Opinión
Elecciones 2025: crisis de candidatos y la operación outsider
Por: Fernando OZ
@F_ortegazabala
A once días del inicio formal de la campaña electoral, uno de los principales inconvenientes que enfrentan los partidos y alianzas que competirán en las elecciones del 8 de junio es que no consiguen candidatos. No es el Cantón, lo del descredito de los políticos es una tendencia mundial y es tan alta que académicos de toda talla ideológica alertan sobre el deterioro del sistema democrático. Sí, es mucho.
El desinterés de la ciudadanía que se leía en las encuestas que desde diciembre pululan en el Cantón, se refleja al momento de cerrar las listas. El problema, como casi siempre sucede, aumenta cuando nos alejamos de la órbita del poder. En algunos municipios el armado de sublemas termina siendo una cuestión de negocios: Acepto ir en el tercer puesto de concejal en una lista que no tiene ninguna posibilidad de llegar a ningún lado por tanta plata, por tal negocio, por una recategorización o por un simple ‘hoy por ti, mañana por mí’, en el mejor de los casos.
Pese a esa problemática que afecta a todas las fuerzas políticas, la oposición en Misiones no tiene ninguna alternativa de obtener una victoria. El Frente Renovador de la Concordia llega sólido, con un proyecto probado en gestión y que, hasta el momento, demostró adaptabilidad a los tiempos políticos de un país que pareciera sufrir de bipolaridad. Pese al enojo social que marcan las encuestas, el electorado del Cantón se vuelca a la renovación, a pesar del bajo conocimiento de sus principales candidatos, cuando saca la cabeza afuera de la provincia y piensa dos minutos en sus propios intereses.
En el peor de los escenarios, de las veinte bancas que están en juego en la Cámara de Representantes, el oficialismo retendrá nueve y la fragmentada oposición tendrá que repartirse las once restantes. Así sucedió en las elecciones legislativas del 13 de junio de 2013. Los renovadores se enfrentaron al kirchnerista Frente para la Victoria, al peronismo anti K, a los radicales, a los entonces novatos del PRO y a un puñado de alianzas circunstanciales en su contra. Ese año ganaron con el 30,9 % de los votos. En la oposición la cosecha mayor la obtuvo el radicalismo, que se quedó con cinco bancas tras obtener el 17%. Pero el voto que realmente se hizo notar fue el que manifiesta el enojo del electorado, el Blanco: 8,2%.
Todo indicaría que este año será el partido político de moda, La Libertad Avanza (LLA), quien se quede con la mayor porción del voto opositor. ¿Podrá obtener más bancas que el radicalismo en 2013? Es muy poco probable, a la luz de las más recientes encuestas de opinión pública.
Los libertarios con estandarte oficial con el emblema del León dorado, aún no definieron quién será su principal candidato a diputado provincial y en los municipios únicamente lograron armar la mitad de los sublemas planificados. La idea, al inicio, era ofrecer los principales lugares a empresarios, profesionales, gente del jet set local y había un sólo requisito “inquebrantable”: no tener pasado político. Pero la cosa no avanzó y muchos de los que habían sido elegidos, interesadamente, para estar junto a Karina Milei y Martín Menem en Posadas prefirieron tomar distancia.
“Se fueron muchos”, me confesó con resignación un misionero que actúa como circunstancial “consigliere” entre dos despachos claves de la Casa Rosada. En el selecto círculo libertario hay versiones que indican que la fuga comenzó cuando alguien “pasó la gorra”. Vaya a saber, tal vez sea una blasfemia, parte de la interna que se respira en la Entidad Binacional Yacyretá (EBY), donde se anuncia una guerra de carpetazos entre los propios alfiles de la LLA.
En el entorno al abogado tributarista Carlos Adrián Nuñez, gerente en el Cantón del sello de los hermanos Milei, reconocen que hubo varios empresarios que bajaron sus candidaturas. El último habría sido el automovilista Carlos Okulovich. Las intenciones de Nuñez es catapultarse a la Cámara baja del Congreso, no tiene ganas de recalar en la legislatura provincial como diputado, aunque lo más seguro es que termine como consejero de la EBY, al menos hay un cargo reservado a su nombre.
Pero la mayor incertidumbre se vive en la nueva sociedad entre el radicalismo y el PRO, el Frente Unidos por el Futuro. Hoy se conocerá quienes representarán a los primeros, tras el cónclave de la Convención local de la UCR, donde el diputado provincial Ariel Pepe Pianesi medirá fuerzas con el diputado nacional Martín Arjol, jefe de los radicales con peluca. Todo hace suponer que Pepe tendrá que relegar sus intenciones de buscar un tercer mandato en la Legislatura y que el concejal posadeño Santiago Koch podría encabezar la lista. Habrá que ver qué sucede, la semana laboral finalizó con un reclamo judicial para suspender la Convención, una movida impulsada por Arjol.
Mientras en el farragoso terreno radical resuelven quiénes se quedan con los lugares más deseados, en el PRO se reclutan candidatos. En un grupo de WhatsApp de poco movimiento, en el que aún se encuentran algunos renegados del macrismo, sorprendió la siguiente convocatoria: “Buenas tardes solicitamos a todos los postulantes a Diputados Provinciales, que envíen sus CV y la carta de intención por WhatsApp (a mí número o a Horacio Loreiro) o correo ([email protected]), o personalmente a Troazzi 1022. Oportunamente los estaremos llamando para hacer las entrevistas correspondientes. Saludos cordiales! Unidos por el Futuro!!”. Tal vez haya sido una broma del mal gusto.
A este panorama hay que sumar a un actor que cobró relevancia en las protestas de mayo del año pasado, cuando un sector de la policía se amotinó como método de protesta en reclamo de mejoras salariales. Se trata de Ramón Amarilla, un suboficial retirado que encabezó la revuelta y que ahora se encuentra detenido junto a otros hombres de la fuerza por “intento de sedición y conspiración”.
Amarrilla será cabeza de la lista a diputados por el partido Por la Vida y los Valores, que preside el dirigente liberal Walter Ríos y capitanea el diputado ultraopositor del PRO, Miguel Núñez. Cinco meses después de los incidentes de mayo, un sector de la oposición encargó a la consultora Analityx la realización de un amplio estudio de opinión pública. Entre los nombres que fueron incluidos en la encuesta figura el de Amarilla, el único outsiders de la política.
Pedro Puerta, también fue medido en el mismo estudio. El diputado de Activar, que estaría analizando pedir una extensa licencia médica en la Legislatura, fue uno de los impulsores de la creación de un gran frente opositor que sea traccionado por outsiders de la política. Un plan que se comenzó a desquebrajar con el caso que envuelve al ex diputado provincial de Activar Germán Kiczka y su hermano Sebastián por tenencia y distribución de Material de Abuso Sexual Infantil.
Tal vez, en ese estudio se encontraba el trasfondo de una estrategia mucho más amplia que incluía a todo el arco opositor. Pero, como ya sabemos, en política, más en época de contienda electoral, no existen las “casualidades” inocentes. Activar se desgranó y la idea de unir a la egoísta oposición quedó en una encuesta telefónica.
Opinión
Espejos rotos: La Generación Z avanza sin pedir permiso

Por: Fernando Oz
@F_ortegazabala
Un profesor de Ciencias Política nos dijo una vez que “hay generaciones que nacen para obedecer, y otras, para preguntarse por qué deberían hacerlo”. No me la olvidé nunca, estaba en quinto año de un liceo militar; Gastón Toledo Dumenieu, el docente. A partir de ese momento comencé a preguntarme por qué debería hacerlo, sé que no fui muy precoz que digamos. Recordé el asunto veinticuatro horas antes de las elecciones del domingo pasado, cuando un veterano operador político, culto, todoterreno, de élite, me decía que el futuro del país se encontraba en manos de la Generación Z, ese magma efervescente de jóvenes nacidos entre mediados de los noventa y principios de la segunda década del siglo XXI.
Irrumpieron en la escena global como una tromba que no pide permiso, solo avanza. La primera vez que los vi en acción fue en 2019 en las revueltas en Chile. Fueron los alumnos secundarios quienes en octubre de ese año decidieron saltar los molinetes de las líneas del metro de Santiago de Chile para evitar pagar el aumento del pasaje que había autorizado el gobierno.
Una semana antes, el entonces presidente Enrique Piñera había anunciado un proyecto de reducción de la jornada laboral y flexibilización. En la opinión pública aumentaba el descontento contra diferentes medidas del gobierno, como por ejemplo la iniciativa que permitía el control policial en la vía pública a partir de los 16 años y el manejo de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), otra de las herencias de la dictadura de Augusto Pinochet. En pocos días las protestas aumentaron, hubo incidentes con los carabineros en las estaciones y vagones incendiados.
Las redes sociales cumplieron un rol fundamental en las convocatorias, #EvasiónMasiva fue el hashtag con el que inició todo. Así había estallado, unos años antes, el polvorín de la Primavera Árabe. El conflicto derivó en gigantescas manifestaciones en todo el país cordillerano, los reclamos de índole social se sumaron y en menos de un mes miles de personas salían a las calles pidiendo el cambio de la Constitución aprobada durante la dictadura y un cambio de modelo económico, todos al grito de “Chile despertó”. (Les dejo una reportaje que hice después de dos coberturas en el terreno).
Después los vi en otros sitos. No es casualidad ni capricho del mercado de etiquetas: es el resultado de un mundo que les explota en la cara y les exige respuestas, aunque muchas veces solo puedan ofrecer preguntas. En el Cantón, el electorado de los sub treinta se convirtió en un actor fundamental de la vida política y lo viene demostrando, maneja su voto con suma libertad, por fuera de las estructuras partidarias, y de los antojos de los medios de comunicación tradicionales.
Muchas veces me reconozco en ellos cuando lanzan ese sudor mezcla de vértigo y cinismo: han crecido con la promesa de una globalización idílica que nunca llegó, con la tecnología como prótesis existencial, y con un planeta al borde del colapso climático y social. Son herederos involuntarios de la incertidumbre y, al mismo tiempo, protagonistas de una revuelta silenciosa —y a veces, estridente— que sacude las plazas reales y virtuales.
Hay quienes los retratan de una manera demasiado negativa, los minimizan. La Generación Z es el resultado de la hiperconectividad. No conciben el mundo sin la mediación de una pantalla, ni el diálogo sin memes, emojis o la inmediatez de lo efímero. Sus manías rozan la frontera de la obsesión: la multitarea como religión, la búsqueda constante de validación en redes y la ansiedad por no pertenecer. Pero también, aunque les cueste admitirlo, una nostalgia precoz por lo que jamás vivieron.
Son impacientes, sí. Pero también desconfiados. Se indignan con facilidad, denuncian los dobleces de las generaciones precedentes y, sin embargo, a veces pecan de un idealismo ingenuo que los deja a merced del cinismo adulto. Han aprendido a sospechar de todo —políticos, empresas, medios— y a diseñar sus propios códigos morales, aunque sean cambiantes y contradictorios. Les aterra la irrelevancia, pero más aún el silencio.
Sin embargo, nadie puede negar que la Generación Z ha puesto el cuerpo en las calles y el alma en las redes. Desde Hong Kong, donde jóvenes se enfrentan a un dragón estatal que no tolera disidencias, hasta Chile, Colombia, Nigeria o Francia, la marea de protestas tiene un denominador común: el hartazgo. Un hartazgo que no siempre sabe articularse en demandas concretas, pero que deja claro que el mundo, tal como lo conocieron sus padres, no les sirve.
Las movilizaciones, a menudo espontáneas y descentralizadas, son síntoma de una crisis más profunda: la desconfianza radical en los relatos oficiales, la fatiga ante la inequidad, la sensación de que las promesas de progreso han sido, en el mejor de los casos, cuentos para dormir adultos.
Si algo distingue a la Generación Z es la capacidad de convertir una chispa local en incendio global. Basta un video, una consigna viral, para que la revuelta se multiplique en cuestión de horas. Las protestas en Perú “toman color cuando interviene Generación Z”, así me lo señalo Ana, una colega peruana con la que compartí unos días durante las revueltas en Lima cuando tomó el poder Dina Boluarte, destituida hace unas semanas (acá les dejo unas fotos de esas jornadas).
Me gusta observarlos, los siento cerca, son una rebelión digital que entre memes y barricadas hacen temblar a gobiernos, mercados, sistemas. La organización horizontal es su bandera y su condena: nadie manda, todos influyen. La democracia digital, a golpe de hashtag, es tan poderosa como volátil. Aquí, el liderazgo es efímero; hoy tuiteás, mañana te olvidan. Pero no es menor el poder de las imágenes, los relatos fragmentados, el recurso de la ironía y la parodia para resistir y señalar. Las redes sociales han convertido a los jóvenes en emisores y receptores simultáneos de consignas, en jueces y parte, en generadores de sentido y ruido.
Pero ya les digo, esta misma horizontalidad es su talón de Aquiles: la dispersión, la falta de objetivos comunes, la tentación de la performatividad sobre el compromiso real. La Generación Z protesta más rápido de lo que reflexiona, y a veces, cuando el algoritmo cambia, la indignación se licua y la inercia vuelve a vencer.
En Argentina, el fenómeno todavía se desarrolla entre el escepticismo y la fascinación. La última vez que vi ondear la bandera que los representa en todas las latitudes, fue durante la marcha de septiembre al Congreso contra los vetos de Javier Milei. La juventud en el país enfrenta desafíos propios: inflación, incertidumbre política, descrédito institucional, racimos de pobreza y violencia. Pero también una historia de movilizaciones estudiantiles, de tradiciones de rebeldía y resiliencia. La pregunta ya no es si la Generación Z argentina saldrá a la calle, sino cuándo y bajo qué banderas.
¿Será esta juventud capaz de transformar la queja en proyecto, la protesta en propuesta? El riesgo está a la vista: que la rebeldía termine en nihilismo, en cinismo precoz o en huida masiva al extranjero. Pero también existe la posibilidad —remota, pero no imposible— de que la Generación Z local aporte creatividad, frescura y audacia a una sociedad anquilosada y temerosa.
Lo saben, pero hay que insistir: La educación es la clave. La batalla por el futuro no se juega (solo) en las calles ni en las redes, sino en las aulas. En esta coyuntura, la educación deja de ser un tema más de agenda para convertirse en cuestión de Estado. No se trata de transmitir datos, sino de enseñar a pensar críticamente, de fomentar la curiosidad, la empatía y la capacidad de dialogar. De nada sirven las tablets ni los laboratorios robóticos si no hay un propósito, si la escuela no forma ciudadanos capaces de navegar la complejidad, de discernir entre información y propaganda, de construir consensos y sostener desacuerdos.
La Generación Z necesita menos respuestas prefabricadas y más preguntas inteligentes. Y la sociedad, si aspira a sobrevivir al vendaval, debe invertir en una educación que no sea mero trámite, sino auténtica provocación intelectual.
Las élites políticas, empresariales y culturales harían bien en mirar a la Generación Z no como amenaza, sino como advertencia. Ignorar sus demandas, ridiculizar sus manías o minimizar su capacidad de coordinación es esa clases de errores que la historia no suele perdonar. El futuro en el Cantón y en el resto del país y del mundo se juega en la capacidad de entender a estos jóvenes, de tender puentes, de abrir espacios de diálogo real y de apostar por una educación transformadora.
Porque, si algo nos enseña la historia —y los espejos rotos del presente— es que la juventud, tarde o temprano, termina tomando la palabra. Y cuando eso sucede, más vale estar preparados para escuchar.
Opinión
El voto independiente frente a la tempestad Nacional
Por: Fernando Oz
Si algo enseñan las buenas novelas, es que los personajes más memorables son los que sobreviven al naufragio. No hablamos del héroe bellamente vestido ni del villano de manual, sino del tipo más bien común, el que se despierta en medio del temporal, con el agua hasta la cintura y el cielo desplomándose y, aun así, busca una tabla a la que aferrarse.
Así está hoy el electorado independiente argentino: mirando de reojo el horizonte, sabiendo que la tormenta no amaina y que la salvación, si llega, no vendrá de los dioses ni de las gestas lejanas, sino de la madera que uno encuentra bajo los pies, de la barricada levantada al borde de la propia vereda. No me digan que no es así.
La política argentina, convengamos, se ha convertido en una novela negra donde el misterio ya no es quién robó, sino cómo sobrevivir al saqueo del ladrón de turno. El panorama no es bueno, pero no quiero ser tremendista. La inflación encubierta devora los ahorros y la esperanza, promesas de crecimiento que se diluyen al sol como tinta barata, y gobiernos que, en vez de gestionar nuestros recursos, parecen más empeñados en timbear en apuestas virtuales nuestro presente. El país entero se ha vuelto escenario de zozobra, donde el ciudadano –hastiado de discursos huecos y ajustes interminables– descubre, no sin cierta amargura, que el poder central es tan ajeno como la Luna y que la solución, si existe, debe buscarse en otro lado.
Es aquí, en medio de ese desengaño perpetuo, donde surge el localismo –territorialismo–, como refugio. No es nostalgia ni provincialismo trasnochado; es supervivencia pura. Tomemos el ejemplo de Misiones: mientras en el Congreso de la Nación discuten leyes que nunca llegan a la frontera, la provincia no deja de hacer un gran esfuerzo por proteger su monte nativo, invertir en salud y educación, paliar las consecuencias de las asimetrías creando programas como “Ahora Misiones” o la zona franca que amortiguan el golpe inflacionario y sostienen el comercio local.
La gestión, lejos de ser anécdota menor, se convierte en acto de resistencia. Frente a la tormenta nacional, la provincia construye su propio paraguas, remendado quizás, pero firme.
El votante independiente argentino es, por definición, desconfiado y obstinado, pero con riesgo de ser indolente e indiferente. Suelen rechazar las etiquetas fáciles y desconfiar de los slogans que prometen el oro y el moro, pero también eligen mirar al costado mientras el agua todavía no le llega al cuello. No exige milagros, pero sí resultados; no pide épica, sino eficacia. Lo suyo no es resignación, es exigencia: quiere tener la tranquilidad de que la ambulancia llega a tiempo, la escuela con maestros en el aula, el comercio creciendo pese a la embestida de las impiadosas leyes del mercado mundial. Su motivación es pragmática y su compromiso, silencioso pero tenaz.
Ahora viene la pregunta que importa: ¿por qué el territorialismo es la mejor opción para este electorado errante? Porque, en un país donde las soluciones nacionales se han vuelto espejismos, apoyar a quienes defienden intereses concretos es el acto más lúcido de rebeldía. El localismo no es mirar el mundo desde el ombligo; es entender que la dignidad política empieza en la esquina, en la plaza, en el club de barrio. Es apostar por la gestión de lo propio, por la defensa de lo cercano, por el control sobre lo que afecta la vida diaria. Apoyar al dirigente local que pone la jeta por los vecinos es mucho más real que aferrarse a promesas que pululan en redes sociales, pero nunca cruzan la General Paz.
Este fenómeno no es sólo argentino. En un mundo sacudido por crisis globales, pandemias, guerras y mercados que se desploman a la velocidad de un tweet, el localismo emerge como refugio universal. Desde pequeños municipios europeos que reinventan sus economías tras la caída del turismo, hasta comunidades rurales estadounidenses que se organizan para sobrevivir a los vaivenes federales, la defensa de lo propio ha demostrado ser el último bastión con sentido común. No se trata de encierro, sino de resiliencia: quien cuida su entorno, protege su futuro.
El votante independiente, entonces, enfrenta una elección que va más allá de la coyuntura. Votar por el localismo es resistir el abandono centralista, es reivindicar la soberanía cotidiana, es rechazar la resignación y exigir resultados palpables. Es, en última instancia, defender la dignidad en tiempos de incertidumbre, levantar la cabeza y decir: aquí mando yo, aquí decido yo, aquí cuido yo. Porque, como bien saben los personajes de las grandes novelas, la tabla salvadora nunca viene del cielo, sino de lo que uno construye con sus propias manos. Y en la Argentina de hoy, esa construcción empieza en la puerta de casa, en la asamblea del barrio, en el voto que defiende lo propio.
En un país que parece empeñado en autoboicotear su futuro, el votante independiente tiene la oportunidad y la responsabilidad de ejercer el voto como acto de defensa personal y colectiva. No hay que dejarse arrastrar por la histeria nacional ni entregarse al desencanto. Hay que mirar hacia adentro, identificar quién defiende el interés local, quién conoce las calles y los problemas, quién se juega el pellejo en cada decisión. Defender lo propio no es un acto egoísta, sino la única estrategia posible cuando todo se derrumba. El misionerismo, hoy más que nunca, es el refugio inteligente del electorado independiente.
Opinión
Llegó el tiempo de expandir el pensamiento misionerista
Por: Fernando Oz
Desde 2003, cada elección es una lucha por la supervivencia de los intereses provinciales frente al implacable centralismo nacional. No es una exageración literaria. El Congreso, ese viejo coliseo de pasiones y desencuentros, se prepara para recibir a los nuevos gladiadores. Y en ese ruedo, Oscar Herrera Ahuad es, sin dudas, el mejor representante que tiene el Misionerismo para un momento histórico convulsionado, donde se necesita aporte de ideas, coraje, coherencia y un profundo sentido de pertenencia.
Hablar de Misionerismo es adentrarse en la historia de una provincia que aprendió a tejer su propio destino con paciencia y convicción. El Misionerismo no es una etiqueta electoral, sino una filosofía de gestión que surgió de la voluntad de diferenciarse del discurso homogéneo impuesto desde el puerto de Buenos Aires. Defiende la identidad local, la autonomía y el bienestar de las y los misioneros. A lo largo de los años, el Frente Renovador de la Concordia Social ha sido el estandarte de esa visión, resistiendo la tentación de plegarse a recetas ajenas y apostando a un modelo propio, con aciertos y errores, pero siempre fiel al pulso de la tierra colorada.
El Misionerismo es, en su esencia, la rebelión de los invisibles ante un gobierno nacional necio e indolente, y estructuras partidarias rancias. Digamos que es lo mejor de la evolución de la Renovación: trasciende a la Neo, el Blend o los diferentes varietales cultivados dentro o fuera del territorio. Es una forma de decir “no” al olvido y “sí” al protagonismo de una provincia que se niega a ser mero decorado del mapa nacional. Y en ese marco, los valores centrales son claros: respeto por la pluralidad, defensa de la producción local, educación como herramienta de emancipación y salud como derecho inalienable.
Hablar del Misionerismo es hablar de una evolución política que nació y creció al calor de la propia intemperie. No es una ideología blindada ni una doctrina de manual: es, más bien, una forma de lealtad a la tierra, a quienes la trabajan y la habitan. El Frente Renovador, desde su génesis, fue el vehículo de esa transformación paciente.
Hablar de Herrera Ahuad es invocar la biografía de un médico a pie de calle, escuchando el pulso de las urgencias sociales antes de que los despachos le abrieran las puertas. Su recorrido es el de alguien que conoce cada rincón de la provincia: sus hospitales, sus escuelas, sus caminos de tierra. Gobernador en tiempos de pandemia, supo equilibrar la firmeza y la cercanía, sin ceder a la tentación del protagonismo vacío. Nunca fue un político de gestos ampulosos ni de frases huecas. Su estilo es el de quien prefiere el trabajo silencioso a la foto fácil; el de quien entiende que gobernar es, ante todo, cuidar.
Quien busque en esta elección confrontar ideas y trayectorias encontrará en el resto de los candidatos un mosaico heterogéneo, pero poco convincente si se mide desde el interés genuino por Misiones.
Diego Hartfield, extenista y bróker de negocios financieros, viene realizando una campaña pulcra y sus promesas de modernidad suenan, a menudo, como anuncios en horario premium: mucho brillo, poca sustancia. El problema del Gato no es su falta de voluntad, sino su ajenidad al pulso profundo del Cantón. Su vínculo con lo cotidiano de la chacra, el colono y lo que sucede en las guardias de cualquier sala de emergencias es, digamos, anecdótico. Ahora, devenido en aspirante político, trae consigo el aura del esfuerzo personal, pero su mirada se queda en la superficie. La política, como la cancha, exige estrategia, pero también sentido de lo colectivo; y ahí Hartfield parece patinar en los detalles de la realidad misionera.
Cristina Brítez ya estuvo ocho años en el Congreso y no consiguió posicionarse como referente de minorías y derechos. Su discurso, frecuentemente crispado, parece más dirigido a Buenos Aires que a Misiones. Su fervor es digno de elogio, pero la defensa de Misiones exige algo más que consignas y alineamientos partidarios; requiere una comprensión profunda del territorio y capacidad de diálogo, virtudes que a Brítez le cuesta desplegar sin caer en el dogma.
Héctor “Cacho” Bárbaro, histórico dirigente social y rural, tiene a su favor la experiencia y el conocimiento de las necesidades de los pequeños productores. Sin embargo, su retórica combativa —aunque necesaria en ciertos momentos— tiende a polarizar en vez de construir. Misiones necesita diálogo y puentes, no trincheras permanentes. Cacho olvida que la provincia es mucho más que sus chacras y que el lobby a favor de las grandes tabacaleras es un mosaico de realidades complejas que exige una visión integradora.
El radical Gustavo González patina rápido, tiene una actitud adolescente y tampoco supo consolidar lo que más necesita el Cantón: una oposición racional y crítica que ayude a gobernar la provincia, que deje los intereses personales de lado en pos del crecimiento del conjunto. La oposición en Misiones no aprendió a ejercer su rol, por eso se encuentra tan desintegrada y perimida.
Por último, Ramón Puerta, el viejo zorro de la política misionera. Sus credenciales son conocidas, pero su historia está atada a un pasado que la provincia busca superar. Puerta encarna la nostalgia de quienes creen que todo tiempo pasado fue mejor, olvidando que Misiones avanza y requiere nuevas respuestas para viejos y nuevos desafíos. Es el referente de tiempos donde la política era otra cosa; su candidatura es el eco de un pasado que, honestamente, no ofrece respuestas a los desafíos actuales. El conservadurismo porteño le es más propio que el nuevo pulso misionero.
La presencia de Herrera Ahuad en el Congreso no es solo un asunto de partido, sino de supervivencia política para Misiones. Nadie como él entiende que la pelea por recursos, autonomía y reconocimiento es diaria, y que el centralismo porteño no concede nada sin presión. Miren, conozco ese territorio, también a Oscar, y les aseguro que no creo que se mantenga callado ante el ninguneo de los despachos nacionales. El Misionerismo, encarnado en su figura, es la garantía de que Misiones no será una cifra más en el presupuesto nacional ni una sombra en la periferia del poder.
Frente a los intereses externos —económicos, mediáticos o políticos—, Herrera Ahuad representa la defensa de lo propio. Su candidatura no es solo la de un hombre, sino la de una provincia que exige respeto y protagonismo. En un país donde las provincias suelen ser la variable de ajuste, tener a alguien en el Congreso capaz de plantarse sin titubear es, sabiendo de qué se trata cada negociación, sencillamente, es vital.
Mientras otros candidatos miran hacia afuera, buscando aprobación o respaldo externo, él mira hacia adentro, entendiendo que la fortaleza de Misiones está en su gente, su cultura y su potencial productivo. No le teme al debate ni a la confrontación; sabe que defender a Misiones no es gritar más fuerte, sino saber escuchar y negociar, sin ceder nunca ante el ninguneo. Su experiencia en la gestión lo habilita para entender la complejidad de las relaciones federales y para exigir, con legitimidad, lo que le corresponde al Cantón.
Que la historia no nos encuentre distraídos. Votar por Herrera Ahuad es, en última instancia, votar por uno mismo: por el productor que no quiere perder su tierra, por la maestra que enseña en la frontera, por el joven que sueña con quedarse y no partir. Es defender la voz y la dignidad de Misiones ante quienes la miran desde lejos y la entienden menos aún. Al final, la opción es clara: o se elige a quien encarna el Misionerismo y la defensa de lo propio, o se corre el riesgo de volver a ser tierra de nadie. Y Misiones, conviene recordarlo, nunca quiso ser invisible y construyó identidad propia.
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