomía a la Ciudad de Buenos Aires, entre otras cuestiones. Ya pasaron 31 años.
Visto desde esta óptica, el noble proyecto de Ficha limpia, que quedó envuelto y embarrado por el PRO en el marco de la campaña electoral para fortalecer el bastión del macrismo, quedó viciado de trasfondo político y con su espíritu pervertido. Todo es parte de la grieta, en la que también se sustenta el Gobierno de Javier Milei y el resistente kirchnerismo, que no deja salir al país adelante.
Hay quienes creen que Carlos Rovira inoculó en el electorado del Cantón Verde el misionerismo, lo que trascenderá a la Renovación, la Neo, el Blend y al mismo rovirismo. Incluso están quienes afirman, con encuestas en las manos, que durante las dos últimas décadas el sentido de pertenencia territorial y política creció en Misiones. Tal vez, eso explique, al menos en parte, la fuga de dirigentes de partidos nacionales al oficialismo provincial y la dispersión de la oposición, diseccionada conforme a diferentes sectores de poder, que son percibidos por la sociedad como representantes de intereses foráneos.
Opinión
Argentina: La tragedia del endeudamiento y el cuento del tío

Por: Fernando Oz
Hay días en los que uno se pregunta, entre el fastidio y la resignación, si la Argentina no será, después de todo, un laboratorio cruel donde se experimenta cuánto puede resistir un pueblo sin perder la esperanza. O al menos, la costumbre de esperar. Porque a esta altura, hablar de crisis económica es casi una tradición nacional: la repetimos cada tanto, como quien saca la vajilla de porcelana para recibir al FMI. Cambian los nombres, los tipos de cambio y los tecnócratas de turno, pero el libreto es el mismo: hay que pedir plata prestada, porque, en el fondo, no hay plan.
El salario mínimo argentino, ese mendigo que alguna vez se pavoneó entre los más altos de la región, hoy no resiste ni la comparación con sus vecinos pobres, ni hablemos de los ricos. Basta mirar a los costados para descubrir que incluso países, que solíamos mirar con indulgente superioridad, nos han adelantado en la maratón del poder adquisitivo.
Doscientos veinticinco dólares al mes: ésa es la paga con la que el país pretende alimentar sueños y soportar realidades. En el ranking latinoamericano, Argentina agoniza en el último sitio, superado incluso por Paraguay y Bolivia, naciones que hasta hace poco eran motivo de chistes fáciles en alguna sobremesa porteña.
La evolución del salario real ha sido, por decirlo con elegancia, una pendiente resbaladiza hacia el abismo. Números concretos: el sueldo alcanza cada vez menos. Comprar lo básico se ha vuelto un ejercicio de creatividad y resignación. Los tickets de supermercado se parecen a la lista de compras de un europeo, pero con los precios de Suiza y el bolsillo de Zimbabue. El obrero, el empleado, el docente, el comerciante: todos ven cómo su esfuerzo se esfuma en una danza macabra de inflación y tarifas. Mientras tanto, los funcionarios de turno siguen ajustando el relato, nunca su cinturón.
No hay margen para la ironía cuando se cae un 34% del poder adquisitivo del salario mínimo entre noviembre de 2023 y septiembre de 2025, y un humillante 63% desde el pico de 2011. El salario mínimo de septiembre de este año es, para colmo, más bajo que el del año 2001, aquel umbral que nadie juró volver a cruzar.
En la Argentina de Javier Milei, los salarios del sector privado avanzaron apenas 1,4% en septiembre, y los del sector público un escuálido 1,1%, mientras la inflación del mes fue 2,1%. En lo que va del año, los ajustes parecen un mal chiste: 20,4% de aumento en el sector privado registrado, 23,9% en el público y 77% en el privado no registrado, frente a una inflación que devora cualquier intento de recomposición. Las paritarias, otrora símbolo de lucha obrera, hoy no son más que la crónica de una carrera perdida de antemano contra el costo de vida.
La inflación, ese monstruo que los economistas de salón prometen enterrar cada año, lleva cinco meses sin dar respiro. Octubre trajo un 2,3%, empujado por una suba similar en alimentos y bebidas, mientras la canasta básica para no ser pobre saltó un 3,1% y se ubicó por encima de 1,2 millones de pesos para una familia tipo. Es decir: ni siquiera viviendo del salario mínimo se llega a la línea de pobreza. La indigencia, por su parte, requiere 544.304 pesos mensuales. Pero aquí no termina la miseria: entre enero y octubre, los precios minoristas acumulan una suba del 24,8%, y la comparación interanual es aún más brutal, con un 31,3% de aumento. Detrás de cada decimal hay un plato menos, un medicamento que no se compra, una cuenta por pagar.
Pero el drama no termina ahí, claro. Porque el desempleo crece, la informalidad es el plan B —y a veces la única opción—, y la destrucción de puestos de trabajo es un goteo constante. No se trata sólo de números fríos: cada comercio que cierra, cada fábrica que apaga las máquinas es una historia que se parte en dos. Aquí no hay estadísticas abstractas, sino familias que dejan de pagar el alquiler, empleados que pasan de la incertidumbre al vacío, jóvenes que se preguntan si no será mejor probar suerte lejos, en alguna parte donde la palabra “futuro” signifique algo más que un acto de fe.
Hablar de desempleo es hurgar en la herida con datos fríos y oficiales. Al cierre del primer semestre, el 7,6% de quienes buscaban trabajo no lo conseguía, cifra similar a la del año anterior, aunque la economía, dicen las planillas, creció un 6,1% acumulado. ¿Dónde está ese crecimiento? No en el salario, no en el empleo formal, no en los changarines de Misiones ni en los albañiles sin obra pública. Más de 200.000 puestos formales desaparecieron entre noviembre de 2023 y agosto de 2025, mientras la informalidad, ese viejo refugio, atrapa ya a casi la mitad de las personas trabajadoras. El “sálvese quien pueda” ha dejado de ser un eslogan para convertirse en política de Estado.
El drama social encuentra su repaso más crudo en la pobreza: 31,6% de la población, es decir, casi uno de cada tres argentinos, vive por debajo de esa línea, según el Indec. Y aunque lejos del 52,9% de 2024, la estadística es un consuelo mezquino para quienes deben elegir entre comer y pagar la luz. El endeudamiento familiar es moneda corriente: el 22,5% de los hogares de bajos ingresos pidió dinero a familiares o amigos para mantener el hogar, el 16,1% recurrió a bancos y el 14,2% a otras personas de su entorno. El 40,8% vendió pertenencias o usó ahorros para sobrevivir. La tarjeta de crédito dejó de ser un plástico para consumo y ahora es, literalmente, un salvavidas, aunque cada compra a cuotas es una piedra más en el cuello.
En el Cantón, la crisis no es un titular, comienza a ser una postal cotidiana. El cierre de comercios es visible en las avenidas de Posadas y las calles de cada localidad del interior al igual que los carteles de “se vende” que invaden la city, una clara prueba de liquidación de activos para la diaria. El turismo de frontera ya no salva, y el encarecimiento relativo frente a Paraguay y Brasil barre con las ventas. El comercio, uno de los motores del empleo privado, se achica, despide, reduce jornadas. La construcción, paralizada por la caída de la obra pública nacional, deja a miles de trabajadores y pequeñas empresas al borde del abismo. El productor yerbatero ve cómo la desregulación y la ausencia de política sectorial lo arrojan a la intemperie y las cooperativas apenas respiran, ahogadas por la deuda y la volatilidad de precios.
Las familias responden con ingenio y resistencia, pero la resiliencia tiene fecha de vencimiento. Los jubilados, otro colectivo golpeado, han perdido casi la mitad de su ya exiguo poder adquisitivo: la mínima, hoy, vale menos que hace un año y mucho menos que en noviembre de 2023. En un país envejecido, el envejecimiento es condena y la vejez, una carrera de obstáculos sin premio.
El Gobierno nacional responde con pronósticos de fantasía: la inflación, dicen, “va a desaparecer” en agosto de 2026; las reformas que no llegan serán el bálsamo que todo lo cure; la solución está en las bandas cambiarias y el aprendizaje social de que la inflación depende de la cantidad de dinero –no del dólar–, mientras el dólar sube y el miedo al próximo sacudón es el único índice que no afloja.
En este contexto, las provincias quedan atadas de pies y manos. No fijan política monetaria, no definen salarios, no manejan el tipo de cambio. Pero algunas, como Misiones, intentan amortiguar el golpe con lo que pueden: ferias, exposiciones productivas, rondas de negocios, créditos de supervivencia, pozos de agua en parajes rurales y pavimento en ciudades turísticas. Son gestos de dignidad, no soluciones estructurales. Sirven para que la crisis “no se sienta tanto”, pero no bastan para revertir el desastre.
Mientras el poder central juega a reducir el Estado a su mínima expresión, hay provincias que apuestan por un Estado presente, aunque sea con recursos limitados. La receta nacional, basada casi exclusivamente en ajuste y endeudamiento, deja a las mayorías a la intemperie. Aquí no hay épica, sólo sobrevivientes. Lo peor es acostumbrarse.
La salida no es más ajuste ni más mercado desregulado. Es, quizá, volver a mirar al interior, a quienes sostienen la producción y el empleo, a quienes defienden la dignidad aún sin plan. Porque la historia de la Argentina, ese país de talento y de tropiezos, merece algo mejor que la resignación y el endeudamiento eterno. Quizás algún día, cuando la paciencia se agote y la memoria pese más que la costumbre, dejemos de pedir milagros afuera y empecemos a exigir políticas que nos devuelvan el futuro.
Opinión
La Triple Frontera, la droga y mi hijo: historias cruzadas

Por: Fernando Oz
El jueves, antes del mediodía, mi hijo mayor intentó quitarse la vida dentro de un cajero automático, a metros de la puerta de la Cámara de Diputados de la provincia de Misiones. No es la primera vez; esta vez buscó un lugar donde pudiera ser visto por todos, al encontrarse con los “no” de un padre que lo ama profundamente y sigue al pie, pese al dolor, las reglas y consignas de un plan de desintoxicación que permitirá que recupere su vida. Me lo había anunciado él mismo la noche que decidió abandonar el centro de tratamiento de adicciones en el que se encontraba internado desde hacía casi ocho meses. No le creí; automáticamente pensé que era una estrategia de manipulación.
Tiene veinticinco años y comenzó a consumir drogas a los diecisiete para tapar el dolor de no sentirse lo suficientemente amado. Su situación empeoró de manera exponencial cuando empezó a consumir ‘pedra’, una mezcla de lo peor del estiramiento de la cocaína con bicarbonato de sodio, pastillas y cualquier sustancia alcalina: un arma química que viene destruyendo la vida de cientos de jóvenes.
La pedra surgió en las cocinas de las favelas de Brasil, donde se procesa parte de la cocaína que llega de Bolivia. Luego saltó a Paraguay con mucha rapidez y cruzó a nuestro país a principios del nuevo siglo. Se consume en pequeños cristales que se calientan con una pipa; es de acción inmediata. En Misiones se consigue en cualquier lado y es sumamente dañina. Es el crack de la Sudamérica pobre.
La única vez que tuve un trozo de pedra en la mano fue exactamente hace veinticinco años: color hueso tirando a amarillo, de unos tres centímetros de diámetro. Me la dejó examinar el jefe de un procedimiento antinarcóticos que realizó la policía federal de Brasil en una gomería que estaba a pocas cuadras del Puente Internacional de la Amistad, que une la localidad brasileña de Foz do Iguaçu con la paraguaya Ciudad del Este.
Sé que en algún lugar tengo las fotos que tomé aquel día. Tenía veinticuatro años, una carrera universitaria inconclusa y un hijo que comenzaba a gatear. Por la mañana era movilero de una radio de la turística ciudad de Puerto Iguazú y por la tarde escribía para el mejor postor; no me importaba si debía hacer artículos para revistas de hotelería, poemas para referentes culturales o discursos políticos. Había llegado a la frontera un año antes y tenía experiencia en el oficio: guardias nocturnas para Edgardo Miller durante el caso del asesinato de José Luis Cabezas; asistente de tercera de la producción de Mauro Viale; una temporada de tres meses como pasante en la agencia DYN, y trabajos similares.
Mientras Homero aprendía a caminar, su padre exploraba la Triple Frontera con una cámara y un anotador. Lo apodé así apenas nació, en honor al presunto autor de la Ilíada y la Odisea, dos obras que me acompañan desde mediados de la adolescencia. Pero se llama igual que yo. Aquella fue una buena temporada: publiqué mucho; recuerdo un fotoreportaje sobre tráfico de armas que hice para la revista Veja y una foto que tomé en medio del Puente de la Amistad, que fue tapa de La Nación, en un artículo sobre contrabando en la región y lo había escrito Jorge Camarasa.
Ahora, mientras escribo estas líneas, me viene a la mente que en el celular guardo unas fotos de un artículo titulado “Las rutas de la droga”, publicado el 25 de febrero de 2001 en el diario Primera Edición. Miren lo que escribí en el último párrafo: “Los hechos han demostrado que la educación, la prevención y el continuo tratamiento quedaron olvidados en toda política antidroga”.
Lo que trato de decirles, tal vez de manera errática, es que la mayor parte de mis veintinueve años de periodista los pasé escribiendo en medios provinciales, nacionales e internacionales historias de contrabandistas, narcos y redes dedicadas al crimen transnacional. Conozco los pasos fronterizos más picantes del país; navegué los ríos Paraná, Iguazú y Uruguay en las embarcaciones que se imaginen; en Santiago del Estero vi caer la famosa lluvia blanca y en Salta observé cómo operaban los radares Rasit mientras las avionetas cargadas de cocaína volaban sobre las cabezas de los operadores militares. Pero nada de eso me sirvió como padre.
En 2018, mientras Homero jugaba con la permeabilidad de las fronteras y comenzaba a consumir cocaína, escribí para la editorial Penguin Random House mi primer libro: “Historia del contrabando en la Argentina: de la aduana del virreinato a la mafia de los contenedores”. No lo hice solo; me guió Mauro Federico, también autor y sin dudas uno de los periodistas argentinos que más investigó sobre la problemática del narcotráfico y el crimen organizado en Latinoamérica. Después escribí otro libro que no estaba muy lejos de la misma temática –“La industria del Humo”– y decenas de artículos. También hablé en universidades, en empresas de seguridad, en organismos del Estado; hasta hubo presidentes de compañías internacionales que me llamaron para que los asesorara sobre cuestiones de seguridad en la hidrovía Paraguay-Paraná. Pero nada de eso me sirvió como padre.
Mientras el arriba firmante se convertía en una suerte de especialista en redes de contrabando y crimen transnacional, y tomaba cafés con ministros, jueces, fiscales, espías, uniformados de todas las fuerzas de seguridad habidas y por haber, con abogados de los buenos y de los malos; en fin, mientras todo eso sucedía, mi hijo se encontraba en plena carrera, del otro lado de la frontera, detrás de la pedra.
La última vez que salí de cacería por la Triple Frontera fue hace tres semanas; Homero todavía no se había escapado del centro terapéutico. Hacía unos cuatro años que no iba en ese plan para aquella zona; fui con Nehuen Rovediello, un fotoperiodista y amigo que ya publicó en New York y ahora trabaja para la agencia de noticias EFE. La foto que ilustra este doloroso texto la tomé a las pocas horas de llegar a Puerto Iguazú, en el área de las 2.000 hectáreas, sobre el Paraná: doce paseros sobre una lancha cargados de contrabando. Mientras tomaba la foto, al lado había dos “soldaditos” comunicando por celular la presencia de dos tipos extraños con cámaras enormes. Fue todo cuestión de segundos; nos fuimos apenas llegó una moto al lugar. Hace un tiempo atrás, cualquiera de esos dos jóvenes podría haber sido mi hijo.

Lo que trato de explicarles, de manera desordenada y con un dolor que estruja el alma, es que no la vi venir y, cuando las alarmas se encendieron, no presté la suficiente atención. La narcocriminalidad avanza por todo el país de manera acelerada y la problemática de las adicciones es mucho más compleja de lo que se cree.
Los centros de atención para adictos no dan abasto, los suicidios aumentan, los ajustes de cuentas entre las bandas narcos se vuelven más encarnizados y el Estado pone parches en la frontera con efectivos mal pagos, chalecos balísticos vencidos y sin el personal suficiente ni para poder cubrir los puestos de una patrulla bien dormida. Y, frente a semejante flagelo, la sociedad parece estar perdiendo, a veces por ignorancia, otras por simple impotencia o apatía.
Ya lo había escrito y lo seguiré haciendo: el narcotráfico se combate con más educación, prevención y el continuo tratamiento de la problemática. Mi hijo está librando su propia batalla y estoy su lado, esperando que Ulises regrese a Ítaca.

Opinión
Espejos rotos: La Generación Z avanza sin pedir permiso

Por: Fernando Oz
@F_ortegazabala
Un profesor de Ciencias Políticas nos dijo una vez que “hay generaciones que nacen para obedecer, y otras, para preguntarse por qué deberían hacerlo”. No me la olvidé nunca, estaba en quinto año de un liceo militar; Gastón Toledo Dumenieu, el docente. A partir de ese momento comencé a preguntarme por qué debería hacerlo, sé que no fui muy precoz que digamos. Recordé el asunto veinticuatro horas antes de las elecciones del domingo pasado, cuando un veterano operador político, culto, todoterreno, de élite, me decía que el futuro del país se encontraba en manos de la Generación Z, ese magma efervescente de jóvenes nacidos entre mediados de los noventa y principios de la segunda década del siglo XXI.
Irrumpieron en la escena global como una tromba que no pide permiso, solo avanza. La primera vez que los vi en acción fue en 2019 en las revueltas en Chile. Fueron los alumnos secundarios quienes en octubre de ese año decidieron saltar los molinetes de las líneas del metro de Santiago de Chile para evitar pagar el aumento del pasaje que había autorizado el gobierno.
Una semana antes, el entonces presidente Enrique Piñera había anunciado un proyecto de reducción de la jornada laboral y flexibilización. En la opinión pública aumentaba el descontento contra diferentes medidas del gobierno, como por ejemplo la iniciativa que permitía el control policial en la vía pública a partir de los 16 años y el manejo de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), otra de las herencias de la dictadura de Augusto Pinochet. En pocos días las protestas aumentaron, hubo incidentes con los carabineros en las estaciones y vagones incendiados.
Las redes sociales cumplieron un rol fundamental en las convocatorias, #EvasiónMasiva fue el hashtag con el que inició todo. Así había estallado, unos años antes, el polvorín de la Primavera Árabe. El conflicto derivó en gigantescas manifestaciones en todo el país cordillerano, los reclamos de índole social se sumaron y en menos de un mes miles de personas salían a las calles pidiendo el cambio de la Constitución aprobada durante la dictadura y un cambio de modelo económico, todos al grito de “Chile despertó”. (Les dejo una reportaje que hice después de dos coberturas en el terreno).
Después los vi en otros sitos. No es casualidad ni capricho del mercado de etiquetas: es el resultado de un mundo que les explota en la cara y les exige respuestas, aunque muchas veces solo puedan ofrecer preguntas. En el Cantón, el electorado de los sub treinta se convirtió en un actor fundamental de la vida política y lo viene demostrando, maneja su voto con suma libertad, por fuera de las estructuras partidarias, y de los antojos de los medios de comunicación tradicionales.
Muchas veces me reconozco en ellos cuando lanzan ese sudor mezcla de vértigo y cinismo: han crecido con la promesa de una globalización idílica que nunca llegó, con la tecnología como prótesis existencial, y con un planeta al borde del colapso climático y social. Son herederos involuntarios de la incertidumbre y, al mismo tiempo, protagonistas de una revuelta silenciosa —y a veces, estridente— que sacude las plazas reales y virtuales.
Hay quienes los retratan de una manera demasiado negativa, los minimizan. La Generación Z es el resultado de la hiperconectividad. No conciben el mundo sin la mediación de una pantalla, ni el diálogo sin memes, emojis o la inmediatez de lo efímero. Sus manías rozan la frontera de la obsesión: la multitarea como religión, la búsqueda constante de validación en redes y la ansiedad por no pertenecer. Pero también, aunque les cueste admitirlo, una nostalgia precoz por lo que jamás vivieron.
Son impacientes, sí. Pero también desconfiados. Se indignan con facilidad, denuncian los dobleces de las generaciones precedentes y, sin embargo, a veces pecan de un idealismo ingenuo que los deja a merced del cinismo adulto. Han aprendido a sospechar de todo —políticos, empresas, medios— y a diseñar sus propios códigos morales, aunque sean cambiantes y contradictorios. Les aterra la irrelevancia, pero más aún el silencio.
Sin embargo, nadie puede negar que la Generación Z ha puesto el cuerpo en las calles y el alma en las redes. Desde Hong Kong, donde jóvenes se enfrentan a un dragón estatal que no tolera disidencias, hasta Chile, Colombia, Nigeria o Francia, la marea de protestas tiene un denominador común: el hartazgo. Un hartazgo que no siempre sabe articularse en demandas concretas, pero que deja claro que el mundo, tal como lo conocieron sus padres, no les sirve.
Las movilizaciones, a menudo espontáneas y descentralizadas, son síntoma de una crisis más profunda: la desconfianza radical en los relatos oficiales, la fatiga ante la inequidad, la sensación de que las promesas de progreso han sido, en el mejor de los casos, cuentos para dormir adultos.
Si algo distingue a la Generación Z es la capacidad de convertir una chispa local en incendio global. Basta un video, una consigna viral, para que la revuelta se multiplique en cuestión de horas. Las protestas en Perú “toman color cuando interviene Generación Z”, así me lo señalo Ana, una colega peruana con la que compartí unos días durante las revueltas en Lima cuando tomó el poder Dina Boluarte, destituida hace unas semanas (acá les dejo unas fotos de esas jornadas).
Me gusta observarlos, los siento cerca, son una rebelión digital que entre memes y barricadas hacen temblar a gobiernos, mercados, sistemas. La organización horizontal es su bandera y su condena: nadie manda, todos influyen. La democracia digital, a golpe de hashtag, es tan poderosa como volátil. Aquí, el liderazgo es efímero; hoy tuiteás, mañana te olvidan. Pero no es menor el poder de las imágenes, los relatos fragmentados, el recurso de la ironía y la parodia para resistir y señalar. Las redes sociales han convertido a los jóvenes en emisores y receptores simultáneos de consignas, en jueces y parte, en generadores de sentido y ruido.
Pero ya les digo, esta misma horizontalidad es su talón de Aquiles: la dispersión, la falta de objetivos comunes, la tentación de la performatividad sobre el compromiso real. La Generación Z protesta más rápido de lo que reflexiona, y a veces, cuando el algoritmo cambia, la indignación se licua y la inercia vuelve a vencer.
En Argentina, el fenómeno todavía se desarrolla entre el escepticismo y la fascinación. La última vez que vi ondear la bandera que los representa en todas las latitudes, fue durante la marcha de septiembre al Congreso contra los vetos de Javier Milei. La juventud en el país enfrenta desafíos propios: inflación, incertidumbre política, descrédito institucional, racimos de pobreza y violencia. Pero también una historia de movilizaciones estudiantiles, de tradiciones de rebeldía y resiliencia. La pregunta ya no es si la Generación Z argentina saldrá a la calle, sino cuándo y bajo qué banderas.
¿Será esta juventud capaz de transformar la queja en proyecto, la protesta en propuesta? El riesgo está a la vista: que la rebeldía termine en nihilismo, en cinismo precoz o en huida masiva al extranjero. Pero también existe la posibilidad —remota, pero no imposible— de que la Generación Z local aporte creatividad, frescura y audacia a una sociedad anquilosada y temerosa.
Lo saben, pero hay que insistir: La educación es la clave. La batalla por el futuro no se juega (solo) en las calles ni en las redes, sino en las aulas. En esta coyuntura, la educación deja de ser un tema más de agenda para convertirse en cuestión de Estado. No se trata de transmitir datos, sino de enseñar a pensar críticamente, de fomentar la curiosidad, la empatía y la capacidad de dialogar. De nada sirven las tablets ni los laboratorios robóticos si no hay un propósito, si la escuela no forma ciudadanos capaces de navegar la complejidad, de discernir entre información y propaganda, de construir consensos y sostener desacuerdos.
La Generación Z necesita menos respuestas prefabricadas y más preguntas inteligentes. Y la sociedad, si aspira a sobrevivir al vendaval, debe invertir en una educación que no sea mero trámite, sino auténtica provocación intelectual.
Las élites políticas, empresariales y culturales harían bien en mirar a la Generación Z no como amenaza, sino como advertencia. Ignorar sus demandas, ridiculizar sus manías o minimizar su capacidad de coordinación es esa clases de errores que la historia no suele perdonar. El futuro en el Cantón y en el resto del país y del mundo se juega en la capacidad de entender a estos jóvenes, de tender puentes, de abrir espacios de diálogo real y de apostar por una educación transformadora.
Porque, si algo nos enseña la historia —y los espejos rotos del presente— es que la juventud, tarde o temprano, termina tomando la palabra. Y cuando eso sucede, más vale estar preparados para escuchar.
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