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Tarifazo energético en Misiones

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Por: Javier Mela

@JavierMela1

En varias oportunidades abordamos la crisis energética que atraviesa nuestra provincia en su conjunto, es tiempo de abordar y desmenuzar el tema central: tarifas de enorme importancia para los usuarios y de gran impacto socioeconómico.

Los datos encontrados en una búsqueda realizada en los cuadros tarifarios de las provincias del NEA nos muestran que la provincia de Misiones está sometida a tarifas que casi duplican el valor con el resto, además verificamos que sufrimos aumentos mensuales, mientras el resto tiene ajustes trimestrales.

Está situación abusiva que enfrentamos los misioneros y que ya en varias oportunidades denunciamos, fue noticia el día 23 de enero de 2025, cuando un conocido medio provincial publicó en su página web una nota que reproduce la nota publicada en el portal Iprofesional, titulada “Fuerte dispersión en las tarifas: cuáles son las provincias que más pagan por la luz y por qué”, que presenta el estudio realizado por Alejandro Enisstos y su equipo.

En este estudio la provincia de Misiones, y la empresa provincial de energía, someten a los ciudadanos a la quinta tarifa más alta del país para la categoría sin subsidio. Quedando entre las 10 más baratas para las categorías con subsidio.

A esta situación, el día 1 de febrero de 2025, el mismo diario digital de la provincia de Misiones publica una nota donde la secretaria de Energía de la Nación anuncia la quita de subsidios de 71% a 65% para la categoría N2 (bajos ingresos) y una quita de 60% a 55% para la categoría N3 (ingresos medios).

La quita de subsidios es algo que todos esperábamos a sabiendas de que la situación generada por los gobiernos kirchneristas no era sostenible, y de que el presidente Milei lo aclaró en cada oportunidad que tuvo durante su campaña.

Ahora bien, una cosa son las quitas de subsidios y otra es el elevado precio de la energía. Los misioneros somos los principales afectados por las consecuencias de la principal obra energética del país, y a pesar de sufrir las consecuencias y de estar a 90 km de la principal central generadora del país, tenemos la energía más cara y una de las de peor calidad del país.

Las familias de la provincia sufren los constantes aumentos y quitas de subsidios. No podemos olvidar que un porcentaje elevado de población económicamente activa trabaja en la administración pública provincial y municipal, y tienen los salarios más bajos del país. Las familias consideradas de altos ingresos ya pagan la energía a precios de los más caros del país, y las de ingresos medios y bajos están llegando mes a mes a este valor.

Pero hay algo que es también muy importante y no podemos olvidar: ¿Qué tarifa pagan nuestros industriales y comerciantes?

La energía pagada por quienes son los “generadores de riqueza” de la provincia hace mucho tiempo está muy por arriba de la media nacional, y no podemos olvidar que a esto se le suma la ridícula presión fiscal a la que son sometidos en la provincia los que intentan producir.

Los misioneros venimos experimentando aumentos desde el mes de octubre de 2023, que no se corresponden con los aumentos establecidos por Nación. La figura abajo nos muestra como los aumentos provinciales no llevan una relación con los aumentos nacionales, y muestran el descontrol y fracaso del modelo energético provincial.

¿Todo esto nos lleva a plantear el interrogatorio de qué está pasando en Misiones? No podemos dejar de recordar que vivimos los últimos peores 25 años en materia energética de la provincia, donde la falta de planificación e inversión llevaron al sistema eléctrico al borde del colapso. En los últimos ocho años la provincia recibió como ayuda de emergencia la instalación de grupos generadores Diesel, conocidos como grupos delivery. Además, que en los dos últimos dos años recibimos en misiones dos instalaciones nuevas de generadores Diesel (con los contaminantes e ineficientes).

Estos generadores se abastecían con combustible “gratuito” recibido desde ENARSA, pero es de público conocimiento que ENARSA y CAMMESA no están cumpliendo con sus contratos y que ENARSA desde octubre de 2023 no entrega combustible a Misiones, punto que coincide con los primeros aumentos de tarifa.

La pregunta es: ¿la provincia verde está cobrando a sus ciudadanos la tarifa más cara del país para financiar la fiesta de despilfarro para sustentar caprichos energéticos y de los otros?

Como última reflexión agregamos una particularidad en materia Defensa del Consumidor (derechos incorporados por la reforma de la Constitución Nacional del año 1994), asignatura incumplida de punta a punta en nuestra provincia (aquí los Usuarios y Consumidores en materia de energía eléctrica directamente no existen). El ente encargado por velar por la calidad del servicio ofrecido por la empresa EMSA y por las cooperativas, así como por la modicidad tarifaria es el E.P.R.E. (Ente Provincial Regulador de la Energía), que en nuestra provincia no ha sido reglamentada, a pesar de que la normativa data del año 1995 cuando se sanciona la Ley X N° 17 (antes Ley 3270) deuda del Poder Ejecutivo provincial, no se cumple la Ley.

Es por eso por lo que los usuarios estamos indefensos ante los constantes abusos, como son los cortes de varios días de duración, la imposición de tarifas siderales y otros abusos como que los clientes hagamos las obras que son obligación de EMSA.

Me refiero a los problemas que un sistema eléctrico sin planificar y sin ser tomado en serio. Por ejemplo, la empresa de energía toma decisiones que son totalmente arbitrarias y que afectan a todos los usuarios, en especial a los que intentan producir y crecer con sus proyectos. Aquí nos referimos a que la ley 24.065 de 1991, que establece en su artículo 21: “Será responsabilidad del distribuidor, sin perjuicio de lo expuesto en los párrafos precedentes, la transmisión de toda la demanda de energía eléctrica a través de sus redes y las ampliaciones de instalaciones derivadas de todo incremento de demanda en su zona de concesión, en los términos del contrato de concesión”.

Pero resulta que, en Misiones, como ya es de conocimiento popular, el ciudadano que intenta implantar un nuevo proyecto (residencial, comercial o industrial), debe solicitar a EMSA la elaboración de los planos (que los cobra) para poder realizar (el cliente) su propia la obra. Obra que es obligación de EMSA y que además EMSA utiliza para vender energía a otros usuarios, inviabilizando muchas veces proyectos de inversión muy importantes.

En definitiva, no desviemos los ojos del problema atacando la quita de subsidios y coloquemos nuestra atención en discutir como proporcionar a todos los ciudadanos un modelo energético que nos permita crecer y generar riqueza genuina.

*Abogado, diputado provincial UCR.

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Espejos rotos: La Generación Z avanza sin pedir permiso

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Por: Fernando Oz

@F_ortegazabala

Un profesor de Ciencias Políticas nos dijo una vez que “hay generaciones que nacen para obedecer, y otras, para preguntarse por qué deberían hacerlo”. No me la olvidé nunca, estaba en quinto año de un liceo militar; Gastón Toledo Dumenieu, el docente. A partir de ese momento comencé a preguntarme por qué debería hacerlo, sé que no fui muy precoz que digamos. Recordé el asunto veinticuatro horas antes de las elecciones del domingo pasado, cuando un veterano operador político, culto, todoterreno, de élite, me decía que el futuro del país se encontraba en manos de la Generación Z, ese magma efervescente de jóvenes nacidos entre mediados de los noventa y principios de la segunda década del siglo XXI.

Irrumpieron en la escena global como una tromba que no pide permiso, solo avanza. La primera vez que los vi en acción fue en 2019 en las revueltas en Chile. Fueron los alumnos secundarios quienes en octubre de ese año decidieron saltar los molinetes de las líneas del metro de Santiago de Chile para evitar pagar el aumento del pasaje que había autorizado el gobierno.

Una semana antes, el entonces presidente Enrique Piñera había anunciado un proyecto de reducción de la jornada laboral y flexibilización. En la opinión pública aumentaba el descontento contra diferentes medidas del gobierno, como por ejemplo la iniciativa que permitía el control policial en la vía pública a partir de los 16 años y el manejo de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), otra de las herencias de la dictadura de Augusto Pinochet. En pocos días las protestas aumentaron, hubo incidentes con los carabineros en las estaciones y vagones incendiados.

Las redes sociales cumplieron un rol fundamental en las convocatorias, #EvasiónMasiva fue el hashtag con el que inició todo. Así había estallado, unos años antes, el polvorín de la Primavera Árabe. El conflicto derivó en gigantescas manifestaciones en todo el país cordillerano, los reclamos de índole social se sumaron y en menos de un mes miles de personas salían a las calles pidiendo el cambio de la Constitución aprobada durante la dictadura y un cambio de modelo económico, todos al grito de “Chile despertó”. (Les dejo una reportaje que hice después de dos coberturas en el terreno).

Después los vi en otros sitos. No es casualidad ni capricho del mercado de etiquetas: es el resultado de un mundo que les explota en la cara y les exige respuestas, aunque muchas veces solo puedan ofrecer preguntas. En el Cantón, el electorado de los sub treinta se convirtió en un actor fundamental de la vida política y lo viene demostrando, maneja su voto con suma libertad, por fuera de las estructuras partidarias, y de los antojos de los medios de comunicación tradicionales.

Muchas veces me reconozco en ellos cuando lanzan ese sudor mezcla de vértigo y cinismo: han crecido con la promesa de una globalización idílica que nunca llegó, con la tecnología como prótesis existencial, y con un planeta al borde del colapso climático y social. Son herederos involuntarios de la incertidumbre y, al mismo tiempo, protagonistas de una revuelta silenciosa —y a veces, estridente— que sacude las plazas reales y virtuales.

Hay quienes los retratan de una manera demasiado negativa, los minimizan. La Generación Z es el resultado de la hiperconectividad. No conciben el mundo sin la mediación de una pantalla, ni el diálogo sin memes, emojis o la inmediatez de lo efímero. Sus manías rozan la frontera de la obsesión: la multitarea como religión, la búsqueda constante de validación en redes y la ansiedad por no pertenecer. Pero también, aunque les cueste admitirlo, una nostalgia precoz por lo que jamás vivieron.

Son impacientes, sí. Pero también desconfiados. Se indignan con facilidad, denuncian los dobleces de las generaciones precedentes y, sin embargo, a veces pecan de un idealismo ingenuo que los deja a merced del cinismo adulto. Han aprendido a sospechar de todo —políticos, empresas, medios— y a diseñar sus propios códigos morales, aunque sean cambiantes y contradictorios. Les aterra la irrelevancia, pero más aún el silencio.

Sin embargo, nadie puede negar que la Generación Z ha puesto el cuerpo en las calles y el alma en las redes. Desde Hong Kong, donde jóvenes se enfrentan a un dragón estatal que no tolera disidencias, hasta Chile, Colombia, Nigeria o Francia, la marea de protestas tiene un denominador común: el hartazgo. Un hartazgo que no siempre sabe articularse en demandas concretas, pero que deja claro que el mundo, tal como lo conocieron sus padres, no les sirve.

Las movilizaciones, a menudo espontáneas y descentralizadas, son síntoma de una crisis más profunda: la desconfianza radical en los relatos oficiales, la fatiga ante la inequidad, la sensación de que las promesas de progreso han sido, en el mejor de los casos, cuentos para dormir adultos.

Si algo distingue a la Generación Z es la capacidad de convertir una chispa local en incendio global. Basta un video, una consigna viral, para que la revuelta se multiplique en cuestión de horas. Las protestas en Perú “toman color cuando interviene Generación Z”, así me lo señalo Ana, una colega peruana con la que compartí unos días durante las revueltas en Lima cuando tomó el poder Dina Boluarte, destituida hace unas semanas (acá les dejo unas fotos de esas jornadas).

Me gusta observarlos, los siento cerca, son una rebelión digital que entre memes y barricadas hacen temblar a gobiernos, mercados, sistemas. La organización horizontal es su bandera y su condena: nadie manda, todos influyen. La democracia digital, a golpe de hashtag, es tan poderosa como volátil. Aquí, el liderazgo es efímero; hoy tuiteás, mañana te olvidan. Pero no es menor el poder de las imágenes, los relatos fragmentados, el recurso de la ironía y la parodia para resistir y señalar. Las redes sociales han convertido a los jóvenes en emisores y receptores simultáneos de consignas, en jueces y parte, en generadores de sentido y ruido.

Pero ya les digo, esta misma horizontalidad es su talón de Aquiles: la dispersión, la falta de objetivos comunes, la tentación de la performatividad sobre el compromiso real. La Generación Z protesta más rápido de lo que reflexiona, y a veces, cuando el algoritmo cambia, la indignación se licua y la inercia vuelve a vencer.

En Argentina, el fenómeno todavía se desarrolla entre el escepticismo y la fascinación. La última vez que vi ondear la bandera que los representa en todas las latitudes, fue durante la marcha de septiembre al Congreso contra los vetos de Javier Milei. La juventud en el país enfrenta desafíos propios: inflación, incertidumbre política, descrédito institucional, racimos de pobreza y violencia. Pero también una historia de movilizaciones estudiantiles, de tradiciones de rebeldía y resiliencia. La pregunta ya no es si la Generación Z argentina saldrá a la calle, sino cuándo y bajo qué banderas.

¿Será esta juventud capaz de transformar la queja en proyecto, la protesta en propuesta? El riesgo está a la vista: que la rebeldía termine en nihilismo, en cinismo precoz o en huida masiva al extranjero. Pero también existe la posibilidad —remota, pero no imposible— de que la Generación Z local aporte creatividad, frescura y audacia a una sociedad anquilosada y temerosa.

Lo saben, pero hay que insistir: La educación es la clave. La batalla por el futuro no se juega (solo) en las calles ni en las redes, sino en las aulas. En esta coyuntura, la educación deja de ser un tema más de agenda para convertirse en cuestión de Estado. No se trata de transmitir datos, sino de enseñar a pensar críticamente, de fomentar la curiosidad, la empatía y la capacidad de dialogar. De nada sirven las tablets ni los laboratorios robóticos si no hay un propósito, si la escuela no forma ciudadanos capaces de navegar la complejidad, de discernir entre información y propaganda, de construir consensos y sostener desacuerdos.

La Generación Z necesita menos respuestas prefabricadas y más preguntas inteligentes. Y la sociedad, si aspira a sobrevivir al vendaval, debe invertir en una educación que no sea mero trámite, sino auténtica provocación intelectual.

Las élites políticas, empresariales y culturales harían bien en mirar a la Generación Z no como amenaza, sino como advertencia. Ignorar sus demandas, ridiculizar sus manías o minimizar su capacidad de coordinación es esa clases de errores que la historia no suele perdonar. El futuro en el Cantón y en el resto del país y del mundo se juega en la capacidad de entender a estos jóvenes, de tender puentes, de abrir espacios de diálogo real y de apostar por una educación transformadora.

Porque, si algo nos enseña la historia —y los espejos rotos del presente— es que la juventud, tarde o temprano, termina tomando la palabra. Y cuando eso sucede, más vale estar preparados para escuchar.

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El voto independiente frente a la tempestad Nacional

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Por: Fernando Oz

@F_ortegazabala

Si algo enseñan las buenas novelas, es que los personajes más memorables son los que sobreviven al naufragio. No hablamos del héroe bellamente vestido ni del villano de manual, sino del tipo más bien común, el que se despierta en medio del temporal, con el agua hasta la cintura y el cielo desplomándose y, aun así, busca una tabla a la que aferrarse.

Así está hoy el electorado independiente argentino: mirando de reojo el horizonte, sabiendo que la tormenta no amaina y que la salvación, si llega, no vendrá de los dioses ni de las gestas lejanas, sino de la madera que uno encuentra bajo los pies, de la barricada levantada al borde de la propia vereda. No me digan que no es así.

La política argentina, convengamos, se ha convertido en una novela negra donde el misterio ya no es quién robó, sino cómo sobrevivir al saqueo del ladrón de turno. El panorama no es bueno, pero no quiero ser tremendista. La inflación encubierta devora los ahorros y la esperanza, promesas de crecimiento que se diluyen al sol como tinta barata, y gobiernos que, en vez de gestionar nuestros recursos, parecen más empeñados en timbear en apuestas virtuales nuestro presente. El país entero se ha vuelto escenario de zozobra, donde el ciudadano –hastiado de discursos huecos y ajustes interminables– descubre, no sin cierta amargura, que el poder central es tan ajeno como la Luna y que la solución, si existe, debe buscarse en otro lado.

Es aquí, en medio de ese desengaño perpetuo, donde surge el localismo –territorialismo–, como refugio. No es nostalgia ni provincialismo trasnochado; es supervivencia pura. Tomemos el ejemplo de Misiones: mientras en el Congreso de la Nación discuten leyes que nunca llegan a la frontera, la provincia no deja de hacer un gran esfuerzo por proteger su monte nativo, invertir en salud y educación, paliar las consecuencias de las asimetrías creando programas como “Ahora Misiones” o la zona franca que amortiguan el golpe inflacionario y sostienen el comercio local.

La gestión, lejos de ser anécdota menor, se convierte en acto de resistencia. Frente a la tormenta nacional, la provincia construye su propio paraguas, remendado quizás, pero firme.

El votante independiente argentino es, por definición, desconfiado y obstinado, pero con riesgo de ser indolente e indiferente. Suelen rechazar las etiquetas fáciles y desconfiar de los slogans que prometen el oro y el moro, pero también eligen mirar al costado mientras el agua todavía no le llega al cuello. No exige milagros, pero sí resultados; no pide épica, sino eficacia. Lo suyo no es resignación, es exigencia: quiere tener la tranquilidad de que la ambulancia llega a tiempo, la escuela con maestros en el aula, el comercio creciendo pese a la embestida de las impiadosas leyes del mercado mundial. Su motivación es pragmática y su compromiso, silencioso pero tenaz.

Ahora viene la pregunta que importa: ¿por qué el territorialismo es la mejor opción para este electorado errante? Porque, en un país donde las soluciones nacionales se han vuelto espejismos, apoyar a quienes defienden intereses concretos es el acto más lúcido de rebeldía. El localismo no es mirar el mundo desde el ombligo; es entender que la dignidad política empieza en la esquina, en la plaza, en el club de barrio. Es apostar por la gestión de lo propio, por la defensa de lo cercano, por el control sobre lo que afecta la vida diaria. Apoyar al dirigente local que pone la jeta por los vecinos es mucho más real que aferrarse a promesas que pululan en redes sociales, pero nunca cruzan la General Paz.

Este fenómeno no es sólo argentino. En un mundo sacudido por crisis globales, pandemias, guerras y mercados que se desploman a la velocidad de un tweet, el localismo emerge como refugio universal. Desde pequeños municipios europeos que reinventan sus economías tras la caída del turismo, hasta comunidades rurales estadounidenses que se organizan para sobrevivir a los vaivenes federales, la defensa de lo propio ha demostrado ser el último bastión con sentido común. No se trata de encierro, sino de resiliencia: quien cuida su entorno, protege su futuro.

El votante independiente, entonces, enfrenta una elección que va más allá de la coyuntura. Votar por el localismo es resistir el abandono centralista, es reivindicar la soberanía cotidiana, es rechazar la resignación y exigir resultados palpables. Es, en última instancia, defender la dignidad en tiempos de incertidumbre, levantar la cabeza y decir: aquí mando yo, aquí decido yo, aquí cuido yo. Porque, como bien saben los personajes de las grandes novelas, la tabla salvadora nunca viene del cielo, sino de lo que uno construye con sus propias manos. Y en la Argentina de hoy, esa construcción empieza en la puerta de casa, en la asamblea del barrio, en el voto que defiende lo propio.

En un país que parece empeñado en autoboicotear su futuro, el votante independiente tiene la oportunidad y la responsabilidad de ejercer el voto como acto de defensa personal y colectiva. No hay que dejarse arrastrar por la histeria nacional ni entregarse al desencanto. Hay que mirar hacia adentro, identificar quién defiende el interés local, quién conoce las calles y los problemas, quién se juega el pellejo en cada decisión. Defender lo propio no es un acto egoísta, sino la única estrategia posible cuando todo se derrumba. El misionerismo, hoy más que nunca, es el refugio inteligente del electorado independiente.

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Llegó el tiempo de expandir el pensamiento misionerista

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Por: Fernando Oz

@F_ortegazabala

Desde 2003, cada elección es una lucha por la supervivencia de los intereses provinciales frente al implacable centralismo nacional. No es una exageración literaria. El Congreso, ese viejo coliseo de pasiones y desencuentros, se prepara para recibir a los nuevos gladiadores. Y en ese ruedo, Oscar Herrera Ahuad es, sin dudas, el mejor representante que tiene el Misionerismo para un momento histórico convulsionado, donde se necesita aporte de ideas, coraje, coherencia y un profundo sentido de pertenencia.

Hablar de Misionerismo es adentrarse en la historia de una provincia que aprendió a tejer su propio destino con paciencia y convicción. El Misionerismo no es una etiqueta electoral, sino una filosofía de gestión que surgió de la voluntad de diferenciarse del discurso homogéneo impuesto desde el puerto de Buenos Aires. Defiende la identidad local, la autonomía y el bienestar de las y los misioneros. A lo largo de los años, el Frente Renovador de la Concordia Social ha sido el estandarte de esa visión, resistiendo la tentación de plegarse a recetas ajenas y apostando a un modelo propio, con aciertos y errores, pero siempre fiel al pulso de la tierra colorada.

El Misionerismo es, en su esencia, la rebelión de los invisibles ante un gobierno nacional necio e indolente, y estructuras partidarias rancias. Digamos que es lo mejor de la evolución de la Renovación: trasciende a la Neo, el Blend o los diferentes varietales cultivados dentro o fuera del territorio. Es una forma de decir “no” al olvido y “sí” al protagonismo de una provincia que se niega a ser mero decorado del mapa nacional. Y en ese marco, los valores centrales son claros: respeto por la pluralidad, defensa de la producción local, educación como herramienta de emancipación y salud como derecho inalienable.

Hablar del Misionerismo es hablar de una evolución política que nació y creció al calor de la propia intemperie. No es una ideología blindada ni una doctrina de manual: es, más bien, una forma de lealtad a la tierra, a quienes la trabajan y la habitan. El Frente Renovador, desde su génesis, fue el vehículo de esa transformación paciente.

Hablar de Herrera Ahuad es invocar la biografía de un médico a pie de calle, escuchando el pulso de las urgencias sociales antes de que los despachos le abrieran las puertas. Su recorrido es el de alguien que conoce cada rincón de la provincia: sus hospitales, sus escuelas, sus caminos de tierra. Gobernador en tiempos de pandemia, supo equilibrar la firmeza y la cercanía, sin ceder a la tentación del protagonismo vacío. Nunca fue un político de gestos ampulosos ni de frases huecas. Su estilo es el de quien prefiere el trabajo silencioso a la foto fácil; el de quien entiende que gobernar es, ante todo, cuidar.

Quien busque en esta elección confrontar ideas y trayectorias encontrará en el resto de los candidatos un mosaico heterogéneo, pero poco convincente si se mide desde el interés genuino por Misiones.

Diego Hartfield, extenista y bróker de negocios financieros, viene realizando una campaña pulcra y sus promesas de modernidad suenan, a menudo, como anuncios en horario premium: mucho brillo, poca sustancia. El problema del Gato no es su falta de voluntad, sino su ajenidad al pulso profundo del Cantón. Su vínculo con lo cotidiano de la chacra, el colono y lo que sucede en las guardias de cualquier sala de emergencias es, digamos, anecdótico. Ahora, devenido en aspirante político, trae consigo el aura del esfuerzo personal, pero su mirada se queda en la superficie. La política, como la cancha, exige estrategia, pero también sentido de lo colectivo; y ahí Hartfield parece patinar en los detalles de la realidad misionera.

Cristina Brítez ya estuvo ocho años en el Congreso y no consiguió posicionarse como referente de minorías y derechos. Su discurso, frecuentemente crispado, parece más dirigido a Buenos Aires que a Misiones. Su fervor es digno de elogio, pero la defensa de Misiones exige algo más que consignas y alineamientos partidarios; requiere una comprensión profunda del territorio y capacidad de diálogo, virtudes que a Brítez le cuesta desplegar sin caer en el dogma.

Héctor “Cacho” Bárbaro, histórico dirigente social y rural, tiene a su favor la experiencia y el conocimiento de las necesidades de los pequeños productores. Sin embargo, su retórica combativa —aunque necesaria en ciertos momentos— tiende a polarizar en vez de construir. Misiones necesita diálogo y puentes, no trincheras permanentes. Cacho olvida que la provincia es mucho más que sus chacras y que el lobby a favor de las grandes tabacaleras es un mosaico de realidades complejas que exige una visión integradora.

El radical Gustavo González patina rápido, tiene una actitud adolescente y tampoco supo consolidar lo que más necesita el Cantón: una oposición racional y crítica que ayude a gobernar la provincia, que deje los intereses personales de lado en pos del crecimiento del conjunto. La oposición en Misiones no aprendió a ejercer su rol, por eso se encuentra tan desintegrada y perimida.

Por último, Ramón Puerta, el viejo zorro de la política misionera. Sus credenciales son conocidas, pero su historia está atada a un pasado que la provincia busca superar. Puerta encarna la nostalgia de quienes creen que todo tiempo pasado fue mejor, olvidando que Misiones avanza y requiere nuevas respuestas para viejos y nuevos desafíos. Es el referente de tiempos donde la política era otra cosa; su candidatura es el eco de un pasado que, honestamente, no ofrece respuestas a los desafíos actuales. El conservadurismo porteño le es más propio que el nuevo pulso misionero.

La presencia de Herrera Ahuad en el Congreso no es solo un asunto de partido, sino de supervivencia política para Misiones. Nadie como él entiende que la pelea por recursos, autonomía y reconocimiento es diaria, y que el centralismo porteño no concede nada sin presión. Miren, conozco ese territorio, también a Oscar, y les aseguro que no creo que se mantenga callado ante el ninguneo de los despachos nacionales. El Misionerismo, encarnado en su figura, es la garantía de que Misiones no será una cifra más en el presupuesto nacional ni una sombra en la periferia del poder.

Frente a los intereses externos —económicos, mediáticos o políticos—, Herrera Ahuad representa la defensa de lo propio. Su candidatura no es solo la de un hombre, sino la de una provincia que exige respeto y protagonismo. En un país donde las provincias suelen ser la variable de ajuste, tener a alguien en el Congreso capaz de plantarse sin titubear es, sabiendo de qué se trata cada negociación, sencillamente, es vital.

Mientras otros candidatos miran hacia afuera, buscando aprobación o respaldo externo, él mira hacia adentro, entendiendo que la fortaleza de Misiones está en su gente, su cultura y su potencial productivo. No le teme al debate ni a la confrontación; sabe que defender a Misiones no es gritar más fuerte, sino saber escuchar y negociar, sin ceder nunca ante el ninguneo. Su experiencia en la gestión lo habilita para entender la complejidad de las relaciones federales y para exigir, con legitimidad, lo que le corresponde al Cantón.

Que la historia no nos encuentre distraídos. Votar por Herrera Ahuad es, en última instancia, votar por uno mismo: por el productor que no quiere perder su tierra, por la maestra que enseña en la frontera, por el joven que sueña con quedarse y no partir. Es defender la voz y la dignidad de Misiones ante quienes la miran desde lejos y la entienden menos aún. Al final, la opción es clara: o se elige a quien encarna el Misionerismo y la defensa de lo propio, o se corre el riesgo de volver a ser tierra de nadie. Y Misiones, conviene recordarlo, nunca quiso ser invisible y construyó identidad propia.

 

 

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